El cuento chino y el sueño americano

Domingo, 28/12/2025 06:28 AM

Epimenio Pirela es un «gocho rencauchado» que en la década de los 80 se quedó en los Andes venezolanos. Según él, la culpa fue de una tachirense despampanante que lo cautivó y del agradable clima de estas montañas. Oriundo del Zulia y maracucho de cepa, específicamente de La Pomona, no hay día en el que no alardee de su Maracaibo; solo se le quita lo presumido cuando le recuerdo que tiene dos tercios de su vida viviendo en el Táchira y que su familia es gocha.

Lo conozco desde hace tiempo debido a mi trabajo, pero ese es otro cuento. Un buen día lo visité y me contó que su hija había regresado del Perú. Se había ido en pleno apogeo de la migración venezolana buscando las «mejores oportunidades» que le pintaron de todos los colores. Regresó con dos muchachos —casi de brazos los dos—, sin marido y con una decepción que no le cabía en las tres maletas que trajo.

—Vos sabéis que todo fue un «cuento chino» lo que le pintaron —decía el maracucho—. Se debió ir para Estados Unidos, ahí sí hay futuro.

Esta anécdota fue reciente, cuando todavía estaba Biden en la Casa Blanca. Sin embargo, hace poco volví a pasar por su casa y su percepción del país del norte ya no era la misma. Rodeado de sus nietos, el hombre se veía feliz; tenía reunida a su familia, que también había crecido. Su esposa, sus dos hijas y sus dos nietos mostraban a todas luces la mezcolanza del maracucho presumido, la gocha despampanante y el peruano desconocido. Le pregunté por la hija y me dijo:

—Esa muchacha se quedó trabajando aquí porque, ¡vergación!, el norte se volvió toda una pesadilla.

Presiento que la anécdota anterior se repite de manera similar en muchos venezolanos: tanto en los que se quedaron a «meterle el hombro» al país, como en los que se fueron buscando ese mejor porvenir y regresaron con una gran decepción. Pareciera que voy a hablar de migración y, en parte, sí; pero ese no es el centro de este artículo.

La referencia a esta anécdota se debe a que en ella se mencionan, indirectamente, dos polos tan opuestos como el comunismo que impera en China y la «democracia» del imperio norteamericano. «El cuento chino» es una expresión que en muchos países hispanohablantes se usa de manera coloquial —y a veces despectiva— en alusión a los nacionales de esas lejanas tierras orientales.

Su origen no está del todo claro. Algunos lo relacionan con los fascinantes y fantasiosos relatos que el mercader veneciano Marco Polo le dictó al escritor Rustichello da Pisa cuando eran compañeros de celda allá por el año 1298, en la obra literaria titulada El libro de las maravillas. La otra versión proviene de la Cuba de 1847, cuando los migrantes chinos fueron estafados con falsas promesas de salarios, vivienda, ropa y comida. Es decir, todo resultó ser un «cuento chino» o, lo que es lo mismo, un engaño.

Sea de donde viniere, lo despectivo y xenofóbico no se le quita. En la época de Marco Polo no era la excepción: ya en Europa trataban de minimizar la grandeza de China reflejada en la obra del aventurero que vivió parte de su vida en esas lejanas tierras del Oriente milenario. Decían que todo era un «cuento chino» para restarle credibilidad y poner en duda los descubrimientos del comerciante veneciano. Desde entonces, el término ha calado tanto que, en la actualidad, la RAE define coloquialmente «cuento chino» como un embuste.

Sin embargo, si uno pudiera ubicarse en esa época y tuviese certeza, por ejemplo, de la Gran Muralla China —que para entonces estaría en mejores condiciones—, no podría restarle credibilidad a esos relatos. Tanto en aquel tiempo como ahora, si hay algo que representa la grandeza de esa nación, sigue siendo su muralla. Con el paso de los años, China ha sufrido como ningún otro país la tragedia de la guerra, tanto interna como externa, con fines colonialistas. Entre ellas destaca la Guerra del Opio, en la que el Imperio británico, aliado con Francia, forzó a los chinos a tolerar el comercio de drogas y, para no variar, se anexaron territorios junto a Portugal. Todo esto refleja el maltrato que el pueblo chino ha sufrido por parte de lo que llamamos Occidente.

La Ruta de la Seda, tanto ayer como hoy, ha tenido detractores que han tratado de destruirla. Con toda esa tragedia, incluyendo hambrunas que habrían diezmado a cualquier otro país, la resiliencia del pueblo chino no hizo más que incrementarse. La llegada del comunismo en la segunda década del siglo XX, la guerra civil y la creación en 1949 de la República Popular China por Mao Zedong, hicieron que Occidente intensificara el aislamiento internacional. Trataban de evitar que el «monstruo del comunismo» se expandiera y lograra desbancar al capitalismo. Ese anonimato obligó a que China, muy sigilosamente, comenzara un proceso de renacimiento bajo la bandera del comunismo. Para ello no fue necesario invadir, bombardear, asesinar, ni mucho menos robar los recursos de ningún país.

Con esfuerzo propio y una voluntad férrea de levantarse de las cenizas, hoy se puede decir que el «cuento chino» pasó a la historia como una nube negra que se disipó para dar paso al «Milagro Chino», escrito con letras grandes por la mano del comunismo. Como decía Leoncio Ramírez, un hombre de mi pueblo: «Duélale a quien le duela, píquele a quien le pique». La nación fabulosa de Marco Polo se quedó pequeña en su relato frente a la magnitud actual del gigante oriental. Lo que nos metieron en la cabeza para ocultar sus hazañas se ha convertido en la realidad china.

Sin mucho esfuerzo, y con la ayuda involuntaria de las redes sociales y los medios independientes, China está dando testimonio real de esta proeza. El fracaso que Occidente pregonaba sobre esta ideología se está devolviendo como un karma. Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, se ha autoproclamado «el bueno de la película», tratando de tapar atrocidades cometidas tanto en su territorio como en el resto del mundo —siendo el único país que ha lanzado dos bombas atómicas contra población civil—. Europa, por su parte, se ha enriquecido gracias al expansionismo colonial, al saqueo y al genocidio en sus colonias.

Por el contrario, China no tiene antecedentes colonialistas, pero sí sufrió la voracidad occidental. Si hablamos del imperio norteamericano, debemos referirnos al colonialismo inglés que aniquiló a los verdaderos dueños del norte, a la par que los españoles masacraban al resto de los dueños del continente por debajo de la línea del Río Grande. Es ese mismo colonialismo el que llevó a británicos, alemanes e italianos a intentar invadir Venezuela en 1902; el mismo que contribuyó al despojo del territorio Esequibo y el mismo que, recientemente, se robó el oro del pueblo venezolano.

En cuanto al imperio norteamericano, que en esencia no es dueño de ese territorio, ya Simón Bolívar vaticinaba en su época que «plagaría de miseria toda la América». Pero no solo eso, también está plagando de miseria su propio territorio con el aumento exponencial de la pobreza extrema, que ronda los 70 millones, lo que equivale a una cuarta parte de sus habitantes.

Mientras, China ha mantenido su territorio casi intacto por milenios. Jamás han venido a América a invadirnos. Según algunos autores, solo se dieron una vuelta por nuestro continente y regresaron sin tomar nada ni asesinar a nadie, mucho antes que el navegante genovés nos invadiera.

Actualmente, y contrario a la democracia gringa, el comunismo chino ha sacado de la pobreza extrema a más de 900 millones de personas, el equivalente a casi tres veces la población de EE. UU. Con mucho asombro por parte de Occidente, China, a través de las redes sociales y de medios independientes, le muestra al mundo la magnitud de la infraestructura en la que se sustenta su grandeza. Ya no es solo la Gran Muralla China; son notorias y comunicacionales las megaconstrucciones terminadas y en desarrollo que el gigante asiático ha hecho en su territorio en beneficio de todo el pueblo. Irónicamente, ninguno de los imperios que adversan al milagro chino puede, ni tiene los recursos para, acometer obras similares en sus países democráticos y capitalistas.

En cuanto al imperio norteamericano, uno no puede dejar pasar por alto la continua violación del derecho internacional, de los derechos humanos y de toda normativa que organismos como la ONU han emitido para mantener la paz mundial. El imperio gringo aplica a discreción y con un autopermiso, al margen de esa misma ONU, sanciones e invasiones a sus supuestos enemigos. Cataloga a gobiernos y países con etiquetas de acuerdo a los intereses en juego, con el fin de darles una supuesta legalidad jurídica y poder intervenir a sus anchas a nombre de su seguridad.

No es poca cosa lo que actualmente ocurre en aguas del mar Caribe, con el asesinato de personas que, aun siendo supuestos criminales, tienen derecho a vivir para defenderse o afrontar sus delitos y no ser asesinados extrajudicialmente. Igualmente, el enorme y desproporcionado despliegue naval que constantemente amenaza a Venezuela, aunado a las más de mil acciones coercitivas o sanciones que nos han impuesto, impide que el país se desarrolle con normalidad, ocasionando inmensas pérdidas.

Mayor desproporción es la etiqueta de «narcégimen» al gobierno venezolano sin tener prueba alguna. Sus propias agencias de inteligencia e incluso los informes de la ONU han negado cualquier relación del gobierno con cartel alguno y han demostrado un avance enorme en la lucha contra el narcotráfico. Esto es contrario a las épocas en que la DEA actuaba en nuestro territorio, y donde sí es evidente —pues existen pruebas— de los grandes nexos de esta agencia con carteles del mundo para la distribución de drogas dentro del territorio gringo, llevándola a ser considerada como el mayor cartel dentro de EE. UU. Personeros como Marco Rubio tienen nexos con la droga y amigos en países que fueron buscados por la DEA por narcotraficantes, o expresidentes señalados como tal y luego liberados por la actual administración. Esto nos lleva a pensar con razón sobrada por qué no existen capos de la droga presos dentro del territorio gringo, sabiendo que los que hay son los extraditados de otros países.

El señalamiento como «narcogobierno» y el nombramiento de personeros del gobierno venezolano, incluyendo a nuestro presidente Nicolás Maduro, como miembros de un supuesto «Cartel de los Soles», constituye otra puesta en escena, tal cual las armas de destrucción masiva de Irak. Su propósito no es luchar contra el narcotráfico, sino apoderarse del petróleo venezolano y sus riquezas. Ya no se quedan en la retórica, lo están poniendo en práctica robándose los supertanqueros con petróleo que solo pertenece a los venezolanos.

Luchar contra el narcotráfico es meterse un autogol, porque el abastecimiento y consumo de drogas en EE. UU. ha escalado exponencialmente al punto de hacer del abastecimiento una política de Estado que cada gobierno, demócrata o republicano, está obligado a continuar, porque desde el presidente para abajo son consumidores. De lo contrario, si quisieran acabar con este flagelo, estarían en el Pacífico, por donde pasa cerca del 90% de la droga que entra a su país. En segunda instancia, estarían luchando dentro de su mismo territorio contra los verdaderos capos del narcotráfico que viven allí, tienen sus fortunas en sus bancos y se pasean diariamente con el beneplácito de sus autoridades; no es que se hagan de la vista gorda, es que son parte de ese enorme negocio.

Por otra parte, es constante la violación de los derechos de los migrantes que fueron a buscar en ese imperio el tan cacareado «sueño americano». Son ellos quienes, indudablemente, construyen día tras día ese país y que ahora ven frustradas sus metas.

En ese sentido, debemos recordar y tener presente que la migración venezolana fue inducida: primero, por la aplicación de sanciones unilaterales al margen de toda legislación internacional y, posteriormente, azuzada por los criminales apátridas que, tras cometer sus fechorías, les dieron la espalda. Estos mismos personajes incluso apoyaron «absolutamente» su encarcelación en países como El Salvador.

Para concluir, es necesario mencionar las incontables invasiones que EE. UU. ha realizado en naciones donde previamente ha etiquetado a sus gobiernos de cualquier cosa. A esto se suman los numerosos golpes de Estado en países con tendencias progresistas, socialistas o comunistas; la imposición de presidentes títeres serviles a sus intereses; y el robo descarado de recursos y capitales de los países invadidos —incluyendo el despojo de territorios, como en el caso histórico de México—.

Del mismo modo, resaltan las pretensiones de su actual administración para ejercer control sobre Canadá, México, Panamá, Venezuela, Groenlandia y otros territorios, así como su injerencia en controversias territoriales ajenas, patrocinando la secesión y supuestas independencias, como ocurre con Taiwán, que es parte de China.

EE. UU. ha desplegado por todo el mundo bases militares en las que se cometen toda clase de violaciones a los derechos humanos, sin que ningún organismo logre judicializar a los responsables; instalaciones que, además, utilizan constantemente para provocar conflictos. Asimismo, han manipulado la economía mundial a través del dólar, quebrando economías y chantajeando naciones; han declarado guerras económicas y han intentado manipular gobiernos mediante sanciones arancelarias elevadísimas.

A través de la CIA, han participado descaradamente en todo el mundo, incluyendo a «países amigos» donde han cometido delitos de todo tipo sin que se pueda ejercer soberanía o legislación para castigarlos. Faltarían muchos tomos para describir con detalle las atrocidades cometidas por Estados Unidos en el mundo —y eso solo refiriéndose a las que son públicas y notorias—; pero faltaría mucho más si se llegara a conocer lo que han cometido en secreto.

Si hablamos de China, a la cual están catalogando como «la mala» de la misma película, no existe nada que se aproxime a ese papel. No hay comparación alguna que pueda poner a China en evidencia de delitos similares a los miles cometidos por Estados Unidos. La mediática mundial, por lo general propiedad de la extrema derecha, intenta convertir a Occidente en víctima de cada avance que logra el gigante asiático, alegando todo tipo de faltas cuando la realidad es la inversa: es Estados Unidos quien ha generado la guerra comercial y quien provoca a China en su propio mar. No es China la que llega con ideas independentistas a decirle a los puertorriqueños que se levanten, ni mucho menos la que les vende armamento avanzado para que se independicen de EE. UU.

Es China la que, con esfuerzo propio, se alza como potencia mundial en todos los aspectos; es China la que invierte recursos en obras que benefician a los pueblos del mundo; es China la que propone nuevamente la Ruta de la Seda, no solo para su provecho, sino para la reciprocidad de los países que se integren. Es China la que promueve un mundo multipolar donde todos participen sin chantajes. Ya no es el cuento ni la fantasía de los libros de Marco Polo; es la China presente que emergió como una nueva y definitiva ave fénix. Es la nueva gran potencia mundial que, a estas alturas, nadie puede ocultar ni negar, y que servirá de contrapeso para equilibrar la hegemonía del imperio gringo. Es China, el país comunista, la que está demostrando que el capitalismo no es la vía.

Hablar de estos dos países o de sus ideologías no requiere apasionamiento político; requiere sentido común, mente abierta y curarse de la ignorancia impuesta por los medios de comunicación y las redes sociales. No se trata de ser comunista o capitalista, se trata de ser realista. Hay que notar detalles como que el mayor acreedor de la deuda de Estados Unidos es China, observar el avance del comunismo chino frente al decadente capitalismo occidental y despertar a la realidad: el «sueño americano» pasó a ser una pesadilla y «el cuento chino» dejó de ser tal para convertirse en el MILAGRO CHINO.

P.D. A Hermenegildo Bracho le dio un soponcio cuando vio que en su iPhone, comprado en EE. UU., decía en letras chiquiticas: «Made in China».

 

pedroamoraz1@gmail.com

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