"La fe es la fuerza que mueve montañas, y la esperanza es el horizonte que nunca se apaga."
Madre Teresa de Calcuta.
Aunque no es la espiritualidad el tema habitual de mis escritos —pues suelo abordar la política interna, la economía, el comportamiento social o la geopolítica— hoy lo considero estrictamente necesario. En medio de las tensiones y las incertidumbres, la fe y la esperanza se convierten en un recurso vital, en una energía que nos sostiene como individuos y como nación.
La espiritualidad, entendida sin dogmas ni negaciones, es la certeza íntima de que existe una fuerza superior que lo domina todo. Cada religión, cada cultura, cada civilización la ha nombrado de manera distinta, pero todas coinciden en que esa fuerza impulsa al ser humano hacia la bondad, hacia la acción propositiva, hacia la construcción de un mundo mejor.
El budismo tibetano nos recuerda que la compasión es el camino hacia la liberación. En la India, el hinduismo despliega múltiples rostros de lo divino, mostrando que la diversidad es también un sendero hacia la unidad. En el Medio Oriente, las antiguas civilizaciones ya concebían fuerzas superiores que regían la vida y la muerte. El cristianismo, con sus virtudes teologales —fe, esperanza y caridad—, elevó la espiritualidad como fundamento de la vida comunitaria.
Incluso las culturas prehispánicas de nuestro continente, con sus cosmovisiones sagradas, nos enseñaron que la naturaleza es un templo y que el equilibrio es ley. Hoy, las teorías cuánticas sugieren que la realidad puede ser múltiple, que existen dimensiones invisibles que nos conectan con lo trascendente.
El hombre, en todas las épocas, ha construido mundos alternativos como posibilidad de una civilización mejor. Y en cada uno de esos mundos, la espiritualidad ha sido el motor invisible.
La literatura también ha sido un puente hacia esa certeza. En "El Principito", Antoine de Saint-Exupéry nos recuerda que lo esencial es invisible a los ojos, y que la fe puede decretar el amanecer en el horizonte. Esa lógica de la dinámica natural, expresada como acto de fe, es la misma que sostiene la esperanza colectiva de los pueblos.
En Venezuela, la espiritualidad no es evasión, es resistencia. Somos, por decreto, un territorio de paz. Esa afirmación no es solo jurídica o política, es espiritual: significa que la nación se sostiene en la convicción de que la paz es nuestro destino y nuestra vocación.
Más allá de las acciones de los líderes o de las alianzas estratégicas, existe una energía concentrada en nuestro cuerpo espiritual como nación. Es la solidaridad que se manifiesta en cada gesto cotidiano, la esperanza que se renueva en cada familia, la fe que se multiplica en cada comunidad.
Esa fuerza colectiva es un escudo invisible que exorciza cualquier pretensión imperialista contra nuestro país. Es la vibración que nos recuerda que la patria no se defiende solo con armas o discursos, sino con la convicción espiritual de un pueblo que cree en sí mismo.
Hoy más que nunca debemos recordar que la espiritualidad es resistencia, que la fe es energía, que la esperanza es acción. Venezuela se sostiene porque su pueblo cree, porque su gente comparte una fuerza invisible que se hace evidente en cada gesto de solidaridad y en cada acto de esperanza.
No importa cuán grandes sean las dificultades ni cuán poderosas las amenazas externas. La energía espiritual de nuestra nación es absoluta, porque en Venezuela los buenos somos más.
Ojalá nos vaya bien.
Sean felices, es gratis.
Paz y bien.
En "La Gruta", día de San Dámaso I, Papa del Dos mil veinticinco.