Walter Benjamin solía advertir que toda época sueña no solo con la que le sigue, sino que, soñando, se aproxima a un despertar. Cada época, enfatizaba el autor, lleva en sí su propio fin y ella misma lo va descubriendo. Según esta premisa de Benjamin, ¿cómo podríamos definir nuestra época? ¿Qué del perfil onírico o aspiraciones de nuestra época puede ser usado para pensar ese escenario utópico del mañana? Nuestra época, sobre todo después del genocidio en Gaza, parece estar definida por la permanente vivencia de la excepción, por las zonas del no ser y el exterminio; los Estados-Nación, incuestionables protagonistas del quehacer social y político del siglo XX, parecen hoy absolutamente impotentes ante el predominio del capital. La arquitectura formalmente establecida dentro del escenario del juego político parece hoy totalmente desgastada e inservible ante la demanda de las grandes mayorías.
Haciendo un repaso al mapa cognitivo político contemporáneo, nos enfrentamos a lo que el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez ha denominado la antinomia de la pospolítica , en la cual nos vemos obligados a tener que elegir entre un "canalla" neoliberal que cancela las instituciones republicanas en nombre de la lógica de mercado, y un "canalla" neofascista que hace lo mismo, pero en nombre de la restauración autoritaria de las viejas jerarquías modernocoloniales.
Dentro de este escenario, y de forma dramática, se postulan muchas izquierdas que, aferradas a viejas certezas ideológicas, pretenden combatir esta operación recurriendo a escenarios que también prescinden de las instituciones democráticas, reforzando con esto la antinomia de la pospolítica.
Un sello típico de esta vivencia de lo pospolítico es lo que podríamos definir como la frivolización de la política y las consecuentes democracias hidropónicas. Por frivolización de la política entendemos la combinación corrosiva de la pérdida simbólica y lingüística de los grandes significantes políticos. Revisando detalladamente, encontraremos que "frivolidad" deriva del latín frivŏlus, que significaba "vano", "ligero" o "sin valor"; tal nombre se usaba generalmente para referirse a recipientes de barro quebradizo, generalmente muy vulnerables para albergar de forma segura algún contenido.
Se podría decir que "frivŏlus" representaba el antónimo radical del "iure" romano, algo sin fundamento, sentido o trascendencia. Hoy, gran parte de los conceptos políticos de relevante importancia dentro del gran sistema de ciencias políticas han sido frivolizados, es decir, vaciados de todo fundamento y sentido, quedando nada más que recipientes quebradizos.
Actualmente, por ejemplo, es prácticamente obligatorio que todo proyecto socialista se declare de libre mercado, que todo demócrata se defina como promotor de la propiedad privada o incluso que todo liberal defienda a ultranza el ultraindividualismo; no hace falta saber a qué nos referimos o en el marco de qué tradición política discutimos; parece que todos los términos son intercambiables, sustituibles e incluso trasmutables.
El resultado de esto no es solo un empobrecimiento del diálogo político y, como agregado, un cierre del campo imaginario de lo político, sino también, y de forma más grave, el surgimiento de una democracia hidropática, que combina la sobredimensión retórica y la falta de raíces y nutrientes, una especie de poder del pueblo domesticado e inmunizado.
Para verificar los estragos de estas prácticas, solo hace falta remitirse a algunos datos grises y duros. Según un sondeo elaborado en 77 países por ‘La Encuesta Mundial de Valores', poco menos del 47% de la población de las naciones estudiadas consideraba que la democracia es un elemento importante en sus vidas, una disminución respecto al 52,4% medido en 2017.
A la vez, el último informe elaborado por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (abril del 2023) señalaba que tan solo en 30 países de los 173 países investigados se mantiene una estabilidad estadística en cuanto a la participación en el ejercicio político o en la movilización de la sociedad civil. En el resto se presenta un descenso de estos índices, provocado en algunos casos por la represión formal de los Estados, pero también por la falta de confianza en la figura del contrato social propio de la democracia.
" La base de todo contrato social es que la ciudadanía consiente ser gobernada a cambio de obtener determinados bienes básicos que proporcionan los gobernantes. Sin embargo, la capacidad de las democracias de todo el mundo para proporcionar bienes públicos clave a sus ciudadanos y poner fin a la brecha entre las expectativas sociales y el desempeño institucional corre un riesgo creciente. En la actualidad, la ciudadanía es cada vez más consciente de que muchos de los contratos sociales del mundo ya no son adecuados para sus fines".
Las conclusiones del estudio señalaron que elementos como la desigualdad, la precariedad y la incapacidad de las estructuras gubernamentales para generar seguridad y amparo son algunas de las razones por las cuales los ciudadanos y ciudadanas están dejando de creer en la figura del contrato social democrático.
El pueblo sin atributos
La politóloga Wendy Brown realiza una radiografía del actual problema de representatividad y credibilidad política en su libro "El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo". En el mundo actual, señala Brown, el sujeto político soberano ha dado paso al sujeto convertido simplemente en capital humano. Su valor no se construye con todos, sino contra todos y desde la competencia. Por su parte, el Estado y el gobierno, figuras que antaño representaban las aspiraciones sociales de cambio, se han convertido en figuras de la gobernanza neoliberal. No son espacios de poder, potestad o soberanía, sino simplemente de administración y regulación.
El razonamiento político neoliberal ha posicionado el crecimiento económico como única acción del Estado y ha fomentado un sujeto político emprendedor como único referente de ciudadanía. Su forma y razón de participación en la política es mediada por el objetivo del crecimiento económico; el demos o pueblo desaparece y queda tras de sí solo la legitimidad de la desigualdad, la competencia y el mercado como atributo del contrato social. Sobre esto concluye Brown:
" Conforme los seres humanos se convierten en capital para ellos mismos, pero también para otros, para una empresa o un Estado, su valor de inversión, más que su productividad, se vuelve primordial; la autonomía moral y, por lo tanto, la base del individuo soberano se desvanece y el espacio y el significado de la ciudadanía política se encogen. "
¿Qué hacer? Retornar a la izquierda
Siguiendo en esta reflexión a Bolívar Echeverría, debemos advertir que la izquierda es solo una de las vías por las que la vida moderna "profunda" resiste y se rebela contra el modo capitalista de la modernidad realmente existente, pero al mismo tiempo debemos recalcar que es la forma de oposición más radical que abre una brecha dentro del proceso de organización estatalnacional que devino en el proyecto capitalista desbordante que hoy tenemos.
Por esa razón, el anticapitalismo inherente a la posición política de izquierda tiene siempre, como condición primera de su manifestación, la ingrata tarea — que en verdad es incumplible en tiempos de "normalidad"— de sacudirse la apariencia absurda que tiene ante "el sentido común" de la población.
La izquierda y la democracia que ella realmente promueve deben ser deliberativas y de raíces sólidas, no frivolizadas sino esclarecedoras, no ampliadoras de privilegios sino promotoras de derechos. Siguiendo esta reflexión, podríamos responder a Benjamin, trayendo a colación la forma en que hoy la izquierda se empieza a soñar y retorna a sus fundamentos. Haciéndonos eco de las recientes declaraciones del alcalde electo de Nueva York, Zohran Mamdani, debemos subir el volumen de nuestras palabras y discurso, aceptar nuestros fundamentos y no pedir disculpas por ello, sino luchar por llenar la política nuevamente de fundamentos y raíces contra la frivolidad y la falsa democracia.