En la madrugada del 14 de abril del año 2002, el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, comandante Hugo Rafael Chávez Frías, yace prisionero en una habitación de las instalaciones militares de la isla de La Orchila, bañada ésta por el mar de las Antillas.
La soledad abraza hasta los confines de las aguas y de la costa, y las voces del silencio portan el susurro de las olas que besan la playa y los promontorios.
El turbión y la vorágine que danzan sobre la gran Caracas y todo el territorio nacional no le permiten a Chávez el reposo y el sueño. Su vigilia es permanente, flotando las imágenes en un río de pensamientos.
Chávez mira el cielo repleto de estrellas. Las constelaciones se abren con sus ramilletes de luces en abierto desafío a la belleza terrestre.
Abajo las aguas caribeñas persisten con sus oleajes en sus conciertos musicales.
¡Qué terrible contraste ofrece el universo entorno a la soledad del hombre!
Sobre el prisionero se ciñen los anillos de la muerte por los cancerberos de la oscuridad, esos que están disfrutando a estas horas del que será efímero festín de Miraflores, y quienes han decretado el asesinato del presidente.
Chávez está dispuesto al sacrificio, al acribillamiento de su cuerpo, mas no de su espíritu, por lo que espera el magnicidio, aunque la impaciencia no lo roe, sino la imperiosa necesidad de —como despedida final— escribir un poema. Quizá sea el poeta Pablo Neruda, quien en su soledad insondable de la remota Java, de su Residencia en la tierra, le transfiere en estos íngrimos momentos el velero de la poesía.
A Chávez no lo trepida el temor de abandonar su preciosa existencia, porque es falso que a un hombre al borde del asesinato por manos criminales, lo posea el miedo, pues, al contrario, su firmeza es mayor.
La angustia sí cabalga sobre el condenado, aunque éste sea un héroe, un combatiente, un osado insurrecto como aquellos personajes Kio y Katow, de La condición humana, el libro de Malraux, o camine en la desazón de Josef K, el de El proceso, de Kafka.
Katow, quien espera ser quemado al ser tirado en las calderas y que tiene una cápsula de cianuro, opta por partirla y regalársela a sus compañeros de celda, quienes tiritan frente a las horripilantes y crueles formas de liquidamiento de sus hermosas vidas.
A Chávez lo asaltan los recuerdos, pero los combate mirando las miríadas de estrellas y escuchando el rugir del mar, ese que, como la esperanza, siempre recomienza.
El presidente piensa escribir el poema que bulle en su cerebro; quizá lo hará, si los soldados no disparan antes, y podría ser al abrirse el alba con las legiones de gaviotas y otros pájaros marinos. Los oficiales jóvenes y la tropa jamás harán tronar sus armas, porque sencillamente aman a su legítimo Jefe de Estado.
Aquí en esta isla, en estos mismos espacios festivos del trópico, se cruzan las antípodas, lo paradójico de la existencia, ya que medio siglo atrás, un dictador correteaba por la playa a sus queridas, palmeándolas como yeguas de su harén, consumiendo el champagne La Viuda Cliquot con la despampanante Silvana Pampanini, celebrando orgias emulativas de aquellos reyes disolutos con sus cortesanas importadas; derrochando los más exquisitos licores y bailando al ritmo de las famosas orquestas de República Dominicana, Cuba y Puerto Rico. La oligarquía del dinero aplaudía calurosamente las diversiones del tirano y su corte.
Aquí, ahora (el 14 de abril del 2002) Chávez sólo yace abrazado a su compañera, la soledad, pero también cuenta con la sonrisa de los oficiales y soldados, con el azul del cielo y la alegría del mar Caribe.
El Presidente siempre ha recurrido a la soledad, verbigracia cuando los generales golpistas amenazaron con bombardear Miraflores si él no renunciaba. Entonces les pidió a sus colaboradores que lo dejaran solo por un momento. Se fue al lado de su oficina y aquel silencio se convirtió en horas para sus amigos y funcionarios que esperaban sus palabras. Algunos pensaron, tras esos metros de separación y entre la mudez estranguladora del sudoroso ambiente, pese a ser la madrugada, que el Presidente optaría por el camino del suicidio, prosiguiendo el honroso ejemplo del mártir chileno Salvador Allende.
Guillermo García Ponce dice en su libro El golpe del 11 de abril: "Jorge Giordani me confesó que se quedó tenso durante aquellos minutos esperando un disparo fatal".
Entonces Hugo Chávez, elegido en forma transparente, legítima y mayoritaria por la voluntad del pueblo venezolano, tomó, como conductor leal a sus principios, a la historia y a la Constitución Bolivariana, la ruta que lo llevaría a la prisión, al destierro o a la muerte, antes que la de la traición con la cobarde renuncia.
Sin embargo en la gran Caracas y por todo el país los pulpos mediáticos de la conspiración regaban la renuncia del primer magistrado nacional, aprovechándose de las declaraciones del entonces Inspector General de las Fuerzas Armadas, General en Jefe Lucas Rincón Romero, quien había sostenido la separación de Chávez del poder para evitar un enfrentamiento entre militares, de consecuencias fatales, pero si los facciosos respetaban la Constitución Bolivariana, pero éstos se negaron, procediendo a la detención del Presidente y llevándolo al Fuerte Tiuna.
La realidad es que Chávez no ha renunciado y la inmensamente grata noticia ha salido de su puño y letra de la base militar de Turiamo, llegando a Caracas, donde el pueblo y los militares constitucionalistas rebosantes de alegría y coraje toman Miraflores, así como el Fuerte Tiuna, con la efervescencia y el calor volcánico para devolverle la libertad, la legitimidad y dignidad al país.
El júbilo aún está separado por la inmensidad del mar, pero un helicóptero donde tremolan los emblemas de la restitución revolucionaria aterriza en La Orchila para la liberación y traída del presidente al Palacio de Miraflores.
Es la madrugada del 14 de abril y los astros aún navegan con sus flores luminosas en la bóveda celeste y en las profundidades marinas hay el despertar de peces y de plantas encantadoras, porque la vida nuevamente triunfa sobre la oscuridad y la muerte.
El poema de Chávez no ha germinado, pero es concreción torrencial en el desbordamiento popular, en el florecer de la palabra felicidad y las imágenes de aquella fiesta inolvidable.
El presidente vuelve a sentir el poder magnético del torrente poético de Paul Éluard, cuando en medio de la invasión nazi a su amada Francia, cantaba el poema Libertad:
En mis cuadernos de estudiante
En mi pupitre en cada árbol
En la aceras en las nieves
Escribo tu nombre
En cada palabra leída
Sobre toda página en blanco
Piedra papel sangre o ceniza
Escribo tu nombre
En las selvas en los desiertos
En las retamas en los nidos
En cada eco de mi infancia
Escribo tu nombre
En el prodigio de las noches
En el pan blanco de los días
En cada estación desposada
Escribo tu nombre
En los andrajos de mi azul
En el sol mohoso del río
En la viva lluvia del lago
Escribo tu nombre
En el campo en el horizonte
En el ala de cada pájaro
En el molino de las sombras
Escribo tu nombre
En los hálitos de la aurora
En el mar en todos los barcos
En la noche enloquecida
Escribo tu nombre
En la espuma de cada nube
En el sudor de la tormenta
En la lluvia insulsa y pesada
Escribo tu nombre
En los senderos que despiertan
En los caminos desplegados
En las plazas que se desbordan
Escribo tu nombre
En la lámpara que se enciende
En la lámpara que se apaga
En todas mis casas reunidas
Escribo tu nombre
En cada carne que se entrega
En la frente de mis enemigos
En cada mano que se tiende
Escribo tu nombre
En mis refugios destruidos
En mis faros despedazados
En estos muros de mi tedio
Escribo tu nombre
En las ausencias sin deseos
En la desnuda soledad
En los peldaños de la muerte
Escribo tu nombre
En la salud reconquistada
En los peligros extinguidos
En la esperanza sin recuerdo
Escribo tu nombre
Por el poder de una palabra
Vuelve mi vida a comenzar
Yo nací para conocerte
Nací para nombrarte:
Libertad.
leninperezran@hotmail.com