Cuando el pueblo vota por ninguno: el fantasma del voto nulo que desnuda la crisis política

Miércoles, 20/08/2025 05:43 AM

¿Qué pasa cuándo el pueblo vota nulo? La respuesta es dura: no pasaría nada en lo legal, pero lo pudiera cambiar todo en lo político. La mayoría de los países ignoran ese voto de protesta. Se proclaman autoridades, se llenan cargos, y los gobiernos nacen con un sello invisible: la marca de la ilegitimidad.

En las elecciones presidenciales de Bolivia del 17 de agosto de 2025, el voto nulo alcanzó un 19 %, ubicándose en tercer lugar tras la sorpresa de Rodrigo Paz y Jorge Quiroga.

En algunos departamentos como Cochabamba, llegó al 33 %, mientras que el MAS apenas obtuvo el 3 %, evidenciando una ruptura profunda con su base tradicional.

Pese a sus errores y desgaste político, Evo Morales ha logrado convertir el voto nulo en una herramienta estratégica con fines claros: mantener su liderazgo simbólico, evitar la dispersión de su base y construir un camino hacia una posible recomposición política.

Al mismo tiempo, esta estrategia podría incidir en la manera en que el próximo presidente redefina sus políticas sociales frente a los sectores que expresaron su descontento mediante el voto nulo. Queda por verse si el desenlace será un camino de diálogo y conciliación o, por el contrario, una dinámica de confrontación y mayor polarización.

Ahora bien, si el voto nulo superara el 50% en un país con fuerte movilización social, estaríamos frente a un terremoto político. No habría golpe ni intervención extranjera: el golpe vendría desde las urnas, en forma de rechazo masivo. El presidente electo sería un gobernante sin pueblo, un mandatario legal pero ilegítimo.

Si en un país como Venezuela, donde no existe segunda vuelta, el voto nulo alcanzara el primer o segundo lugar entre las preferencias electorales, se convertiría en un mensaje político de gran peso, quizás en otras condiciones mucho más significativo que la abstención de mayo y julio de este año. Este fenómeno revelaría que un sector considerable de la ciudadanía no solo decide no elegir, sino que participa activamente para manifestar su rechazo a las opciones disponibles, dejando claro que ninguna de ellas representa sus intereses, valores o expectativas. La fuerza simbólica de un resultado así sería contundente: señalaría un descontento masivo y profundo hacia el sistema político, los partidos y los liderazgos existentes, enviando una señal difícil de ignorar tanto para las instituciones como para los actores políticos.

En cambio, en los sistemas con balotaje o segunda vuelta, los candidatos que logren pasar a la siguiente ronda lo harían bajo un manto de cuestionamiento. Serían percibidos como los "menos malos" o los "vencedores por descarte", figuras elegidas no por convicción sino por eliminación, lo que debilita su autoridad y erosiona la legitimidad de su mandato desde el primer día. Este escenario refleja con claridad un sistema político agotado y desconectado, donde la ciudadanía no se siente representada y la gobernabilidad se ve marcada por la desconfianza y la presión social constante.

Además, un resultado de este tipo tendría repercusiones más allá de la política inmediata: podría generar un aumento en la movilización ciudadana, fortalecer movimientos de protesta y estimular debates sobre reformas institucionales que busquen restaurar la representatividad y la confianza en la democracia. En esencia, un alto voto nulo no es solo un dato estadístico, sino un síntoma de crisis sistémica, que obliga a repensar la relación entre pueblo y poder y a considerar mecanismos para que la voluntad ciudadana sea escuchada de manera efectiva.

Porque el voto nulo no es apatía. Es una bofetada al sistema, un recordatorio de que la democracia no puede seguir siendo un simple trámite de conteo de votos que terminan en el cesto de la indiferencia. Es la prueba de que los partidos ya no representan, que los liderazgos envejecieron, que las instituciones hablan un idioma que la gente no reconoce.

El voto nulo mayoritario debería obligar a reformas profundas:

· Nuevas elecciones con otros candidatos.

· Renovación forzosa de partidos que ya no representan.

· Mecanismos de democracia directa que devuelvan la voz al pueblo.

Hasta ahora, las élites se han aferrado a las reglas escritas. Pero la legitimidad no está en los códigos, está en la calle.

Y cuando un pueblo dice "ninguno", ningún gobierno puede proclamarse victorioso sin aceptar que gobierna sobre ruinas.

¿Está el pueblo condenado a elegir siempre al menos "pior" como decía el Chavo del 8? ¿O llegó la hora de exigir que el voto de protesta, cuando es mayoritario, tenga consecuencias tangibles y obligue a una verdadera renovación política?

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