Recapitulando medio siglo

Martes, 22/07/2025 05:30 AM

Desde 1978, año de la llamada Transición española —del franquismo a una democracia más aparente que real—, han pasado 47 años. En ese tiempo he escrito 3.484 crónicas: una media de 47 por año.

Mi espíritu siempre ha sido animoso. Valoro intensamente incluso lo insignificante: la vida, la sociedad, la Naturaleza, el Arte —y en especial la música—. Sin embargo, he padecido mucho este casi medio siglo. Lo he sufrido porque la mayor parte de los acontecimientos políticos, tanto nacionales como internacionales; la mayoría de los hechos sociales; las noticias relacionadas con el clima y el deterioro de la Naturaleza… han colisionado contra mi concepto de ética, de estética y de armonía.

Mi generación vivió sumida en un régimen totalitario durante cuarenta años. Las libertades cívicas, formales al fin y al cabo, estaban anuladas. Pero la justicia ordinaria —y por supuesto, también la del tribunal especial que juzgaba insurrecciones, el odioso TOP— funcionaba en general conforme a las leyes. Como diría Cervantes, regía "en sus propios términos". Carecíamos de información, pero sabíamos bien a qué atenernos. No podría decirse hoy lo mismo en esta España convencionalmente demócratica.

Durante esas décadas, ajenos a una política que no existía, vivíamos bajo la amenaza de consecuencias sombrías si contradecíamos la ética religiosa del nacionalcatolicismo. No obstante, la España de los primeros diez años de dictadura distaba mucho de la de las tres décadas siguientes. No había divorcio, ni aborto legal —quien podía permitírselo viajaba a Gran Bretaña—. Pero se respetaban los derechos laborales básicos.

En definitiva, las diferencias esenciales entre una dictadura como la que vivimos y una democracia de partidos —no directa— como la vigente desde 1978, se resuelven en trazos políticos que, aunque en otros países funcionan, en España son escandalosos. Aquí, el absolutismo monárquico llegó hasta 1931. Luego vino una guerra civil, insólita en la Europa Occidental desde hacía siglos. Aquella guerra desembocó en una dictadura que paralizó durante casi medio siglo la natural evolución política, social y psicológica de la población española. Gran parte de los graves trastornos que sufre este país, aunque la mayoría no se percate de ello, trae su causa en esta clase de inmadurez sociológica.

Porque la llamada Transición fue, en realidad, otro fraude de autenticidad. Acostarse funcionarios, jueces, notarios, registradores o militares franquistas, y levantarse demócratas, es una pirueta de la que difícilmente podía salir un pacto social verdadero. Fue un tránsito manipulado. La Constitución fue redactada por siete "padres" sin participación alguna de las clases populares. Fue una elaboración minuciosa para garantizar dos cosas al franquismo: la continuidad monárquica—con el heredero preparado por Franco— y el predominio de las castas adineradas.

Además, en los días previos al referéndum constitucional, se extendió el rumor de que, si no se aprobaba, podría producirse un golpe militar. Fue una jugada maestra. Con cartas marcadas.

Durante este casi medio siglo, pocas cosas me han parecido gratas. Es verdad que los años desgastan. También que la ilusión —y digo bien: ilusión— de los 30, 40, 50 o incluso 60 años explica muchos comportamientos personales y políticos. Pero quienes no hemos perdido las facultades mentales caminamos hacia un escepticismo que termina siendo filosofía: la madurez completa. Ya no toleramos —salvo en la novela o en el cine— la fabulación. Percibimos con claridad los engaños, las tretas, las maniobras de los ilusionistas, y contemplamos la vida como es: descarnada.

Ni la publicidad, ni las ofertas, ni los recursos del mentalismo o del conductismo aplicados a la política o al mercado actúan ya sobre nosotros. Más bien los detestamos. Porque entre los políticos españoles no ha habido —ni hay— estadistas. Tampoco hay intelectuales. Y entre quienes viven del consumo voraz de la población, no hay compasión: el beneficio lo justifica todo.

En este marco de exceso de listeza y escasez de inteligencia verdadera, prospera la inestabilidad. No sólo en el clima y sus consecuencias —el calentamiento global, el retroceso de los glaciares, la conversión de los océanos en muladares, y el viaje hacia el abismo que espero no ver—, sino también en la vida emocional, en la paz, en la felicidad. En la vida.

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