Las aguas donde naufraga la ley

El cielo clausurado: crímenes, soberanía y la noche del Caribe

Viernes, 12/12/2025 09:27 AM

Soberanía, lenguaje y la última frontera de lo intolerable.

Hubo un tiempo -o quizá apenas una tregua- en que América Latina (AL) creyó haber salido del radar militar estadounidense. Hoy sabemos que fue un espejismo: la región vuelve a quedar suspendida bajo un cielo vigilado, forzada a distinguir si el próximo zumbido es un colibrí o un misil. El Caribe sur reaparece como sala de máquinas donde Estados Unidos (EE.UU.) calibra su diplomacia de pólvora, mientras los gobiernos locales apenas organizan silencios.

Bajo un cielo vigilado

Lo más atroz no es la magnitud del despliegue, sino su banalidad. Los ataques a embarcaciones civiles se informan como daños colaterales "por equivocación": un bote artesanal perforado, once muertos sin nombre, y todo presentado como rutina higiénica de un Estado que se arroga el derecho de limpiar mares ajenos. En videos que estremecen incluso a legisladores estadounidenses, dos náufragos inermes reciben la sentencia mortuoria: "matar a los sobrevivientes". La imparte Pete Hegseth, la ejecuta el almirante Bradley y la bendice, por acción u omisión, la sonrisa impasible de Trump, según The Washington Post.

A veces la historia no se repite: se degrada. Hegseth llegó a sugerir cortes marciales contra un senador retirado cuando seis congresistas recordaron que las órdenes ilegales deben rechazarse. No fue un exabrupto, sino el anuncio de un nuevo repertorio: la fusión corrosiva entre guerra interna y externa, donde la disidencia se vuelve sospecha.

Hay crímenes que exceden cualquier gramática doméstica. El asesinato del pescador colombiano Alejandro Carranza, hundido sin advertencia por una aeronave estadounidense, revela otra lógica: la de la potencia que decide quién vive y quién muere lejos de su territorio, sin razones ni responsabilidades. La región reaprende, letra a letra, el viejo alfabeto del terror: barcos hundidos, cielos sitiados, radares que confunden botes con enemigos. ¿Qué pueden hacer democracias débiles si ni siquiera Europa logra frenar su propia crueldad fronteriza?

Y como si eso no bastara, el 29 de noviembre Trump anunció que el espacio aéreo venezolano debía considerarse "cerrado en su totalidad": un acto de guerra sin amparo jurídico. Ni el Convenio de Chicago, ni la Carta de la ONU ni la jurisprudencia internacional admiten que un país clausure el cielo de otro sin conflicto declarado. El gesto inaugura un precedente peligroso: convierte el aire en un campo de batalla sin fronteras.

Las aguas donde la ley naufraga

Las reacciones fueron inmediatas y reveladoras. Venezuela denunció una violación flagrante del derecho internacional; Brasil habló sin rodeos de "acto de guerra"; Colombia eligió la tibieza burocrática de las frases neutras. No es un matiz diplomático: es una radiografía de fuerzas. En un continente cada vez más fracturado, las palabras ya no son declaraciones, sino alineamientos.

La declaración del Frente Amplio uruguayo se inscribe inevitablemente en ese clima. Señala que la clausura del espacio aéreo carece de base jurídica, y advierte sobre el uso extraterritorial e indiscriminado de la fuerza. No es solidaridad con un gobierno, sino defensa de un principio: la soberanía no es un menú opcional a gusto del violador. Allí donde se desdibuja, la región entera queda expuesta.

Pero nada de esto ocurre en el vacío. El Caribe vuelve a militarizarse sin necesidad de invasiones: basta la presencia continua de fragatas, radares y drones para que la excepción se vuelva paisaje. La ocupación ya no requiere botas, solo vigilancia. Los mares se llenan de advertencias silenciosas y las costas se convierten en fronteras móviles sin mapa posible.

Venezuela como umbral del hemisferio

Venezuela, entonces, reaparece como el núcleo simbólico de la disputa hemisférica. No por el desempeño de su gobierno, sino por su valor estratégico: es allí donde Washington mide obediencias y desobediencias. La transición que algunos imaginan -negociada, pactada, tutelada- no altera el punto central: lo que está en cuestión no es quién gobierne, sino quién decide las reglas del juego. Y ese centro de gravedad no está en Caracas.

El madurismo ofrece razones para rechazos varios, pero eso no convierte en virtuosa a la oposición que Trump pretende ungir como legítima. Ni unos ni otros expresan hoy un horizonte democrático digno de defensa irrestricta. Sin embargo, el derecho internacional no se reduce a simpatías políticas: ningún gobierno, por detestable que resulte, puede ser removido por misiles. La soberanía no es un premio: es un límite.

EE.UU. ya no necesita justificar sus acciones: le basta con imponerlas. El lenguaje técnico, los eufemismos y la lógica del "riesgo inminente" sustituyen a toda prueba. Así, operaciones letales se registran como maniobras de rutina y los cuerpos desaparecen entre coordenadas. La fuerza se vuelve autolegitimada porque se considera tribunal de sí misma. No hay adversarios políticos ni territorios soberanos: sólo "objetivos" que pueden ser neutralizados. Mientras tanto, en el interior político de EE.UU madura una semilla peligrosa: la de la eugenesia reactualizada. No es metáfora: el movimiento MAGA reivindica abiertamente jerarquías biológicas, purismos raciales y una estética de superioridad moral que transforma la violencia en destino. En esa lógica, asesinar náufragos no es un crimen: es un acto higiénico, un gesto profiláctico en la lucha imaginaria contra "los bárbaros del sur". La frontera deja de ser línea y se convierte en doctrina. La guerra deja de ser excepción y se convierte en cultura. Y en esa cultura, los latinoamericanos -seamos migrantes, pescadores o simples habitantes de nuestras ciudades- quedamos inscritos en el lado equivocado de la especie.

Trump capitaliza esta maquinaria. La convierte en espectáculo, pedagogía del miedo y demostración de poder. Su proyecto no maquilla la violencia: la celebra. Cada ataque sirve para reafirmar la idea de una nación que actúa sin límites, ya no en nombre de la democracia, sino de su propia supervivencia imaginaria. El militarismo adopta un tono mesiánico que borra cualquier distinción entre seguridad y venganza.

Brasil comprende la gravedad del momento. Intentar una equidistancia forzada lo obliga a caminar sobre brasas: condenar sin romper, advertir sin confrontar. Pero incluso esa prudencia empieza a agotarse. Una intervención en Venezuela arrastraría a potencias globales y fracturaría por décadas la gobernanza regional. El asesor de Lula, Celso Amorim no dramatiza: describe un riesgo real, latente, cada vez más palpable.

La oposición venezolana tampoco ofrece un horizonte emancipador. Parte de sus dirigentes deposita más fe en la intervención extranjera que en la organización interna, como si la historia latinoamericana no fuese un archivo de tragedias. Esa confianza en la tutela de otros reproduce, por otra vía, el mismo desprecio por la soberanía que critica en el madurismo. La democracia y las libertades no se importan en contenedores ni se construyen con misiles: se conquistan desde abajo o no llegan nunca. Cuando la salida se imagina como desembarco, el presente deja de ser transición para convertirse en ensayo general de dependencia.

Entre ambos polos -el autoritarismo interno y la tentación intervencionista- la sociedad venezolana queda atrapada en una doble intemperie. Padece bloqueo, inflación, éxodo y represión, mientras se cierne sobre ella la posibilidad concreta de una guerra que convertiría al país en tablero ajeno. No hay épica en ese horizonte: solo vulnerabilidad y desamparo. Antes de que Trump clausurara el cielo venezolano como quien baja una persiana, otro presidente había decidido clausurar el suelo mexicano para anexárselo entero. Las intervenciones estadounidenses del siglo XIX, que devoraron territorios y poblaciones, fueron el acta fundacional de una política exterior que se perfeccionó con los marines en Centroamérica, los desembarcos en el Caribe, las invasiones a Panamá y Granada, el Plan Cóndor y la diplomacia del ALCA. En esa continuidad, el presente no sorprende: actualiza.

La historia regional muestra que ninguna intervención estadounidense produjo estabilidad. Todas dejaron ruinas, gobiernos tutelados, desplazamientos y décadas de violencia. La doctrina del enemigo externo opera como un molde reciclable: sirve para reorganizar territorios según intereses estratégicos. Hoy Venezuela se ubica en la línea exacta donde pasado y presente se superponen con una nitidez que incomoda.

Que esta crisis emerja en un continente políticamente fracturado agrava el escenario. Las derechas apoyan la intervención si erosiona a sus adversarios; parte de las izquierdas duda en condenarla por temor a ser identificada con el madurismo. En esa vacilación, la región pierde una oportunidad histórica de afirmar un principio básico: la soberanía no puede depender del capricho de un tercero.

Si AL renuncia a defender el principio de no intervención, abrirá una puerta que luego no podrá cerrar. Hoy es Venezuela; mañana puede ser cualquier país cuya política incomode a Washington. Las etiquetas se adaptan según la necesidad del momento -narcotráfico, terrorismo, corrupción, crisis humanitaria-, pero el mecanismo es siempre el mismo: declarar una excepción para ejercer la fuerza sobre territorios ajenos. La región pasaría de ser sujeto de derecho a espacio disponible, un mapa recortable en función de los miedos y deseos de otro distante.

Cada misil que cae sobre una embarcación indefensa perfora también el precario equilibrio de tratados, convenciones y pactos que deberían -al menos en teoría- impedir que un líder trastornado decida quién vive y quién muere más allá de sus fronteras. La ONU calla con el aire exhausto de una institución que sobrevivió a demasiadas guerras, pero no a la desobediencia sistemática de quienes se suponía debían sostenerla. La OEA confirma su irrelevancia con una mueca administrativa que no alcanza ni para disfraz de condena. En este escenario, el derecho internacional parece una arquitectura vacía, una catedral sin fieles donde las normas resuenan sin destinatario.

Las palabras quebradas del derecho

Nada de esto debería sorprender. Cada vez que un gobierno estadounidense enfrenta una crisis interna, recurre al enemigo externo para recuperar cohesión. AL ha sido siempre un blanco disponible: cercano, vulnerable y fácil de etiquetar. La novedad no es la agresión, sino su transparencia: Trump no disimula su desprecio; lo exhibe como un atributo de liderazgo.

La cuestión central no es qué hará Washington, sino qué hará AL ¿Será capaz de articular una respuesta colectiva? ¿Podrá defender el derecho internacional sin caer en simpatías automáticas ni silencios tácticos? La crisis venezolana funciona como espejo: en él se refleja la arquitectura política que la región será capaz -o incapaz- de construir.

La experiencia reciente muestra que la omisión es una forma de complicidad. La tibieza ante la masacre en Gaza anticipa un comportamiento similar frente a la militarización del Caribe: condenas abstractas, gestos mínimos, silencios que habilitan. Si la región no defiende el principio que prohíbe el uso unilateral de la fuerza, todo el edificio normativo que la protege se volverá decorado.

A esta parálisis se suma otra menos visible: la erosión del lenguaje. Términos como "interdicción" o "neutralización" reemplazan palabras capaces de nombrar la violencia -invasión, asesinato, crimen-. El léxico técnico deshumaniza los hechos y oscurece responsabilidades. La barbarie se vuelve estadística; el lenguaje, convertido en cómplice involuntario del encubrimiento.

Por eso urge recuperar el sentido original de las palabras. Llamar invasión a la invasión, asesinato al asesinato y crimen al crimen no es un gesto moralista, sino una defensa mínima de la política como herramienta para comprender el mundo. Cuando el léxico técnico sustituye a la experiencia humana, la violencia se vuelve paisaje y la injusticia adquiere una serenidad peligrosa. Sin claridad conceptual, cualquier discurso sobre derechos humanos se convierte en liturgia vacía y repetitiva, un sonido que resuena sin cuerpo bajo el fuego de los drones.

En este escenario, la voz latinoamericana debería sonar con firmeza. No para respaldar a un gobierno, sino para resguardar un principio sin el cual el continente queda inerme: ningún país puede ser disciplinado por la fuerza. La historia regional es también la historia de la resistencia. Y cada vez que la memoria se debilita, los viejos proyectos de vasallaje reaparecen con nuevos uniformes, nuevos tratados, nuevas bases y el mismo desprecio de siempre por la vida de quienes habitan estos territorios. El escritor Jorge Majfud, en su monumental libro La frontera salvaje lo formula sin rodeos: EEUU es un país que se narra a sí mismo como misión civilizadora, pero que se comporta como maquinaria de exclusión. De esa matriz surge la facilidad con que se justifican ejecuciones extrajudiciales, sanciones económicas que destruyen pueblos enteros o invasiones presentadas como actos de caridad geopolítica. En el fondo, lo que retorna no es el viejo imperialismo: es su versión desvergonzada, una que ya no necesita excusas, ni siquiera metáforas morales.

Palabras rescatadas para iluminar la noche

Por eso, frente a la oscuridad que avanza sobre el Caribe, el gesto más elemental vuelve a ser el más decisivo: nombrar, resistir, discutir. No repetir consignas, sino imaginar una región capaz de defender su soberanía sin renunciar a su pluralidad. El futuro no está escrito: lo moldeará la capacidad de impedir que el miedo organice el mundo. No es casual que el caso venezolano haya sido elegido como escenario de esta pedagogía. Es lo suficientemente débil para resultar vulnerable y lo suficientemente simbólico para enviar un mensaje a toda la región. Si Washington logra imponer su narrativa, el resto de AL quedará advertido. Si encuentra resistencia, la disputa abrirá un nuevo capítulo de confrontación geopolítica cuya escala aún no imaginamos. Defender a Venezuela hoy es también defenderla de sus propios verdugos internos. El análisis del madurismo deberá quedar para otra oportunidad. Venezuela queda atrapada entre dos espejos deformantes (madurismo y machadismo). La soberanía latinoamericana no puede depender de la pureza de un gobierno -ninguno la tiene- sino de un principio irrenunciable: ningún poder externo puede bombardear embarcaciones, asesinar personas sin debido proceso (¡ni tampoco con él!), o movilizar portaaviones en aguas internacionales para disciplinar a un país que no encaja en su arquitectura de mando. Por eso es vital despegarse de ambos polos. Defender la soberanía de Venezuela no es defender a Maduro, ni rechazar la intervención militar equivale a aceptar la agenda de Machado. Ambas opciones conducen, por rutas distintas, al mismo precipicio: una Venezuela sin autodeterminación.

El desafío, entonces, no es elegir entre gobierno y oposición, sino entre dependencia y soberanía. Y es precisamente ahí -en esa cuerda fina donde la crítica se vuelve, también, responsabilidad histórica- donde AL debe recuperar una voz propia: no para avalar gobiernos fallidos, no para bendecir oposiciones tuteladas, sino para recordar que la soberanía no se negocia, no se terceriza y no se subcontrata. Es en este punto donde conviene revisar la experiencia histórica. La doctrina del "enemigo externo" ha sido siempre la fachada para reorganizar territorios ajenos según intereses propios. Venezuela corre hoy el riesgo de convertirse en el próximo capítulo de esa larga tradición.

Si AL logra sostener esa conversación -crítica, diversa, insumisa- quizá aún pueda evitar que el Caribe vuelva a ser un laboratorio de sometimiento. Tal vez quede espacio para una política que no necesite uniformes ni amenazas, y para un continente que se piense a sí mismo antes de aceptar que otros lo piensen por él. Y sin embargo, lo más preocupante no es la fuerza del imperio, sino la debilidad de quienes deberían oponérsele. AL ha visto este paisaje antes: intervenciones en Nicaragua, Cuba, República Dominicana, México, Panamá. Más de cuarenta intervenciones en menos de un siglo. Y aun así, cada generación parece condenada a sorprenderse ante la reincidencia. Como si la memoria fuera un lujo. Como si no supiéramos que la historia -cuando no se asume- vuelve siempre con más violencia. Lo del Caribe no es un episodio aislado: es un síntoma. Es el anuncio de un orden hemisférico donde el derecho es accesorio y la vida latinoamericana, descartable. Washington no concibe la soberanía latinoamericana como un dato, sino como una concesión revocable. La retórica del "narcoterrorismo" cumple la misma función que antes cumplían el anticomunismo o la defensa de la democracia: habilita la excepción. Bajo esa categoría difusa, cualquier territorio puede convertirse en teatro de operaciones y cualquier gobierno en sospechoso. El derecho se vacía; la fuerza lo ocupa.

No se trata solo de denunciar los crímenes cometidos en el Caribe, sino de nombrar con claridad la disputa que los habilita. El militarismo de Trump no es un exabrupto personal: es el núcleo de un proyecto que pretende redefinir la relación entre EE.UU.y el continente. Un proyecto que combina nostalgia imperial, supremacismo y cálculo electoral. Nada de esto debería sorprender si atendemos a la trayectoria histórica. Lo que hoy se juega en Venezuela no es el futuro del chavismo, sino el futuro de la soberanía continental. Si la región renuncia a ese principio, abrirá una puerta que difícilmente pueda cerrar. Hoy es Venezuela. La legitimación ideológica del ataque se definirá según la necesidad del momento: narcotráfico, terrorismo, corrupción o cualquier etiqueta disponible. Las justificaciones cambian; el objetivo permanece. A esta crisis se suma otra más profunda: la ya mencionada crisis del lenguaje. Las palabras que antes nombraban con precisión la violencia están siendo reemplazadas por eufemismos técnicos que la despojan de responsabilidad humana. Formas de borrar el cuerpo que cae al agua y el dedo que aprieta el gatillo. La barbarie se vuelve estadística. Por eso es urgente recuperar el sentido original de las palabras. El lenguaje es también una frontera: cuando se derrumba, la violencia se vuelve paisaje y la injusticia, costumbre.

En estas circunstancias, la voz de AL debería sonar con firmeza. Tal vez por eso, frente a la oscuridad que avanza sobre el Caribe, el acto más elemental vuelva a ser el más decisivo: nombrar, resistir, discutir. Para impedir que el miedo nos dicte el abecedario y que otros nombren, en nuestra voz, el mundo que habitamos. La historia no está escrita. Si AL no escribe su propio destino, otros lo escribirán con tinta ajena y pólvora propia.

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