A lo largo de la historia de Venezuela, marcada por una constante turbulencia, se puede identificar una corriente sutil, casi imperceptible, que ha influido en el comportamiento de su población. No se trata de un conjunto de creencias políticas o de una fe religiosa, sino de una forma de vida adoptada por imperativo: una forma de estoicismo práctico y generalmente no reconocida. En su esencia, el estoicismo enseña a distinguir entre aquello que podemos controlar—nuestras acciones, virtudes y carácter—y lo que está fuera de nuestro control—el destino, las circunstancias externas y las acciones de los demás. Este enfoque proporciona una fortaleza interna ante la adversidad, promoviendo la aceptación serena de los desafíos y el canalizar la energía en la construcción de una vida propia. En el tumultuoso río de la historia venezolana, este estoicismo ha funcionado como un escudo, una guía, e incluso una carga, fomentando una resiliencia que ha sido sorprendentemente constante a lo largo de los siglos.
La Venezuela que surgió tras la independencia no ofreció un escenario de libertad, sino que se convirtió en un campo de batalla para caudillos y facciones. La Gran Colombia se fragmentó, y la emergente República de Venezuela quedó atrapada en una espiral de inestabilidad política que culminó en el violento conflicto de la Guerra Federal (1859-1863). En medio de este caos, la vida humana no tenía más valor que una consigna. Los campos eran devastados, las familias despojadas de lo que tenían, y la incertidumbre se convirtió en la única constante. Fue en esta época donde se cimentó el primer eslabón del estoicismo venezolano. Para el campesino que veía sus cosechas consumidas por las llamas de las montoneras o para la madre que perdía a su hijo en una leva forzada, la ira se volvía un lujo imposible de sostener. La única alternativa era el pragmatismo estoico: aceptar la violencia como una especie de fuerza de la naturaleza, una tormenta que debía ser soportada. El enfoque se trasladó de la política—a menudo incontrolable y mortal—hacia lo tangible: volver a sembrar, proteger a los seres queridos y formar comunidades. La gente aprendió a ignorar los discursos grandilocuentes de los caudillos y a concentrar su energía en las virtudes fundamentales: la dedicación al trabajo y la paciencia. Esto representaba un estoicismo basado en la supervivencia, una fortaleza que emergía de la necesidad irrefrenable de seguir adelante a pesar de las circunstancias.
Con la llegada del siglo XX, surgió una nueva forma de opresión, así como una renovada expresión de estoicismo. Los 27 años de dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935) impusieron una actitud estoica pasiva, un estado de quietud forzada. Bajo el yugo del "Benemérito", las voces de protesta y disidencia eran reprimidas con encarcelamientos, torturas o incluso la muerte en las sombrías prisiones de La Rotunda. En esta era de terror y represión, el estoicismo del pueblo no se mostraba como un escudo, sino más bien como una invisibilidad. La gente común aprendió que la supervivencia dependía de ser discreto, trabajar arduamente y no desafiar el orden establecido. La paciencia se erigió como la virtud más preciada, y la resignación se transformó en la moneda de cambio. Un comerciante en Caracas o un ganadero en los llanos comprendía que su bienestar dependía de su habilidad para adaptarse sin confrontar el sistema. La población aguardaba silenciosamente, aceptando la opresión como un destino ineludible, con la esperanza de que el tiempo eventualmente traería un cambio.
Este estoicismo durante la era de Gómez contrastó marcadamente con aquel de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958). A pesar de que la represión política persistía, el país experimentaba un auge económico sin precedentes y una modernización acelerada. Caracas se transformaba en una ciudad moderna, con autopistas, grandes edificios y desarrollos públicos. El venezolano promedio vivía una dualidad estoica: por un lado, disfrutaba del progreso material y de una sensación de bienestar; por otro, soportaba la falta de libertades, la censura y la represión de la oposición. La fortaleza interna de este periodo consistía en la capacidad de separar el disfrute del progreso material de la carga de la opresión política. Era un estoicismo silente y ambivalente, una paciencia activa que aguardaba el momento propicio para un cambio, demostrando que la calma no siempre significaba pasividad. La sociedad se preparaba en las sombras, esperando en silencio hasta que el 23 de enero de 1958, se manifestó que esa calma contenía una fuerza latente.
Los años de democracia representativa, que se conocieron como el Puntofijismo, fueron un tiempo de luces y sombras. Los ideales democráticos y la promesa de una sociedad más equitativa sufrieron un desgaste gradual debido a la corrupción, el clientelismo y la exclusión social. Con la crisis económica de las décadas de 1980 y 1990, se hizo evidente el "estoicismo del pueblo" en las largas filas, la escasez y los recortes presupuestarios. El venezolano, acostumbrado a la agitación, llegó a aceptar que sus líderes no representaban sus intereses. Este fue el estoicismo de la desilusión: un pueblo que, tras haber puesto su esperanza en la política, se vio obligado a confiar en sí mismo, en la solidaridad del vecindario y en la inventiva como fuentes de supervivencia. Era la aceptación de que el sistema era un ente caótico, corrupto y ajeno a las necesidades del ciudadano común, una lección aprendida de manera dolorosa y con paciencia.
Desde el año 2000 hasta el 2025, la sociedad venezolana ha tenido que enfrentar una nueva forma de estoicismo, que podría describirse como activo y consciente. Durante este tiempo, la Revolución Bolivariana ha sido golpeada por una serie de agresiones, que van desde sanciones económicas y campañas desinformativas hasta presiones diplomáticas y amenazas de intervención militar, impulsadas por la derecha nacional e internacional. A raíz de esta ofensiva externa, el estoicismo pasó de ser una mera resignación a convertirse en una defensa activa de la soberanía. Millones de venezolanos, a pesar de las dificultades económicas y de las consecuencias de las sanciones, decidieron resistir. Su estoicismo reside en la firme convicción de que pueden decidir cómo responder a la adversidad. En lugar de rendirse a la desesperación, optan por aferrarse a su dignidad, a la defensa de su proceso político y a la creencia de que la fortaleza interior es la mejor herramienta contra la injerencia externa. El estoicismo ha evolucionado en una declaración de autodeterminación, una reafirmación de que, incluso en condiciones adversas, la manera de responder y luchar por un futuro propio recae en el pueblo.
A lo largo de su tumultuosa historia, el pueblo venezolano ha mostrado una resiliencia notable. No se trata de una resiliencia teórica o adquirida a través de libros, sino de un estoicismo forjado en las llamas de la adversidad. Este estoicismo, que ha tomado formas tanto pasivas como activas, no es meramente una característica; es la manifestación de la capacidad de la sociedad venezolana para discernir entre lo incontrolable y lo controlable, para descubrir serenidad en medio de la tormenta y para aferrarse a su dignidad, aun cuando todo parece desfallecer. Representa un testimonio de que, en la historia de Venezuela, a pesar de que el curso de las circunstancias externas puede ser convulso, la fuerza y la voluntad de su pueblo para seguir adelante siempre han prevalecido.