Crónica para un Santo Urbano

Por la memoria de José Gregorio Hernández y la Caracas que lo vio partir

Jueves, 23/10/2025 12:48 PM

En la Caracas de finales del siglo XIX y comienzos del XX, el aire olía a tinta fresca y a café recién colado. Las imprentas zumbaban como colmenas, los tranvías chirriaban sobre rieles coloniales, y los pregoneros mezclaban noticias con versos. Era una ciudad en transición: entre la república rural y la modernidad que se asomaba tímida por los balcones de El Silencio y las tertulias del Café de Ávila. Fue en ese paisaje de adoquines y esperanzas donde caminó José Gregorio Hernández Cisneros, nacido en Isnotú en 1864, pero adoptado por Caracas como su médico, su místico y su hombre de

ciencia. Estudió en la Universidad Central de Venezuela, donde fundó las cátedras de bacteriología, fisiología e histología. Luego partió a París, y regresó con el alma dividida entre el microscopio y el crucifijo.

Vestía con sobriedad, hablaba con dulzura, y atendía a los pobres sin cobrarles ni preguntarles. En los barrios de San Juan y La Pastora, su nombre era sinónimo de alivio. En los pasillos del Hospital Vargas, era el médico que llegaba antes que el sol. En las iglesias, era el laico que soñaba con ser sacerdote, pero que entendía que su vocación era sanar cuerpos y almas.

Mientras él curaba, Caracas se agitaba. El país vivía bajo el mando de Juan Vicente Gómez, y aunque la represión política era dura, la ciudad bullía de intelectuales, poetas y periodistas. En las páginas de El Cojo Ilustrado y La Revista Moderna, se debatía sobre el positivismo, el modernismo y la identidad nacional. José Gregorio, sin escribir manifiestos, encarnaba una ética silenciosa: la ciencia como servicio, la fe como ternura.

El 29 de junio de 1919, la ciudad se detuvo. El primer automóvil que cruzó la esquina de La Pastora lo arrolló mientras iba a comprar medicinas para una paciente. Murió de una hemorragia cerebral. Tenía 54 años.

Los periódicos reseñaron su muerte con asombro y reverencia. El Universal tituló: "Ha muerto el médico de los pobres". La Religión lo llamó "el santo civil". Las esquinas se llenaron de velas, los hospitales de oraciones, y los altares improvisados comenzaron a multiplicarse como flores en duelo.

Caracas lloró como se llora a un padre bueno. Y desde entonces, cada calle por donde pasó, cada enfermo que tocó, cada estudiante que formó, quedó impregnado de su presencia. No fue canonizado por Roma sino por el pueblo, que lo convirtió en estampita, en promesa, en susurro.

Hoy, cuando su nombre resuena en clínicas y capillas, cuando su rostro aparece en murales y en sueños, recordamos que José Gregorio Hernández no solo fue médico: fue el alma ética de una ciudad que aprendía a vivir entre la modernidad y la fe.

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