En el arranque del nuevo régimen en 1978 ya estaban, a la vista de cualquiera que quisiera ver, las claves del medio siglo siguiente. Nada sorprende hoy: sólo se cumple aquello que quedó sellado desde el primer día.
El pueblo, aturdido y con miedo, también tiene su coartada. Se votó aquella Constitución con el aliento de un posible golpe militar en la nuca. En esas condiciones psicológicas sólo pensaba en salir de la asfixia: cuatro décadas sin respirar política, y de repente se le ofrecía aire. No estaba para sopesar nada más. No podía imaginar lo que se les venía a las generaciones siguientes.
Durante años se repitió en voz baja que la política se judicializaba y la justicia se politizaba. Era una frase hecha, un susurro resignado. Pero en 2025 ya no hablamos de una deriva: hablamos del derrumbe del Estado de Derecho. Y el detonante lo ha activado el Tribunal Supremo con una sentencia que no desentonaría en la Alemania de 1933.
Condenan al Fiscal General, lo inhabilitan dos años y le imponen una indemnización grotesca de 7.500 euros. No buscan reparar nada: buscan humillar. Humillarle a él y a todo lo que representa el poder ejecutivo, hoy encarnado por un partido que para ellos ya es enemigo declarado. La fecha de publicación —20 de noviembre— es un bofetón simbólico: la justicia española homenajeando al franquismo. Ya ni disimulan. Gobiernan desde la nostalgia del totalitarismo y con la impunidad del que se sabe intocable.
Pero esta función no empieza hoy. Su raíz está en el barro de 1978. Aquella Constitución "modélica", escrita entre franquistas reciclados y opositores domesticados, consagró lo que ahora vemos: un aparato judicial formado por miles de jueces que aprendieron derecho bajo el aliento del dictador, se acostaron servidores de la dictadura y amanecieron demócratas por decreto. No hubo limpieza: hubo maquillaje. Y el maquillaje termina siempre cuarteándose.
Ahora vemos el rostro verdadero del país: un poder judicial que nunca dejó de ser franquista en mentalidad, reflejos e instinto dominador. Envalentonado, ha pasado al ataque. El primer aviso —y nadie quiso leerlo, ni periodistas, ni intelectuales— fue la ignominia del Procés, que ya dejaba claro el talante autoritario del estamento togado.
La sentencia contra el Fiscal no es un fallo: es una toma de poder. Es una declaración hostil del clero laico que viste toga contra la democracia que finge proteger.
España está secuestrada no por militares, sino por una casta judicial que usa la ley como arma para triturar cualquier autonomía política que no se le arrodille. La ultraderecha no ha necesitado golpear la puerta: ha delegado el golpe en los magistrados del Supremo, viejos guardianes del franquismo reciclados en garante institucional. Hoy las sentencias hacen lo que antes hacían los tanques.
El país que fracasó en 1978 vuelve a su cauce. España regresa a su forma predilecta de autoritarismo con olor a sacristía, nacionalcatolicismo rejuvenecido y una élite judicial que se siente investida por Dios para decidir quién vive políticamente y quién debe ser purgado.
Esto no es un tropiezo. Es la confirmación final: el franquismo nunca murió. Hizo una pausa técnica. Y ha vuelto a ocupar su trono, togado, solemne, impune. Más peligroso que nunca.