Ilusión de lo nuevo

Semiótica del reloj

Jueves, 25/12/2025 09:41 AM

Ese sentido que le damos al tiempo no se agota en la sucesión de segundos ni en la obediencia mecánica a un calendario; es una construcción histórica, simbólica y material que organiza la vida social, las expectativas y las promesas. El año nuevo significa tanto para tantas personas porque condensa, entre fenómenos múltiples, un umbral arbitrario pero poderoso, la ilusión de recomenzar, de limpiar cuentas con el pasado y de renegociar el vínculo entre lo que somos y lo que deseamos ser. Y es una línea de fuga histórica.

No es que el mundo cambie de naturaleza cuando el calendario avanza un dígito, sino que cierta parte la conciencia cultural colectiva necesita marcas para narrarse a sí misma, para producir sentido donde la continuidad abruma. La dialéctica de las manecillas expresa esa tensión, giran sin cesar, regresan al mismo punto, pero nunca son las mismas; se repiten y a la vez avanzan. Ley y propiedad de la materia que abruma con su inmensidad a no pocos empeñados en controlarla.

En ese movimiento incesante que nos inquieta obligándonos a mirar hacia adelante, se cifra una pedagogía social del tiempo, no poco pretenciosa, que nos ilusiona creyendo que aprendemos a medirlo como algo externo, objetivo, exacto, mientras lo vivimos como experiencia interna, desigual, cargada de afectos y a veces angustias. El año nuevo funciona como un rito laico que ordena esa contradicción promete novedad en una estructura que se parece repetirse, ofrece cambio en un sistema de continuidad desbordante. Por eso los abrazos, los brindis y los propósitos no son gestos ingenuos, sino actos simbólicos que disputan el sentido del futuro frente a la inercia del presente.

Las manecillas, al marcar la medianoche, no solamente informan una hora, exhiben un pasaje, autorizan socialmente la esperanza, legitiman el deseo de que lo que no fue pueda ser. Sin embargo, esa esperanza convive con la disciplina del tiempo productivo, con el reloj que gobierna jornadas, salarios y rendimientos. El mismo instrumento que cronómetra la fiesta, regula la explotación; la misma medición que celebra el comienzo ordena la obediencia.

Ahí se revela la dialéctica del tiempo que es vivido como liberación y como mandato. El año nuevo magnifica esa ambigüedad porque concentra expectativas privadas y promesas públicas, balances íntimos y discursos oficiales. Se nos invita a pensar el futuro como una suma de voluntades individuales —mejorar hábitos, cumplir metas— mientras se ocultan las estructuras que condicionan esas posibilidades.

Así, el calendario puede convertirse en una coartada, si no cambió la vida, se dice, faltó empeño; si no llegó la felicidad, no se insistió lo suficiente. Pero también puede ser una herramienta crítica si se lo entiende como convención histórica, como acuerdo que puede resignificarse. Cuando las manecillas giran, no dictan destino, señalan una medida que la sociedad eligió y que la sociedad puede discutir.

El año nuevo, entonces, vale porque abre una conversación colectiva sobre el tiempo que queremos habitar. ¿Será un tiempo de repetición acelerada, donde cada ciclo reproduce las mismas desigualdades con nuevos disfraces, o un tiempo de transformación, donde la memoria del pasado informe decisiones distintas? La emoción que despierta ese cambio de fecha no es solo nostalgia ni simple optimismo; es la percepción, a veces confusa, de que el tiempo es una arena de disputa.

En la mesa familiar, en la plaza, en el trabajo, se cruzan relatos, lo que se perdió, lo que se espera, lo que se promete. La dialéctica de las manecillas enseña que no hay progreso sin conciencia del tiempo, ni novedad sin ruptura crítica con lo dado. Celebrar el año nuevo puede ser un acto de consumo vacío o un gesto de reapropiación del tiempo. Depende de si aceptamos el reloj como amo o lo asumimos como lenguaje. En ese borde ilusorio entre lo que termina y lo que empieza, la

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