¿Vertebrar a Venezuela o seguir muriendo de mengua?

Viernes, 12/12/2025 11:30 AM

Afirmar que Venezuela ha padecido las consecuencias de las revoluciones modernas sin haber tenido alguna de ellas para nada resulta hiperbólico. El ideario de la revolución francesa pronto llegó a nuestras élites mantuanas y apenas Napoleón invadió España aquí entramos en varias guerras al mismo tiempo: una civil primero como bien planteó Vallenilla Lanz, y luego, a esta se le yuxtapuso otra con España. Por si fuese poco, la tónica romántica y napoleónica se adueñó de nuestros militares y la guerra se extendió heroicamente por toda Sudamérica. Desde entonces la epopeya forma parte de nuestras narrativas, carácter epopéyico y barroco que en parte heredamos de la España que se quiso ver como hija de una cruzada contra los moros. Así se expresa en la Cruz de Santiago, apóstol de España: cruz y espada al mismo tiempo, fe y guerra contra los infieles. Este símbolo también nos ha perseguido a nosotros desde la emancipación, si bien en clave más secular: guerra para la liberación.

Las guerras independentistas fueron devastadoras para Venezuela, el propio Bolívar ya en sus últimas horas, y visto lo poco que quedó en pie, se preguntó por el sentido de lo logrado. El tránsito que comenzamos a partir de 1830, bajo una considerable inflación narrativa republicana, pero carente del tejido social y económico para sostenerla, nos habla de un país bien metaforizado por Pino Iturrieta como archipiélago. Falto de carácter orgánico, era archipiélago entre su aspiración moderna, republicana, y los medios para lograrla. Era archipiélago político, fragmentación que marca hasta hoy las tensiones entre centralismo y federalismo, pendular ideológico según el momento histórico entre compartir el poder por un pacto de caudillos o concentrarlo en manos de uno que salga triunfante de una de nuestras guerras civiles. Un país destruido, sin caminos, nunca muy estimado en su pasado por la metrópolis hispana para establecerse, con poca población para la extensión de su territorio y la existente diezmada por eternas endemias y un analfabetismo generalizado. Cabrujas, en su conocida entrevista, "El Estado del disimulo", nos recuerda que su madre para llegar a Mérida tenía que salir del país a Curazao y entrar de nuevo por el Zulia. Incomunicados florecía el caudillismo regional, factor de integración y mínima seguridad en un mundo desintegrado.

En este contexto, el caudillo y la madre se convirtieron en las instituciones integradoras en medio del caos político, militar, económico y social, instituciones muchas veces contradictorias con el ideario del Estado republicano, ideario que anhelaba frecuentemente el discurso oficial del propio caudillo, pero que en su actuar político, necesariamente autoritario en la Venezuela archipiélago, echaba por tierra los potenciales democratizadores de sus orígenes igualitaristas y populares. Por otra parte, muy estudiada está la estructura matricentrada (Vethencourt, Grusson, De Viana, Moreno, Hurtado) de la familia venezolana. La madre es la figura central y no pocas veces la única en una institución familiar sometida a los vaivenes de una sociedad en permanentes guerras intestinas, guerras que arrasaron una y otra vez los establecimientos familiares, especialmente en las regiones no protegidas por la geografía montañosa. Así, la integración de esta familia, indiscutible base primaria de la sociedad, acontece con una fuerte carga emocional, vertical en su relación interna, empobrecida en sus recursos económicos, sin mayor amparo del Estado. La figura del caudillo y de la madre se superponen y complementan. Se superponen en su verticalidad y emotividad, en su necesario comportamiento autoritario pero a la vez protector, paternalista (más bien maternalista); en su mantener en una perpetua minoría de edad (Kant) al hijo o al "pueblo". Se complementan en la medida en que el caudillo simbólicamente aparece como el padre perdido representando seguridad, integración. Se superponen en su reclamo de lealtad al grupo, al clan tribal, en su bloqueo a un êthos moderno fundado en relaciones abstractas, legal-racionales, como las de ciudadanía.

El tratamiento de estos temas corre el riesgo de quedar engarzado en prejuicios patriarcales, machistas, muchas veces enclavados con profundidad en reconocidas teorías como es el caso de muchas corrientes psicoanalíticas. Se precisa entonces aclarar que la atribución a la madre y a la mujer en general de caracteres más emocionales que racionales, de un êthos orientado al cuido y a la protección, se entreteje con el dominio patriarcal entroncado en la cultura. La mujer es formada por un "programa" sociocultural para la maternidad, la sensibilidad y el cuido. El varón es "programado" para la fortaleza, la racionalidad estratégica, para representar en esa racionalidad la ley, el orden legal-racional (Weber). Estas "programaciones", estos "softwares culturales" se despliegan desde todas las agencias socializadoras y cuentan con una larga tradición más que milenaria. Más allá del condicionamiento biológico hablamos aquí de un condicionamiento sociocultural. Dicho lo cual, la cuestión del matricentrismo y la matrisocialidad no resulta ajena a la consideración de que el déficit moderno, legal-racional de nuestras instituciones públicas, se fortalece con el bucle que se configura con el carácter autoritario, vertical y emotivo tanto del caudillismo como del matricentrismo. Vemos así que las figuras políticas y sociales calan en una cultura profunda, inconsciente, prerreflexiva y muy espontánea en sus procederes. Caudillismo y matricentrismo que integra tribalmente, en grupos gobernados por un êthos de la lealtad al jefe, y que por ello mismo se constituye frecuentemente en un obstáculo a la constitución de un êthos universalizador. Así, intuitivamente creo que puede captarse la complejidad de cómo lo simbólico y lo institucional se retroalimentan y fortalecen al articularse, también en forma retroalimentaria, con un contexto económico precario. Venezuela se quería también, siempre desde sus élites, una economía integrada liberalmente al mercado mundial. Pero lo que quedó en aquel país de 1830 no daba para eso. Sin capitales, sin población y con una precaria producción cuyos fuertes eran productos lujosos para el mercado mundial como el café, el cacao, los cueros o el añil, carente de relaciones salariales y monetarias, imperante la propiedad terrateniente obtenida como ganancia de las guerras, huérfana de cualquier financiamiento, aquella Venezuela siguió enfrentada por sus conflictos sociopolíticos, por sus guerras intestinas, siguió siendo por un siglo un país palúdico, un archipiélago demográfico y económico. Las intenciones de instituir una economía próspera e integrada al mercado mundial se desvanecieron por las adversidades históricas y los patrones socioculturales heredados. ¿Cambiaría esta situación una vez conjugados el triunfo de un caudillo sobre todos los demás con una nueva base económica con mayor fuerza financiera? ¿Cambiaría una vez llegada la economía petrolera bajo la égida de un poderoso gobernante, centralizador y modernizador del Estado en cuanto a la administración de su hacienda pública y de la Fuerza Armada Nacional? ¿Cambiaría con la larga hegemonía de Juan Vicente Gómez y su tribu triunfante?

La pregunta anterior admite diversas respuestas dependiendo de los aspectos que se analicen. De ahí su capciosidad. Mas su función retórica es pasar a otro capítulo de nuestra historia y las consideraciones que queremos poner sobre la mesa para repensar la integración sistémica y social nacional. Rodolfo Quintero, precursor de la antropología sociocultural venezolana, estudió los problemas de esta integración generados a partir de la implantación de la economía petrolera. En cierto modo hizo el antropólogo lo que el novelista Díaz Sánchez realizó con Mene: una aproximación etnográfica a la naciente sociedad venezolana del último siglo. Los escritos de Quintero sobre antropología del petróleo permiten reconstruir, a modo de una Matriuska, la formación del Petroestado a partir de la constitución de los primeros campos y las primeras ciudades petroleras. Destaca Quintero que el modelo petrolero se implanta en una economía y sociedad menguadas por los conflictos internos y sus consecuencias en la vida humana. Que se trata de un modelo que necesita de considerables inversiones de capital, de altas tecnologías sólo posibles por la inversión extranjera. Por otra parte, el campo petrolero demanda fuerza de trabajo calificada en diversos grados pero no muy cuantiosa. La economía petrolera produce desde temprano grandes ganancias y da atractivos beneficios a sus obreros y empleados en comparación con los obtenidos por los campesinos y capataces de las haciendas próximas, empobrecidos y en situación precapitalista y, en consecuencia, en condiciones de servidumbre. Pronto se vuelve el campo petrolero un polo de atracción para estos campesinos que en busca de un mejor futuro generan fuertes movimientos migratorios.

Los campos petroleros tienen un inmenso potencial de circulación monetaria pero poca capacidad empleadora. Así, alrededor del campo petrolero se constituye toda una economía marginal, informal, que presta diferentes servicios a los trabajadores con empleo formal, desde el chiringuito que vende desayunos hasta el prostíbulo en el que en sus ratos libres cohabitarán obreros nativos y gerentes extranjeros. Tenemos entonces un gran poder económico, que desplaza la precaria economía tradicional por el abandono de los trabajadores de los entornos rurales y la capacidad importadora de rentables empresas comerciales que pondrán en el mercado interno productos más competitivos que los locales, mas, insisto, es un poder económico, el de la industria petrolera, que emplea poco. Y sin empleo, y sin "siembra" de la renta petrolera (Adriani, Uslar), la integración social, y la sistémica nacional, siempre estará amenazada por las formas anómicas que se desprenden de la informalidad que se extiende por todos los márgenes del campo petrolera. La delincuencia y criminalidad más diversa prospera para hacerse con parte de la renta, para redistribuir la riqueza por medios ilícitos y degradantes. Es aquí donde entra la Matriuska, pues el modelo del campo petrolero, la Matriuska menor, genera una copia semejante en la ciudad petrolera, la Matriuska intermedia, y, luego, otro modelo económico y social similar a nivel nacional, la Matriuska mayor. El campo es polo de atracción, no emplea, genera cinturones marginales de miseria a su alrededor. Pasará en la ciudad, pues los campos, como Lagunillas por ejemplo, se volverán ciudades. Pasará, finalmente, en el país todo cuando comience a vivir de la renta del petróleo.

La anhelada "siembra" del petróleo nunca llegó a concretarse en la creación de un aparato productivo agropecuario e industrial nacional que sirviese de base a la creación de una Venezuela moderna que diese a sus trabajadores buenos empleos formales. No obstante, hay que decir que mucho se logró. El país dejó de ser palúdico y se volvió pionero a nivel mundial en la eliminación de muchas enfermedades endémicas. La transformación de la sanidad, con magníficos hombres como Gabaldón, duplicó en tres décadas la expectativa de vida del venezolano. El país se alfabetizó aceleradamente, se construyeron escuelas por doquier, se fundó el Instituto Pedagógico, la población universitaria se multiplicó geométricamente. Se llevó a cabo toda una revolución urbana, aunque nunca precedida por revolución agrícola ni revolución industrial alguna. Creció el sector terciario de la economía sin contraparte en los sectores productivos. Ciertamente el país se modernizó aceleradamente, las grandes autopistas, comparables a las de Los Ángeles ya en la década de los cincuenta, se cubrían de confortables vehículos y una red de carreteras permitió que se pudiera viajar de un lado a otro del país. Aeropostal fue una de las primeras aerolíneas comerciales del mundo, y la televisión llegó a pocos años de Estados Unidos y muy anterior a la mayoría de los países europeos. La autopista entre Caracas y La Guaira fue un espectáculo de ingeniería a nivel planetario con el túnel más largo sobre la tierra. El Aula Magna de la Ciudad Universitaria de Caracas, para la época el segundo auditorio con mejor acústica del planeta, se convirtió en orgullo arquitectónico de la nación y alojaría al poco de su inauguración a la Asamblea de la OEA para que se "pavoneara" el dictador de turno. Y estos son sólo algunos de muchos ejemplos de esa modernización.

Políticamente, y con base en las demandas de una pequeña clase media ilustrada que se venía formando desde inicios del siglo XX, se constituyó un sistema de democracia representativa que por primera vez en la historia republicana del país desplazaría a los militares del poder y comenzaría a pendular en una lógica bipartidista. Una sociedad civil incipiente comenzó a formarse en los núcleos urbanos, pero a diferencia de aquella pequeña clase media mencionada, los nuevos sectores medios crecían sin base orgánica en la economía productiva. Se desprendían de la extensión del Estado, han sido, en buena medida, una creación del Petroestado. Para aprovechar las cargas impositivas y regalías sobre las concesionarias petroleras este petroestado mantuvo históricamente sobrevalorado el bolívar. Expresión inicial de esta lógica fue el convenio cambiario Tinoco de 1934 que, a diferencia de las economías nacionales vecinas que devaluaban sus monedas nacionales para adaptar los sectores productivos al contexto de la Gran Depresión, aquí se ajustó el bolívar sobrevalorándolo dos veces ese año. Política cambiaría que condenaría históricamente la productividad nacional, pero política muy lógica si se piensa desde las necesidades sociales que aquel país palúdico y archipiélago tenía que atender desde el aparato estatal. La misma economía petrolera exigía para su buen desempeño que se satisfacieran dichas necesidades. Así, parece claro que la llamada "enfermedad holandesa" genera graves estados "febriles" en economías industrializadas cuando llega repentinamente una riqueza abundante en rentas sin contraparte productiva, pero puede generar síntomas más graves y destructivos cuando llega a economías miserables. La consecuencia ha sido la formación del Petroestado, favorecido por nuestras carencias y un contexto internacional de guerra fría que marcó pautas keynesianas en lo económico y de Estado benefactor en lo político.

Este Petroestado se extendió modernizando el país. En cierto sentido, con la renta compramos aeropuertos, hoteles en las alturas de las montañas, medios de comunicación y muchos otros bienes, pero no compramos lo que no se puede comprar: los bienes socioculturales de la modernidad, de sus relaciones abstractas de ciudadanía y de instituciones públicas reguladas procedimentalmente por formas legales racionales. Se configuró una democracia representativa y fue por décadas exitosa y vitrina latinoamericana, pero sus pies eran de barro como de barro eran también los pies de la sociedad civil. Al carecer de base productiva, la democracia estatal y la sociedad civil no disponían de medios para consolidarse y sostenerse autónomamente una vez entrado en crisis el modelo rentista. Dependían de esa renta y de las posibilidades que la misma ofrecía para mantener un consenso social y político comprado. Puede afirmarse que se compró integración social con renta. Más importante aún son los nudos culturales autoritarios y semitribales procedentes de nuestro tormentoso pasado. El Petroestado venezolano resultó paternalista y autoritario. Su poder financiero se conjugó con el juego electoral de la democracia representativa. La competencia partidista por el poder y las demandas profundas de una población marginalizada y de otra más reducida, middle class, que entraba en la lógica cultural de las modernas sociedades de consumo, reclamaban del juego político electoral más ofertas de bienestar y la competencia partidista estaba dispuesta en su sed de legitimación a ofrecerlas. Esta competencia electoral, la carencia de capitales privados y la estrechez productiva nacionales incrementaron el tamaño del Estado hasta que todo colapsó pues, para decirlo con Maza Zavala, en lugar de crecer éramos un cuerpo socioeconómico que engordaba, sin músculo y cada vez más demandante para los tiempos que habrían de venir. La socióloga Mercedes Pulido decía que el Estado venezolano se volvió tan poderoso que podía darle la espalda a la sociedad, y se la daba, salvo en los momentos de competencia electoral. Y se la dio con más fuerza a partir de los años ochenta cuando la quiebra del modelo rentista ya era evidente. Uslar señalaba que el Estado no vivía del trabajo de la sociedad sino que la sociedad vivía del Estado. Y a partir de los ochenta el Estado ya cada vez menos pudo sostener esa sociedad y mantener los consensos otrora "comprados" con renta.

La desintegración social y la desintegración sistémica se han vuelto crónicas a lo largo de nuestra historia. Urge una transformación radical, una que va más allá de cambiar el modelo de desarrollo económico. Hoy corremos el peligro de que nuevos actores políticos lleguen a Miraflores, de que las razones frías y estratégicas de una nueva geopolítica los pongan allí. Si es así, resulta lógico que estos actores se apoyen en la potencia hemisférica haciendo lucrativos sus negocios. ¿Y en qué otra cosa pueden ser lucrativos sus negocios si no es en la minería y los hidrocarburos? Negocios que, de nuevo, y en otro giro de la historia, darán platica sin empleos productivos y sin distribución de la riqueza. El país que hoy venden a futuro los actores políticos asociados al proyecto estadounidense parece tan miserable como el que hemos tenido y el que tenemos, el que el socialismo rentista llevó al paroxismo del petroestado expandiendo la pobreza y expulsando gran parte de su población a tierras ajenas. Entrampados entre un proyecto autoritario y entreguista a un imperio, ya completamente zombi, y otro proyecto también autoritario, emergente y entreguista a otro imperio, al país le urge construir su propio proyecto, uno que nazca desde las raíces mismas de su gente, que la empodere económica y políticamente, atendiendo a las vocaciones regionales tan diversas de nuestra nación. No es fácil, faltará mucha pedagogía social y financiamiento. ¿Podremos?

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