La espera. Una meditación antopológica

Miércoles, 19/11/2025 02:06 AM

Todos estamos esperando algo. Unos, con angustia; otros, con miedo. Según la distinción heideggeriana, el miedo se refiere a algo concreto: al malandro asesino, a que no alcance el "ingreso mínimo", al policía, a un accidente de tránsito, al perro bravo que nos ataca. Por el contrario, la angustia se presenta ante algo indeterminado, desconocido. Con la muerte, se puede sentir miedo, pero también sienten angustia quienes esperan algo más después de la vida. Precisamente, el no saber a qué viene esta angustia, es lo que la hace tan agobiante, sin rebajar el padecimiento propio del miedo. Incluso que no pase nada nos produce miedo y/o angustia.

El reverso de la angustia pudiera ser la esperanza. La dulce espera del bebé por venir, es la máxima representación de la esperanza. Cuando ambas, angustia o esperanza, quedan en suspenso o, peor, en nada, pueden resolverse en desesperanza o desesperación. La primera, es esa especie de profunda melancolía, modorra o tedio que nos produce la existencia misma, ante la comprobación de su absurdo, de su vacío de sentido, de la pérdida de la voluntad ante lo vano de cualquier esfuerzo, de la falta de significación que tiene cualquier cosa que intentemos. La desesperación, según el dicho, es la continuación lógica del mucho esperar. Es el estallido de cualquier acto que sabemos inútil, trágico, final. Por algo, el gran aprendizaje de Sidharta es saber esperar y ayunar. Saber esperar es toda una sabiduría. Tal vez a eso se refiere la sabiduría perenne que dicen los estudiosos que contienen todas las religiones, todas las fes.

Hoy, los venezolanos esperamos. Con matices que van desde la angustia hasta el miedo, todos estamos inquietos ante lo que olfateamos como un desenlace. No sabemos a qué temerle más, si a un desenlace o a la falta de alguno. La angustia de que, lo que parecía desenlace, nos arroje a otra espera, a algo indeterminado, indefinido, incierto. Vale la pena detenernos a meditar acerca de esa espera. No tengo nada que agregar a tantos análisis de escenarios que se han hecho, confrontando informaciones de última hora. Ya están hechos los FODA, ya se usó la IA, ya se aplicó la teoría matemática de los juegos. Los venezolanos y venezolanas como yo, aquí y ahora, somos estoicos a juro. Paciencia con lo que no podemos cambiar, nos dice una sabiduría milenaria.

La espera nos define hoy como venezolanos. La incertidumbre es nuestro signo. Más allá del "Alma Llanera" y la canción "Venezuela"; más allá del orgullo por Dudamel, comer arepas en el desayuno, o el pabellón con barandas, o la satisfacción de haber sido de la tribu de los "Damedos" o tener las mejores playas del mundo y un Salto Ángel único; más allá de las palabras características como patatús, yeyo, vaina, mamaguevo, coño, u otras que un gordito risueño nos dice, desde un reel de las redes, de que eso es identidad venezolana. Más allá del petróleo que estaba ahí sin ningún esfuerzo. Incluso más allá del mito épico fundador de que somos hijos de Bolívar, esa especie de Superhombre, o dios mismo, que se reencarna cada siglo en algún líder hablador.

Y si hablamos de ese, nuestro dios fundador, descubrimos, con el goce de la identificación con el Padre, que, como nosotros, era un gran impaciente. "Trescientos años de espera ¿no bastan?" es la arenga que viene al caso. Porque el miedo es a que todo empeore, esa seguridad de que todo empeorará si nada cambia, de que podría ocurrir que no pase nada y eso lo es peor que puede pasar. La angustia de que nos abramos a lo desconocido es casi un alivio. ¿Una guerra? ¿Acaso no hay una guerra desde hace tiempo contra la población, contra los que piensan distinto al Dictador? ¿Muertos? Ya ha habido bastantes.

"No se preocupe, ocúpese" nos dice un payaso, pero enseguida le descubrimos la intención de que la ocupación no sea precisamente develar la incertidumbre, sino tratar de convivir con ella, matando la impaciencia, muriéndonos de impotencia, sobreviviendo.

Cierto, Andrés, que hoy los venezolanos y venezolanas somos una especie de nómadas sin destino que llevamos en la maleta un país portátil, una Patria arrugada y doblada como sea junto a los pantalones en el bolso de viaje. Llegamos a cualquiera de los países vecinos, y pronto nos tratan como malhechores. Nos angustia la finalización del TPS en EEUU, tanto como la segunda vuelta en Chile, porque fue una oferta electoral la expulsión de los venezolanos. Como judíos en 1933, esperamos lo peor en todos los países donde llegamos, aunque nos resistamos y nos aferremos a una esperanza al rojo vivo, insoportable en la palma de la mano.

"Algo bueno tiene que pasar". Buen verso. Lo bueno sería la liberación de todos los presos políticos, que se revisen las actas que están allí y acá y se cuenten los votos del 28 de julio de 2024 como dice la ley, que queden invalidadas todas esas decisiones atroces, esas leyes írritas, que violan la Constitución y que han construido un entramado que nos hace irreconocible el país. Lo bueno sería recuperar la vigencia de la Constitución. Que se aplique la justicia a los que robaron, los que torturaron, los que asesinaron.

Pero esperar es una angustia, hay que asumirlo ¿Esperar quién sabe cuántos años más en una estrategia de "diálogo eterno", donde las exigencias apenas se susurren, se digan suavemente como en la canción, sobreviviendo un puñado de políticos profesionales que, como ya han perdido audiencia, se vengan haciendo una bulla cada vez más bajita?

¿Esperar una bomba? ¿Un asesinato? ¿Una invasión? ¿Una captura tipo Hollywood? Eso es ya la desesperación que ha causado el "por las buenas o por las malas". Porque no han dado alternativas. Hablemos de la banalidad de la espera, que la del mal, es peor. Es aceptar que ya estamos muertos y no hay nada más que esperar. Los muertos no esperan. Están más allá del miedo y la angustia. Esperar es de vivos. Esperar el nacimiento de un niño, es vivir. Esperar el retorno a la Patria, sacarla de la maleta al fin y construir el hogar que nunca debió ser doblado, reducido, introducido entre las prendas íntimas. Esperar la liberación del padre, el hijo, la hermana, la madre, la vecina, el amigo, la abuela, es vivir.

La espera es el borde donde vivimos. El borde que somos. A punto de ser quién sabe cuándo. Eso es lo somos hoy, venezolanos de todo el mundo. Esperamos por Venezuela, con miedo y con angustia, porque hay temores muy concretos, pero también incertidumbres que todavía no tienen rostro.

Tantos análisis hechos. Tantos escenarios valorados de acuerdo a criterios ampliamente discutidos. Tantas perspectivas revisadas. Y todo significa una espera, la sabiduría de Sidharta. Y todo para afirmarnos en que, incluso la paciencia más sabia, es impaciente, y sabrá enfrentarnos a las incertidumbres, los miedos y las angustias, ocupándonos en lo que todavía no es. Como una nueva criatura.

 

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