Comparar a un francés o a un inglés con un español revela, como pocos ejercicios, la raíz de los problemas crónicos que arrastra España desde hace siglos. Problemas emboscados, disimulados, que no remiten. Siguen ahí, latentes, porque este país es incapaz de producir un carácter nacional definido, unívoco. Donde Francia o Inglaterra tienen una línea de fuerza, España tiene un mosaico. Donde ellos tienen un rostro, España tiene un caleidoscopio.
No me interesa remontarme a la expulsión de los moros ni a los mitos de forja nacional que tanto gustan a los historiadores oficiales. Todas las naciones europeas han tenido sus invasores y sus mezclas. Eso no explica nada. Lo que explica —o ayuda a explicar— la dificultad española es otra cosa: la imposibilidad de reducir a una figura del español común porque aquí esa figura siempre ha sido una figura plural, sin orden, desfigurada.
El francés, por ejemplo, tiene rasgos inequívocos. Es intelectualista aunque no quiera; vive con la convicción de que su razón es una norma universal. París lo centraliza todo, y él se siente antes ciudadano de su República que vecino de su barrio: lo contrario del español. Lo suyo es la forma: la politesse, la cortesía, el ritual, protege la lengua como si fuera una especie en extinción. Ese orden mental y formal dota al francés de plena identidad.
El inglés, por su parte, vive en una contención que no es pose, sino una segunda piel. El humor es una defensa, la privacidad un derecho sagrado, el deber, el duty, un respirador moral. Su pragmatismo es genético, y su insularidad no sólo es mental, también es real: no se siente parte del continente. En esto también hay identidad reconocible.
… ¿Y el español? El español no existe como tipo único.
Ni el clima ayuda ya a distinguir nada. La España seca y la España húmeda se han desdibujado en época de fluctuaciones constantes. Pero el organismo humano no olvida: los genes, las respuestas somáticas, las adaptaciones centenarias siguen ahí. La gastronomía, la religiosidad, la vida social o la intimista, el mundo taurino, las aspiraciones independentistas, el sentido del honor castellano, la astucia mediterránea, el pactismo vasco, el silencio gallego, el desenfado andaluz… todo convive y se contradice.
¿Qué pretende la sociología cuando habla del "carácter español"? ¿Dónde está ese carácter? ¿En qué territorio? ¿En qué clima? ¿En qué memoria histórica?
España es un continente en pequeño, una suma de mentalidades dispares que jamás se han fundido del todo. Ni siquiera la dictadura consiguió uniformarlas: si acaso las congeló. Y es que en España, como consecuencia de todo ello, no se reconoce una idiosincrasia, salvo la manera habitual de devaluar la formalidad.
Pero es que aquí aparece un factor decisivo, ignorado por casi todo el mundo: la anomalía educativa. Desde la Transición, España ha tenido ocho planes de enseñanza distintos, casi dos por legislatura, cada uno litigando contra el anterior. Ocho visiones del ciudadano, del país, de la historia, del deber, del futuro. Ocho rupturas que impiden una continuidad mental. Mientras Francia y Reino Unido llevan siglos transmitiendo un relato estable —con sus matices, pero estable— España reinicia su pedagogía cada década.
¿Cómo va a surgir un carácter nacional común en un país que ni siquiera consigue que dos generaciones seguidas compartan la misma noción de patria, de ciudadanía, de lengua o de historia? Imposible.
La consecuencia es obvia: los españoles están configurados de manera distinta según el año de nacimiento. La identidad queda reducida a fragmentos inconexos, a costumbres locales, a respuestas emocionales, a tradiciones aisladas. El país no se une por arriba, porque la política lo divide, ni por abajo, porque cada territorio preserva su microcosmos, ni por el centro, porque la educación no vertebra nada.
¿Se hará alguna vez más homogénea la población española? Sinceramente: con este sistema educativo, nunca. Ni aunque transcurrieran cien años.
Para que se diera un proceso de homogeneización cultural harían falta tres o cuatro décadas de estabilidad institucional, un plan de enseñanza duradero, una cierta neutralidad ideológica y un relato compartido por todos. Nada de eso existe. Y en este país de extremos, donde el péndulo sustituye al equilibrio, es improbable que llegue a existir.
Así es que, por mucha voluntad que tengamosen definir un "ser español", el esfuerzo es inútil. No hay una línea básica de carácter, ni un marco común, ni una psicología dominante. Hay constelaciones. Hay contradicciones. Hay pluralidades.
España seguirá siendo lo que ha sido siempre: una identidad dispersa, un archipiélago mental, un territorio donde no hay un español, sino muchos, pero ninguno representa nada.
Jaime Richart
17 Noviembre 2025