Algunos no miramos a nuestra sociedad desde la superficie. No decimos que la gente es egoísta, ambiciosa o envidiosa para explicarlo todo. Eso lo dicen los simples, quienes necesitan tópicos para no pensar. Nosotros sabemos que detrás de cada gesto, de cada decisión pública o privada, hay pasiones y debilidades concretas. Y que el poder, el dinero o la necesidad de sentirse alguien son los motores ocultos de casi todas las acciones humanas.
Cuando observamos a los políticos —los más expuestos, los más falsos—, o a quienes, sin mostrarse nunca, sostienen el engranaje social, no vemos cargos ni títulos: vemos temperamentos, carencias, frustraciones, miedos. Nos basta una actitud, una palabra o una omisión para intuir qué se esconde detrás. Sabemos que esas pulsiones no difieren de las que mueven a la vecina, al funcionario o al periodista. Cambia el escenario, no la naturaleza.
El hombre común, en cambio, huye de esta mirada. Prefiere ser engañado. Necesita creer en los decorados del poder, en la decencia del político o en la honradez del informador. Vive cómodo entre las bambalinas que le fabrican la religión, la prensa, la publicidad o la educación domesticada. Así no tiene que pensar, ni preguntarse por qué el mundo sigue igual después de tantos siglos de "progreso".
Nosotros, sin embargo, no podemos cerrar los ojos. Sabemos que casi toda "virtud pública" o "vocación de servicio" encubre una pasión personal: la del dominio, la del reconocimiento o la del dinero. Y que bajo el barniz del pensamiento grecolatino y la moral cristiana sigue latiendo el mismo animal de siempre, sólo un poco mejor vestido.