Dos Síntomas Reveladores

Es un día previo al golpe fascista. La pantalla de la televisión muestra una manifestación más de la oposición, que viene bajando de Cumbres de Curumo. Entre los jóvenes de evidente clase media que gritan, vociferan y agitan pancartas, se destaca uno, especialmente fervoroso y chillón. Sobre su cabeza levanta una pancarta que queda claramente expuesta al ojo imparcial de la cámara.

Durante unos segundos todos los telespectadores del país podemos ver su contenido ejemplar: «Chávez, me cago en tu cara».

El día del regreso a Miraflores del Presidente Chávez, entre la multitud que rodea al palacio, una mujer enarbola una pancarta.

En ella se lee: «Devuélvanme mi loco».

Dos consignas que —si se analizan con una mínima dosis de sicología y algo de semiología aplicada, como síntomas de una situación de enorme trascendencia para la historia del país— pueden ayudarnos a comprender las raíces antropológicas de un grave momento político.

Devuélvanme mi loco

Devuélvanme: la exhortación se dirige a un destinatario plural, anónimo, que está en alguna parte no precisada, pero al cual se le reconoce un poder físico evidente, el que le otorga la posesión de algo que es nuestro. Es como decir devuélveme mi plata, la que era y es mía y que tu me quitaste.

Devuélvanme lo mío, además de una evidencia de realismo pragmático, es pues un reclamo de justicia, una exigencia de legalidad, una instancia que al realizarse restituye la legitimidad a las cosas.

Mi loco. Lo mío, que es mío aunque sea loco. Me pertenece por simpatía, por identidad, por fraternidad, por similitud. Es mío a pesar de cualquier característica anómala, extraña o singular, como eso de que se trata de un loco. La pertenencia es absoluta y declarada: ¡es mi familia!

Loco. Este es el apelativo tal vez más conmovedor y más criollo. Sin entrar a citar eminentes y más o menos universales historias de la locura, está claro que nos estamos refiriendo a una locura muy sui generis. Es ese tipo de locura que tiene, como es muy sabido, una connotación muy especial en Venezuela. Es un loco; no seas loco; qué locura es esa; hola mi loco, son todas locuciones que se refieren a esa especie de locura tibia y tranquila que sobresale por estar signada por lo insólito o lo extraño. Es la designación fraternal y jocosa con que el pueblo venezolano ha calificado desde siempre un comportamiento tangencial a lo corriente y «normal» pero que del cual también se supone o percibe un fondo creador y hasta una íntima razón estructural marcada por el resorte de la pasión y de autenticidad. No se trata de la locura furiosa o triste del enfermo en el manicomio o del que se ocultaba en el cuarto trasero de la casa de antaño.

Identifica, en cambio, un comportamiento que en lo esencial se sale de lo estipulado por ciertas convenciones sociales que han sufrido la cristalización de las estructuras clasistas hasta en el lenguaje.

¿A quien se decía y se le dice loco en Venezuela? Reverón era loco, por supuesto, como también lo era Carlos Raúl Villanueva o lo es Fruto Vivas, y así unos cuantos creadores marginales con relación a la «sana moral y a las buenas costumbres» del correcto formulismo de la «normalidad».

Todo lo que se sale de lo convencional, y se signa con el carácter de las rutas misteriosas de lo nuevo, desconocido e insólito, cae bajo el rótulo, en el habla coloquial, de éste término.

Así también, Hugo Rafael Chávez Frías no habla ni se comporta — comme il faut, esto es, como suponen los bienpensantes que deben hacerlo los presidentes: fríos, alejados por la supuesta majestad que lo distingue de las masas, neutros y superiores, representando en su oscuro lenguaje la legalidad formal de la constitucional.

El mejor ejemplo: el presidente Caldera.

Chávez, en cambio ha asumido todos los riesgos y —¡por fin!— ha devuelto a la Presidencia de la República el nivel comunicacional de quien se preocupa por hacerse entender sobre todo por esa inmensa mayoría de desheredados que nunca han tenido verdaderos representantes.

Devuélvanme mi loco, en resumen, es la expresión más tierna y eficaz que se ha dicho en este país en muchas décadas políticas. Es un maravilloso resumen de toda una situación política, es un mensaje de enorme profundidad, un síntoma de madurez extraordinaria que le hace honor a este país.

Las diferencias con la otra pancarta son tan evidentes que no hace falta insistir en ellas.

En el gracejo indulgente del pueblo y en lo soez del insulto sifrino que únicamente rezuma odio de clase y racismo en sus niveles más primitivos e irracionales, es fácil distinguir las implicaciones ideológicas y políticas.

Frente a estos dos síntomas, en esta Venezuela, horrenda, original y maravillosa de hoy, que cada quien decida dónde estar, con quién estar, y de manera no tan tangencial, cómo hablar.


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Juan Pedro Posani

Arquitecto y artista plástico. Director General del Museo Nacional de Arquitectura de Venezuela.


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