Durante décadas, Estados Unidos creyó ser la brújula del mundo, el laboratorio del porvenir, la nación destinada a encabezar el progreso de la humanidad. Hoy, sin embargo, vive atrapado en un torbellino de decadencia espiritual, educativa, cultural y moral que erosiona su identidad y su viabilidad como proyecto histórico. No es un colapso visible de un día para otro; es una disolución silenciosa, lenta, pero implacable. Una que los propios intelectuales norteamericanos han documentado con una franqueza que contrasta con el triunfalismo político.
Para Henry A. Giroux, uno de los pensadores críticos más incisivos. Estados Unidos ha convertido la educación en una mercancía y no en un derecho ciudadano. Lo que antes se entendía como el corazón cívico de la nación —una escuela para formar criterio, carácter y comunidad— hoy es un negocio de préstamos, carreras utilitarias y apagamiento intelectual. El aula dejó de ser la cuna de la democracia para convertirse en un simulacro de productividad al servicio del mercado. La juventud no aprende a pensar: aprende a obedecer.
Ese diagnóstico es compartido por Noam Chomsky, quien sostiene que la sociedad estadounidense es "una de las más educadas en papel, pero una de las menos informadas en sustancia". La paradoja es brutal, millones de personas con títulos universitarios viven hundidos en desinformación crónica, atrapados por corporaciones mediáticas que trivializan el debate público y moldean identidades políticas desde la superficialidad emocional. La crisis cultural es tan profunda que ya no se distingue entre conocimiento y ruido.
A esta degradación del pensamiento se suma lo que Martha C. Nussbaum llama "la muerte lenta de la educación humanista". Las artes, la filosofía, la literatura, la historia, todo aquello que alimenta la empatía y el sentido crítico ha sido expulsado en nombre de la empleabilidad. El resultado es una ciudadanía fragmentada, agresiva, incapaz de comprender la experiencia ajena. Una sociedad sin humanidades es una sociedad sin humanidad.
Lo advertía también Bell Hooks con una lucidez profética. Estados Unidos vive enfermo de consumismo emocional, una cultura de sustituciones rápidas y adicciones lentas. El vacío afectivo se llena con compras, drogas, entretenimiento compulsivo, pornografía, alcohol, violencia simbólica y literal. No es casual que la nación tenga los índices más altos de soledad, depresión y ansiedad del mundo desarrollado. La raíz no es individual, es civilizatoria.
Cornel West lo resume con crudeza. Estados Unidos atraviesa una crisis espiritual, un derrumbe ético que se traduce en desigualdad extrema, racismo estructural, apatía política y pérdida de compasión. La cultura del dinero ha devorado los valores de comunidad, servicio público y responsabilidad social. No se trata solo de un problema económico, sino moral.
Mientras tanto, como subraya Camille Paglia, la cultura estadounidense se ha vuelto frágil, dogmática, incapaz de tolerar ideas disidentes o de producir arte con profundidad emocional. La universidad contemporánea, plagada de burocracias ideológicas, ya no cultiva genios ni debates, sino carreras administrativas. El resultado es una generación sobreprotegida, emocionalmente inestable y sembrada de hipersensibilidades.
Neil Postman ya había advertido esta tragedia cultural a finales del siglo XX. Estados Unidos moriría no por tiranía, sino por entretenimiento. Su visión se hizo realidad. Las pantallas gobiernan el tiempo, los deseos y la política. El país trata sus dramas más profundos como espectáculos. El pensamiento se volvió un lujo, la distracción una necesidad.
La erosión del tejido social —documentada magistralmente por Robert Putnam— completa este paisaje, las comunidades se disuelven, la vida cívica se extingue, la soledad se vuelve epidemia. Sin vínculos humanos sólidos, la democracia se vuelve un proceso mecánico, no una experiencia compartida.
Por último, Shoshana Zuboff desnuda el nuevo rostro del capitalismo estadounidense: la vigilancia. Las grandes corporaciones tecnológicas ya no venden productos; venden la conducta humana. Los ciudadanos son materia prima. La libertad es un algoritmo. El tiempo y la atención se cotizan como recursos. No solo se ha privatizado la educación, la salud y la cultura; se está privatizando la conciencia.
Ante este panorama, Richard Wolff recalca que la economía estadounidense no solo produce desigualdad, está diseñada para hacerlo. Las corporaciones absorben riqueza, las familias cargan deudas, la clase media desaparece. La precariedad laboral, la ruptura cultural y el agotamiento emocional no son accidentes, son consecuencias de un modelo que abandonó el bien común.
Todo esto compone un cuadro desolador. No es la crítica de un extranjero, sino el clamor de los propios intelectuales norteamericanos. El país que prometía libertad produce hoy aislamiento, el país que prometía prosperidad produce estrés y deuda, el país que prometía educación produce confusión, el país que prometía cultura produce entretenimiento vacío.
Estados Unidos enfrenta una encrucijada histórica. Si no recupera su espíritu humanista, si no reconstruye su tejido social, si no reformula la educación desde la empatía y la crítica, si no limita el poder corrosivo de las corporaciones, la nación correrá el riesgo de convertirse en una potencia tecnológicamente brillante, pero humanamente fallida. La involución no será un derrumbe repentino, sino una hemorragia lenta del alma colectiva.
Aún hay tiempo para rectificar. Pero la honestidad exige reconocer que el país más poderoso del mundo está perdiendo la batalla más importante: la de su propia humanidad.
De un humilde campesino venezolano hijo de la patria del Libertador Simón Bolívar
Miguel Ángel Agostini