Frankenstein, entre nosotros

La metafísica no es una colección de filosofías que apreciamos como objetos de deleite estético, algo así como cuadros en la exposición de un museo. Nunca ha de concebirse como un pensar muerto, más bien puede decirse que no podemos vivir sin metafísica pues toda cultura descansa sobre cimientos mayormente inconscientes y prerreflexivos. La metafísica que ha reinado en esa amplia península cultural variopinta que es occidente, si bien agotada, camina por nuestros caminos, sigue incorporada en instituciones como la universidad, la escuela, los medios de comunicación o el Estado, encarnada en miles de millones de mujeres y hombres de nuestras sociedades masificadas.

La metafísica occidental dominante emergió desde la vida cotidiana a partir de una determinada forma de relacionarnos con la naturaleza, incluida la naturaleza humana. Descansa en una forma de entender caracterizada por el enfrentamiento con dicha naturaleza, por sentirla hostil frente a la preservación del yo que somos. Y es que sólo a partir de la identidad de este yo se puede presentar la naturaleza, el mundo, como lo otro, como el objeto, como lo no-yo (Fichte). Al respecto, Horkheimer y Adorno, en su análisis del canto XII de La Odisea contenido en la "Dialéctica de la Ilustración", muestran muy bien como ya en el propio mito homérico la naturaleza se presenta como el objeto hostil que hay que dominar técnicamente, naturaleza encantadora pero terriblemente aniquiladora del yo. Los dioses constantemente amenazan la empresa de Odiseo con amenazas naturales. Esta mitología se traspasa al logos de la metafísica que se funda durante la ilustración griega y que conjuga muy bien con las raíces judaicas de la expulsión del paraíso por el pecado, por el ejercicio de nuestra libertad. Esta metafísica constituye la lógica que se nos enseña desde Aristóteles, reforzando una relación abisal entre sujeto y objeto, entre humano y naturaleza, entre subjetividad y ente. Se hace cuerpo en nosotros aunque nunca hayamos estudiado a Parménides, Platón o Nietzsche, aunque nunca nos haya interesado la filosofía. Del modo menos consciente, como actitud natural, la metafísica reina en nuestra precomprensión del mundo, aquella que nos permite comprender y entender nuestro entorno de un modo determinado, aquella que facilita que algo sea un determinado algo, aquella que carga la intencionalidad con la que proyectamos los entes que nos salen al paso. Cuando asistimos al museo de arte no solemos comprender como arte los letreros que aparecen a un lado de los cuadros. Cuando hablamos de arte nuestra mirada se dirige al cuadro y difícilmente lo que lo rodea cause asombro artístico. Ya previamente hemos comprendido a partir de nuestra educación qué ha de entenderse por arte y qué no. Del mismo modo, la naturaleza se nos enseña como lo hostil, tal como nos la muestra la mayoría de los cuentos infantiles clásicos. No te internes en el bosque, allí te acechan las brujas, las serpientes, los lobos para dañarte.

La comprensión del mundo es sobre todo una condición fundamental del ser que somos, sin esa comprensión sería imposible sobrevivir incluso biológicamente. Para decirlo con un gran filósofo contemporáneo, "Lo ya-interpretado mismo no es algo que se le añadiera al existir, algo que se le endosara, se le adhiriera por fuera, sino algo a lo que el propio existir llega por sí mismo, desde lo cual vive, por lo cual es vivido (un cómo de su ser)." (Martin Heidegger). Este estar ya-interpretado desde el que vivimos constituye nuestra misma intimidad que hace posible la significatividad de unas vivencias mientras que otras pasan desapercibidas. Percibimos artísticamente el cuadro, no el letrero. Se trata del estar-ya-interpretado, de la pre-comprensión que permite que a la comprensión y al entendimiento le salgan al paso unos objetos bajo una perspectiva singular, así como otros entes que se ignoren completamente. La pre-comprensión habilita la comprensión, pero, a la par, la limita. Estoy habilitado para ver artísticamente el cuadro, limitado para ver el carácter artístico del letrero. Es su propia dualidad, la propia del prejuicio que permite el juicio pero también limita otras formas de considerar el asunto.

La precomprensión habilita y limita las posibilidades de la comprensión de los entes y las situaciones que acontecen. En tanto que apertura y cierre marca una disposición ante el mundo, una que no sólo nos predispone a actuar de determinada manera, sino también cargada de afectividad. Heidegger considera que este temple anímico es un carácter fundamental nuestro. "El estado de ánimo ya ha abierto siempre el estar-en-el-mundo en su totalidad, y hace posible por primera vez un dirigirse hacia…". La tarántula Goliath es vista y sentida de modos muy diferentes por la comprensión y disposición afectiva del indígena yanomami del Amazonas y las del caraqueño corriente. Para el primero es divina en todas las acepciones que este vocablo admite en castellano, mientras que para el segundo lo más probable es que le genere temor. El primero convive con ella, la carga entre sus manos, le permite recorrer su cuerpo. El occidental promedio tendrá la predisposición a matarla a palazos.

La metafísica occidental emerge desde su propio fondo de precomprensión, uno que acentúa la subjetividad y reduce a objeto lo otro, incluido al otro humano. Descartes lleva al paroxismo esto último, los animales y los otros seres humanos se le presentan a su meditación como mecanos. Con Descartes el yo se eleva a principio de todo, y lo que no es yo, mi yo, pues es una cosa. Y lo que es una cosa pues estará a mi disposición, a la disposición del yo. Puede decirse que el producto último de esta metafísica es la racionalidad tecno-científica absolutizada como logos. Si bien la técnica es una condición antropológica, esto es, una condición humana desde que nuestros antepasados prehistóricos sacaron filo a una piedra para emplearla como cuchillo, la tecnología ya es otra cosa, es hacer una razón de la técnica, elevarla a razón, a tecno-logos, como la misma composición de la palabra lo dice. Nuestro mundo actual es tecnológico en este profundo sentido. Heidegger llega a decir que lo tecnológico se ha instalado hasta tal punto en nuestro ADN mental que ya carece de pensamiento. La ciencia no piensa, dice este filósofo, y el arte se suprime a sí mismo al reducirse a objeto. No piensa la ciencia y el arte sucumbe por la" actitud natural" que reposa arraigada en nuestra pre-comprensión occidental del mundo. Pero esta actitud natural realmente resulta poco natural si entendemos por este ser natural alguna esencia inmutable, el carácter de esta actitud es histórico e irreflexivo. La ciencia y el arte no piensan, y lo mismo puede decirse de la política, la historia, la economía y sus respectivas prácticas al uso, pues todas resultan comprendidas desde el fondo de precomprensión que establecieron hace más de 2500 años las raíces judaicas y griegas de la metafísica occidental, una metafísica que aprecia lo que no es yo, incluidos los otros yoes, como objetos, como instrumentos del yo, como medios a dominar para que nos sirvan. Como dice Heidegger, el último gran desarrollador de esta metafísica fue Nietzsche cuando hace de la vida voluntad de poder, voluntad de dominio de todo aquello que no es yo. Y esta voluntad, cual Víctor Frankenstein (Mary Shelley), se orienta hacia el sometimiento de la naturaleza, se eleva a Dios, quiere ser como Dios, imperar. Ser el creador de la vida misma, resucitar a los muertos. Por eso también su logos (razón) es tecno-lógico, dominio técnico del mundo. Como aquella conversación reciente entre Putin y Xi Jinping, conversación grabada cuando no se sentían grabados, y en la que palabras más o palabras menos se decían:

-Viviremos 150 años, ya la medicina lo garantizará pronto.

-No, viviremos más, viviremos para siempre.

Amanecemos con la noticia de que Bezos se adelanta a Musk en la conquista de Marte. Destruida la Tierra siempre habrá más planetas por depredar. Mientras, a los pobres se les repartirá gratuitamente una banana como gran obra de caridad. Frankenstein devora la naturaleza, pero esta apenas ha comenzado a pronunciar su última palabra. Y es que el Frankenstein no es de 1818, año en que la joven Shelley publicó su "ficción". Frankenstein está entre nosotros, encarnación física de nuestra metafísica, Frankenstein soy yo. Y no piensa.



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Javier B. Seoane C.

Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela, 2009). Magister en Filosofía (Universidad Simón Bolívar, 1998. Graduado con Honores). Sociólogo (Universidad Central de Venezuela, 1992). Profesor e Investigador Titular de la Escuela de Sociología y del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela.

 99teoria@gmail.com

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