El portal

Finalmente el viernes me di por vencido y fui al oftalmólogo. Con resignación acepté que el tiempo no pasa en vano y que más bien me habían salido como diría un maracucho "más buenos que’r coño" este par de ojitos color miel.

Imperturbable, con la frente en alto caminé decidido hacia el consultorio del oculista a sabiendas de que si me dilataban las pupilas, sería un peligro el que tuviera que manejar.

De lejos -modestia aparte-, no hay cartel que se resista, hasta el sucito que dejó la tinta en la cartilla de Snellen al imprimirlo distingo. Pero de cerca, ¡Ay mamá!, la presbicia te acorrala y te pone los lentes de viejito, de esos de mirar por encima de la montura, sin que le tiemble el pulso.

Otra cosa es eso del fondo de ojo, definitivamente es otro nivel. Te colocan las goticas y te mandan a la sala de espera mientras atienden a otro paciente y tú ahí atajando el tiempo con la sensación creciente de que hay algo que te jala los ojos pa’trás y en un rato más comienzas a ver un pelín borroso, pero no es nada que te pueda hacer temblar.

El problema viene después de que te diagnostican astigmatismo, opacidad de la mácula lútea izquierda y te mandan para tu casa con la fórmula para los lentes y una larga lista de costosos medicamentos que si al caso vamos, dudo mucho que encuentres o que puedas pagar.

Salir a la calle y encandilarse hasta el borde de la ceguera resulta definitivamente más o tan angustiante como tener la televisión encendida y escuchar de pronto la musiquita esa que anuncia una cadena. Es como encontrarse deslumbrado frente al portal de Stargate, ese artefacto metálico en forma de anillo que descubrió en la película el Profesor Langford mientras exploraba unas ruinas en Giza. Lo cierto es que como pude, llegué a mi casa y aproveché el hecho de que no veía un sebillo para lanzarme un clavado en la cama y quedarme dormido profundamente.

Cuando desperté aún estaba cegado, pero tenía que salir a trabajar. Me sentía como el Dr. Daniel Jackson -de la mencionada película de ciencia ficción-, tratando de descifrar los jeroglíficos que tenía en frente bordeando el anillo del portal. Después de ducharme con un tobo de agua helada porque no había gas y la tubería hacía días que estaba tan seca como el desierto del Sahara, tomé rumbo a la calle. El silencio era inquietante, sólo el silbido del viento se escuchaba. Todavía la Sierra Nevada no dejaba ver el sol, sólo un tenue resplandor amarilleaba sobre sus cumbres. Aunque la avenida no estaba desierta, no había ruido de motores, los autos estacionados en una interminable fila a la derecha de la vía parecían abandonados, cubiertos por finas gotas de rocío que atraídas entre sí resbalaban haciendo líneas sobre la carrocería. Probablemente en sus entrañas estarían guareciéndose del frío matinal sus propietarios.

Los minutos se desprenden sin que aparezca una buseta, un mototaxista o un alma caritativa que me dé la cola. Avanzo en dirección al centro aprovechando el impulso de la pendiente. "Bajando hasta las piedras ruedan" dice una voz en mi cabeza.

Cuando llegué al centro ya había aclarado y no sé cómo ni en qué momento el portal me había transportado no hasta Abydos el planeta fantástico de la saga sino al medioevo. La gente como zombis se desplazaba sin detenerse tal y como en las grandes peregrinaciones a Santiago de Compostela. Apestaba, las personas olían feo, a sudor, a ropa sucia, a perro remojado y no había un "botafumeiro" que calmara la pestilencia. Una amalgama de malos olores se fundía con los restos de verduras y frutas podridas que dejaban los buhoneros que invadieron las aceras (de por si resquebrajadas y minadas de excrementos caninos y humanos) de la avenida 2.

Violines, gritos, malas palabras. Un halito acre que brotaba a borbotones por la boca de una cloaca rota en medio de la calle. El bullicio de los mercaderes. Los bachaqueros haciendo de las suyas. Carteristas y rateros al acecho. Tullidos y pordioseros extendiéndote la mano solicitando un billete. Junto a las esquinas montañas de basura que desde hace tiempo dejó de recoger la alcaldía son inspeccionadas una y otra vez por indigentes, perros y zamuros que se disputan lo que sea que remotamente parezca comestible.

Sin transporte, la gente se lanza a las calles en un vano intento por llegar a tiempo a sus trabajos, más que todo para conservar la rutina de una remuneración que no les alcanza ni para los pasajes. Sin electricidad, los semáforos son ojos ciegos en cada una de las intersecciones. Llegar a la oficina, excusarme con el jefe. El fulgor de la pantalla me hace doler la cabeza. Los ojos me chillan calcinados por la luz del monitor. El tiempo persistente, las conversaciones de siempre; las ilusiones puestas en la aparición de un bono salvador que les "caiga" para arrastrarles las esperanzas de un plato medio lleno de carbohidratos y expectativas hasta el fin de la quincena.

De vuelta en el camino a casa, paso de estridencia en estridencia envuelto en el esmog que exhalan las plantas eléctricas de los negocios. El ejército zarrapastroso de almas desnutridas rebusca en el fondo de sus bolsillos, cuenta y recuenta billetitos que aunque nuevos, se aprecian descoloridos mientras recorren los escasos comercios abiertos que gritan sus obscenos precios en carteles improvisados. A lo lejos desde la plaza, se ve en la pantalla del viejo televisor de la peluquería cuando aparece precedida por un caballo blanco al galope, el busto rechoncho y bigotudo de un hombre con suerte que sentado sobre el protagonismo de los días, rodeado de otros rostros obesos, no termina de pegar una en materia económica.

La gente defraudada y absorta, se detiene y mira unos instantes, espera acciones por parte de su gobierno -el mismo que les pide que permanezcan leales siempre-, no que anuncie otro incremento de sueldo, más bien aspiran a que ponga mano dura a la especulación, que castigue a los corruptos, que se deshaga de los ineptos, de los haraganes, de los pusilánimes. Que abandone el nepotismo y deje a un lado a los hijos familiares y afines carentes por completo del ADN necesario para la política, para el liderazgo de masas. Que deje de repetir consignas, que no pierda más el tiempo en conversaciones con una oposición que vende la patria sin ningún remordimiento de conciencia, que se traiciona hasta sí misma. Que no nos haga perder más nuestras vidas varados en el pantano inerte de una cola infinita.

Me he quedado anclado a la edad media, el portal de Stargate aparentemente está roto y no parece tener reparación.



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Carlos Pérez Mujica


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