El Asedio: Simplicidad y Eficacia entre la Guerra y la Paz

Todos tenemos un punto de ruptura, piensa. Pero no lo expresa en voz alta. No ante su estólido auditorio. Los hombres se quiebran por el punto exacto si se les sabe llevar a él. Todo es cuestión de finura en el matiz. De saber cuándo parar, y cómo. Un gramo más en la balanza, y todo se va al diablo. Se rompe. Trabajo perdido, en suma. Tiempo, esfuerzo. Palos de ciego mientras el verdadero objetivo se aleja. Sudor inútil, como el del esbirro que sigue enjugándose las cejas con el vergajo en la otra mano, atento a la orden de seguir o no.

El Asedio. Arturo Pérez Reverte

En el fondo somos animales y como tales nos comportamos. ¿Racionales?, puede ser. Y todo lo que usted quiera agregarle para suavizar nuestra condición primitiva será bien aceptado, pero eso no evitará que muchas de nuestras conductas nos delaten. El acecho se encuentra encriptado en nuestros genes. De manera natural jamás nos ha bastado con alimentarnos de raíces y bayas. En absoluto nos resignamos a ser exclusivamente vegetarianos. Aún después de haber descubierto las bondades de la cosecha de los granos de cereales y leguminosas salvajes la mayoría nos negamos a ser veganos.

Al igual que a cualquier depredador, nos atrae no nada más el resultado de la cacería, sino también los intríngulis del acecho y la matanza. Aparentemente ciertas directrices genéticas marcan el rumbo de nuestras acciones por encima de la conciencia, de la honorabilidad, de la "humanidad". El Asedio está en lo más profundo de nuestro ADN escrito no sólo con bases nitrogenádas, también lleva el condimento de una buena cantidad de sangre derramada.

Desde nuestros orígenes trogloditas la crueldad nos ha acompañado. Los animales que se subyugaron a nuestros designios sobrevivieron y fueron incorporados a nuestros rebaños, los demás cruzaron el páramo. El asalto nos proveyó de mujeres y de instrumentos que ambicionábamos. Era más fácil saquear que negociar. Era más sencillo imponer que convencer.

En la medida en que nos fuimos consolidando como especie, la conquista mediante la fuerza o el desgaste se fue perfeccionando. El sitio como argumento y el asalto como tesis se fueron apuntalando. Así comenzó esta carrera armamentista que no ha parado jamás, unos tratando de protegerse otros intentando conquistar.

Desde el cerco para capturar a los herbívoros hasta el acoso para subyugar a los carnívoros peligrosos, el habitante de las cavernas le fue agarrando el gustico al acoso y lo trasladó al trato con sus vecinos prehistóricos. Toscos y crueles nuestros ancestros paleolíticos nos legaron el sitio como argumento.

Esos ensayos cavernarios se fueron optimizando a lo largo de la historia y a medida que las agrupaciones humanas se hacían más grandes y más densas, dando paso a las grandes ciudades, el asedio surge en la historia con más fuerza que antes. Rodear el objetivo, bloquearle sus líneas de abastecimiento, cercar y aislar una ciudad fortificada hasta lograr su rendición se hizo norma desde las antiguas ciudades del Medio Oriente (la más difundida e idealizada: el asedio de Mazada en donde sus defensores terminaron suicidándose), hasta la posmodernidad (nuestra actual realidad), el acoso a las ciudades o el cerco a las naciones se ha diseminado. Decretar el fin de la historia no quiere decir que no se vayan a repetir sus actuaciones.

Esos acechos pasivos idealizados en donde el ejército agresor en una especie de picnic se instalaba en una llanura aledaña a esperar el agotamiento de los ciudadanos acorralados no fueron tales. Las murallas y torreones muestran en las excavaciones arqueológicas los arañazos del asalto. Arietes y catapultas proyectaron sus energías contra el maderamen de sus puertas y contra las piedras de sus muros.

La Edad Media ha dejado su impronta en el imaginario de la coacción y la acechanza. Aunque fue invención de los ejércitos mongoles, las catapultas medioevales comenzaron a lanzar por los aires cadáveres descompuestos hacia el interior de las ciudades fortificadas. Las ya insalubres ciudades-estado ahora eran bombardeadas con los cuerpos de apestados pululantes de gusanos. El hambre y la sed eran adobadas con la pestilencia de estos focos infecciosos que, como ángeles caídos ingresaban a las villas acechadas por los aires. Las ratas y las moscas se encargaban de otro tanto. Las campañas medievales se planificaban contemplando asedios sucesivos para quebrantar al adversario. El Renacimiento no se libró de ésta herencia y hasta el admirado Leonardo Da Vinci dedicó con ahínco buena parte de sus días al diseño de fortificaciones, pero además a descubrir cómo desarmarlas. El que inventa la ley urde la trampa.

La era de los grandes descubrimientos y de la circunnavegación planetaria trajo consigo la anexión por la fuerza de grandes territorios. El continente negro primero y luego el americano vieron hoyado su suelo por el sometimiento forzado de la ocupación. El neandertal que llevamos dentro se ensañó contra el más débil, contra quién relativamente se encontraba desarmado. Negros e indígenas americanos fueron subyugados. Los que se opusieron fueron diezmados y el asedio se hizo a escala continental. Las grandes masas terráqueas se convirtieron de pronto en islas rodeadas de enemigos por todos lados que, al igual que con las fortificaciones medioevales, se solazaron en un ataque, del cual quienes no poseyeran armas de fuego jamás iban a poder salir bien librados.

Con las guerras napoleónicas se popularizaron el rugir y el fuego de los cañones pero se persistió en el asedio como espiga incrustada en el cuerpo de la nación cercada. El valor de las fortificaciones se redujo y no hubo organización social avanzada ni poderío intelectual desarrollado por más audaz que éste fuera que pudiera contener al invasor sabedor de las lides de un nuevo estilo de guerra y de paso, entrenado y desalmado.

Las trincheras sustituyeron a las murallas en los campos de batalla de las guerras con armas de fuego. El encierro del asedio dio paso al bloqueo naval de los Estados. Y ya en 1902 los imperios Británico y Alemán junto con el reino de Italia habían franqueado nuestras costas para ejecutar un embargo, exigiéndole al gobierno de nuestra nación en manos de Cipriano Castro la cancelación inmediata de las deudas contraídas por gestiones anteriores con compañías y consorcios de sus connacionales. Quien se ofreció de mediador imparcial para resolver este conflicto fue, nada más y nada menos que el Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica obligándonos a aceptar el Protocolo de Washington.

Los búnkeres reemplazaron a los castillos ancestrales. Las dos Grandes Guerras, demostraron la total inutilidad de las fortificaciones estacionarias. La Línea Maginot muralla fortificada construida por Francia para defender sus fronteras contra las amenazas de Italia y Alemania, fue totalmente inútil para contener el avance de las tropas del ejército Hitleriano. El asedio pasivo originario cedió el paso a novedosas formas de asalto encabezada por la aviación y los tanques motorizados que determinaron la obsolescencia de los sistemas de defensas estáticos.

Dados los cambios en los medios y en las formas de hacer la guerra y debido a las disposiciones internacionales para intentar mantener las condiciones de igualdad entre todos los hombres, el respeto a la autonomía de los pueblos de acuerdo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, al Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, al Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, a la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, y la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra los seres humanos, hubo una especie de refrescamiento de las esperanzas de respeto a la autonomía e independencia de las Naciones para definir su rumbo particular que sin embargo duró poco.

Los derechos consagrados en estos instrumentos, específicamente contextualizados, han sido relegados por el nuevo orden mundial. La intromisión de los Estados Unidos en la política de las naciones del orbe, sobre todo entre los países de Latinoamérica y el Caribe que ellos consideran su "patio trasero" ha significado que la autodeterminación de los pueblos resulte una utopía.

El impacto de la crisis, la intensificación de las desigualdades sociales, el condicionamiento del desarrollo de los pueblos, el costo social de las políticas de ajuste estructural impuestas por los organismos crediticios internacionales, han dado al traste con los anhelados cambios económicos, han coartado el derecho a la participación social y política, en el marco de un desarrollo equitativo que otorgue verdadero poder de decisión a los ciudadanos.

La maquinaria del asedio ahora se dirige a larga distancia desde los centros del poder económico. Depende de la voluntad de unas cuantas familias que, aunque suene a argumento de una Teoría de la Conspiración, ya no necesitan de bombardeos o de artillerías, de tropas o de aeronaves para torcer la determinación de los estados asediados.

Los cercos crediticios han resultado más eficientes que las amenazas de las armas. Hoy en día Venezuela ha vivido el asedio a una de sus embajadas -específicamente la de Washington-, pero también experimenta las consecuencias de un bloqueo como nación. El cerco financiero impide el ingreso de elementos fundamentales para el sostenimiento de la vida normal y corriente de una nación. Imposibilita el pago de acreencias con sus proveedores. Entorpece la salida de productos de exportación, así sean estas materias primas. El impresionante volumen de poder destructivo que tienen las sanciones decretadas por la administración norteamericano no sólo afectan al Gobierno Venezolano, sino que causan estragos sobre sus ciudadanos que, viven en carne propia la pulverización de su poder adquisitivo, la ausencia de fármacos y medicamentos, la escases de alimentos, el deterioro del parque automotor, la intermitencia del servicio eléctrico, el desvanecimiento de los combustibles, la destrucción de la producción agrícola, la paralización de la vida comercial de las ciudades, la evaporación del cono monetario, la huida de la fuerza laboral hacia países vecinos, hacen que aparezca una especie de neurosis de guerra que abate a los venezolanos relegándolos al campo de la neurosis, a angustia, la paranoia, la desesperanza y la depresión.

Para romper éste cerco Venezuela depende de la ayuda externa y de la resistencia intestina de sus ciudadanos.

En la antigüedad la solidez de las murallas y fortificaciones de la ciudad-estado eran esenciales para la defensa de sus habitantes. El empleo de artimañas como las del Caballo de Troya mermó la efectividad de esos blindajes y nos despiertan suspicacias en cuanto a la cacareada "Ayuda Humanitaria Internacional". Las catapultas ligeras que empleaba Alejandro Magno para lanzar cadáveres infectos hacia el interior de las fortalezas nos recuerda cómo cadáveres insepultos de la política son arrojados por las redes sociales contra la nación con la finalidad de desatar una epidemia de pesimismo dentro de algunos sectores susceptibles de la población venezolana, que terminan pidiéndoles a sus agresores que los invadan, que hagan uso de sus mujeres, que las violes, que las dejen preñadas de catiritos ojos verdes, como en la usanza paleolítica cuando nuestros antepasados se apropiaban de las féminas de las tribus conquistadas. Los legionarios romanos subyugaron a sus enemigos a través del hambre, no importaba la imponencia de las murallas protectoras, la desesperación que producía la inanición prolongada ocasionaba el izado de la consabida banderita blanca. La rendición por hambre iba precedida muchas veces por la ingesta de cosas prácticamente incomestibles como los caldos de piedras, o de las suelas de los zapatos, recuerdo de pronto una amenaza lanzada durante el asedio a la embajada de Cuba en Caracas durante el golpe de estado de 2002 en donde alguien anunció: ¡Se van a tener que comer las alfombras!. La desesperación hace que se envilezcan las personas al extremo de negarles agua y comida a sus mismos conciudadanos, condenándolos a una muerte casi segura por sed o desnutrición.

En la antigüedad las ciudades-estado vencidas eran víctimas del saqueo. La expoliación de todos sus tesoros y riquezas por parte de los vencedores eran prácticamente inevitable. Y al igual que en tiempos pasados la depredación y el pillaje consecuentes a la derrota del gobierno asediado, dejará en peor posición que la actual a los habitantes del país vencido.

Pero la peor de las armas para destrozar las defensas que contenían al ejército invasor eran, son y serán los traidores que hacían, hacen y harán el trabajo sucio desde adentro. Rehenes de este asedio, terminaremos siendo blancos inermes en la línea de fuego de nuestros captores pues, indudablemente las autoridades gubernamentales y sus partidarios se rehusaran a entregarse sin pelear y habrá batalla. La subordinación incondicional al enemigo para evitar la guerra aunque simple de ningún modo constituirá un sinónimo de paz.



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Carlos Pérez Mujica


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