Ningún ejército libertador; lo que tenemos en Venezuela es un ejército gomecista

Una vez culminada la Batalla de Ayacucho y obtenido el triunfo definitivo de los libertadores sobre las fuerzas españolas, defensoras del colonialismo, surgieron voces colombianas partidarias de licenciar las tropas que habían acompañado a Simón Bolívar en sus campañas independentistas por el continente suramericano. Desde bien temprano este asunto fue ventilado públicamente, sobre todo por aquellos que querían ver disminuido el prestigio y poder que en esos momentos reunía la figura de Bolívar. Este fue el caso del Vicepresidente de Colombia Juan Bautista de Paula Santander, para ese momento enemigo declarado del gran caraqueño.

En carta dirigida al Libertador con fecha 21 de enero de 1826, el Vicepresidente colombiano le expone abiertamente este punto de vista. "El estado, de nuestras rentas, dice Santander, y la magnitud de los medios militares que necesitamos mantener en estado de guerra o de alarma me han decidido a adoptar la medida de una suspensión de hostilidades por medio de la misma Inglaterra y Francia, sin otra base que la de igualdad de comercio y la de solicitarla por todos los estados americanos, si ellos quisieran aceptarla". Y agrega: "nuestro ejército tiene hoy veintitrés mil hombres y la marina es un poco fuerte; para unos y otros, y para la administración civil y de hacienda y los intereses de la deuda extranjera, se calculan los gastos anuales de 16 a 18 millones de pesos. Las rentas dan de 7 a 8 millones, ¿de dónde se saca el deficiente? Es, pues, preciso reducir los gastos al producto de las rentas sino queremos morir de consunción, y el modo de verificar esta reducción es disminuir el ejército y desembarazarnos de la Marina".

Para ese momento, el Ejército Libertador estaba integrado por tropas venezolanas, colombianas, ecuatorianas, peruanas y bolivianas, y en total sumaba unos 25 mil efectivos. Era un ejército muy experimentado, vencedor en decenas de batallas, muy bien equipado y pertrechado. Su existencia era por demás importante pues garantizaba la sobrevivencia de las nuevas repúblicas suramericanas, amenazadas por las potencias europeas, que no cejaban en el empeño de intentar retrotraernos a la condición de colonias del viejo continente. De manera que Bolívar, en conocimiento de la extraordinaria importancia que significaba para Colombia y demás repúblicas suramericanas, la existencia de estas fuerzas militares, se mostró en total desacuerdo con el punto de vista de Santander. Y, mientras estuvo vivo, cuidó con esmero esta obra suya, lograda a lo largo de muchos años de esfuerzo, sacrificio, entrenamiento, preparación, combates. Pero al Gran Caraqueño le restaban pocos años de vida. Murió en diciembre de 1830, y desde este momento sus detractores no tuvieron obstáculos para concretar sus planes de acabar con el Ejército Libertador. De inmediato procedieron estos a licenciar los efectivos militares y enviados a sus países de origen, mientras que la marina de guerra fue abandonada y sus embarcaciones vendidas como leña vieja. Así llegó a su término el glorioso Ejército Libertador. Fue liquidado definitivamente. No tuvo continuidad en el tiempo.

Una vez establecido definitivamente en nuestro país el orden republicano en 1830, con José Antonio Páez como presidente, el ejército del gobierno nacional se constituyó con las montoneras que servían de peones en los hatos y haciendas propiedad del presidente. Estas tropas no tuvieron nada que ver con las tropas libertadoras. En esta materia no hubo evolución histórica. La interrupción fue total, absoluta, completa. Estas últimas desaparecieron con la desintegración de la República de Colombia y con la muerte del Libertador; y aquellas aparecieron con el nacimiento de Venezuela como república. En este caso sus efectivos eran simples peones, trabajadores del campo, pastores, agricultores, todos analfabetos, unos hombres obedientes y sumisos, dispuestos a tomar las armas y hacer la guerra cuando su jefe así lo dispusiera. Esta fue la realidad militar de nuestro país el resto del siglo XIX. No hubo jamás un ejército del estado venezolano. Ningún gobernante de esos tiempos se preocupó por crearlo. Cada uno de ellos se hizo acompañar por sus peones armados cuando ejerció la Primera Magistratura Nacional. De manera que montoneras entraban y salían de la casa presidencial cada vez que ocurría un cambio de gobierno. Caracas, la capital de la república, fue, por tal razón, un constante fluir de tropas de Páez, de Monagas, de Julián Castro, de Falcón, de Guzmán, de Crespo, de Cipriano Castro. Hasta la primera década del siglo XX ese movimiento de montoneras fue constante en nuestro país. Unos ejércitos improvisados, mal armados, mal vestidos, mal comidos, carentes de formación en el arte de la guerra, fueron los que ocuparon los cuarteles de nuestro país. Su experiencia militar la habían obtenido acompañando a su respectivo caudillo en los levantamientos, asonadas, golpes o revoluciones en las que este tuvo participación. Eran, según vemos, ejércitos del capataz de turno. Su lealtad era con su jefe, con su caudillo, con su patrón. En la mira de cada una de estos hombres no aparecía por ningún lado la idea de República, de Nación, de Estado, de Venezuela. Tales conceptos e ideales no existían en aquellos hombres de mentalidad primitiva. Su lazo identitario era con su jefe, con la choza que le servía de habitación, con su mujer e hijos, y con el pequeño terruño que le proporcionaba el sustento.

Esa fue la realidad militar de Venezuela durante casi cien años. Se hizo necesario que entráramos al siglo XX para que al respecto se produjeran cambios importantes. Con el triunfo de la Revolución Restauradora, jefaturada por los compadres, Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, una nueva concepción militar se impuso en el país, y como resultado de ello se crearon, por fin, las fuerzas armadas del Estado Venezolano.

Castro y Gómez eran caudillos provenientes de los andes y como tales no tenían estrechas relaciones con los caudillos tradicionales del país, esos que durante varias décadas mantuvieron el dominio de la escena política nacional. Los andes habían sido hasta ese momento de la triunfante Revolución Restauradora, una región aislada del resto del país, y, en consecuencia, los paisanos montañeses no eran conocidos en la capital de Venezuela y, por supuesto, ignoraban los entretejidos de las relaciones de poder existentes en la capital entre los grupos familiares, económicos y políticos más influyentes. Tal debilidad los ponía a expensas de estos grupos, casi que obligados a subordinárseles. Pero no estaba en los planes de Castro y Gómez someterse a los caprichos e intereses políticos de estos grupos y aquellos caudillos. Por eso, para poder ganarles la partida acometieron la obra de construir un ejército moderno, muy bien armado, formado de acuerdo con la doctrina militar moderna. Su interés, según vemos, era la propia sobrevivencia de la revolución Restauradora, amenazada por todos los flancos, pues para ese momento en nuestro país existían numerosos ejércitos armados, cada uno a disposición de un caudillo militar, prestos todos a hacer una revolución y deponer a los gobernantes recién instalados en Miraflores. Esto era lo que venía sucediendo en el país desde hacía un siglo y, por tanto, ahora contra Castro y Gómez tal posibilidad también estaba presente.

Y así, para evitar su inminente derrocamiento los compadres iniciaron bien temprano la tarea de organizar un poderoso cuerpo militar que le proporcionara al gobierno andino la garantía de victoria frente a cualquier levantamiento armado de alguna de las tropas de los caudillos enemigos. En julio de 1903, siendo Cipriano Castro presidente de Venezuela, decreta este la construcción y apertura de la Academia Militar, como centro de formación profesional de los futuros oficiales que integrarían la institución armada. Y en junio de 1910, su sucesor en la presidencia del país, Juan Vicente Gómez, promulga otro decreto donde ordena dar inicio de forma definitiva a las actividades docentes en dicha academia. Las mismas arrancaron formalmente el 5 de julio de ese año en un edificio levantado en los altos de la planicie, muy cerca del Palacio de Miraflores. En los años siguientes el general Gómez perfeccionara su obra militar, con la creación de la Escuela de Ingenieros de la Armada Venezolana, la Escuela Naval de Venezuela, la Escuela de Cabos del Mar, cabos cañoneros y timoneles, la Escuela de Aplicación Militar para la nivelación académica de la vieja oficialidad, la Escuela de Clases para la formación de sargentos y cabos de tropa, y la Escuela de Oficios de Tropas. Al mismo tiempo, los Compadres presidentes, cada uno en su momento; adquirieron cuantioso parque militar, uniformaron la vestimenta de las tropas, suboficiales y oficiales, mejoraron sus sueldos, establecieron políticas de ascenso en la jerarquía, todo con el fin de contar con una fuerza militar con alto poder de fuego, además de satisfecha, agradecida y dispuesta a enfrentar cualquier intentona golpista proveniente de los enemigos de La Causa Restauradora.

Tal es el verdadero origen de las fuerzas armadas nacionales con que ha contado nuestro país hasta hoy día, una institución del Estado nacional, consagrada, según sus documentos constitutivos, a garantizar la defensa e integridad del territorio venezolano y la paz de la República, propósitos estos incumplidos en buena medida por tal componente.

De esa institución académica, castro-gomecista, han egresado los integrantes de las fuerzas armadas del país que hemos tenido durante cien años de historia. Esta es la verdad histórica. Allí se han formado la mayoría de los miembros del estamento militar venezolano. En sus aulas aprendieron la doctrina y principios que han defendido y practicado y por los cuales se les distingue en nuestro país. En muchas oportunidades en estos cien años de historia han tenido los miembros de este cuerpo armado oportunidad de demostrar la enjundia de la cual están constituidos. En este balance resalta sobremanera el carácter represivo y criminal de su desempeño; en este balance se constata que esas armas entregadas a ellos por los venezolanos han sido puestas, muchas veces, al servicio de las peores causas. En varias oportunidades el comportamiento de los integrantes de la institución armada venezolana ha sido parecido al de un ejército de ocupación extranjero, que, por tal razón, ha enfilado sus armas contra la población civil de nuestro país, víctima recurrente de sus tropelías. Así lo demostraron durante todos los años de la satrapía ejercida por Juan Vicente Gómez; luego igualmente exhibieron ese mismo comportamiento represivo en la década comprendida entre 1948 y 1958, cuando impusieron a los venezolanos una férrea dictadura militar, que se mantuvo gobernando a sangre y fuego, con sus armas botando proyectiles en cualquier dirección. Más adelante, en febrero de 1989, durante varios días de ese mes, centenares de venezolanos cayeron muertos producto de las balas que por miles fueron disparadas por los fusiles y metralletas accionadas por efectivos del ejército venezolano. Y ahora, en estos años de la autocracia presidida por Nicolás Maduro, de nuevo los miembros de ese cuerpo armado reinciden en ese malévolo comportamiento represivo, demostrando con ello que su origen gomecista constituye una especie de sello corporativo, una marca de fábrica muy difícil de borrar. Nada que ver entonces entre este ejército actual de tinte ocupacionista y aquel Ejército Libertador, hechura de Simón Bolívar en base a su virtuosa doctrina republicana libertadora. Allí están los hechos demostrativos de las diferencias abismales que caracterizan a cada uno.

En estos tiempos del régimen cívico-militar presidido por Maduro la actuación represiva de la fuerzas militares y policiales se ha desbocado en defensa del peor gobierno que ha tenido nuestro país en todos los años de historia republicana. La acción represiva la han sufrido toda clase de personas, sindicatos, gremios, políticos, empresarios; el régimen ha actuado sin ningún recato en este sentido. No se ha salvado nadie. Y como consecuencia de ello suman varios centenares de presos políticos en el país, entre los cuales destacan: diputados a la Asamblea Nacional, diputados de asambleas legislativas regionales, concejales, alcaldes, dirigentes gremiales y sindicales, dirigentes de partidos opositores, enfermeras, médicos, maestros, profesores, periodistas, indígenas, además de los propios miembros de los organismos policiales y militares, muchos de los cuales, inconformes con el desempeño de su institución, se han visto obligados a escapar del país y refugiarse en naciones vecinas. Por mismas razones se cuentan por centenares los muertos, asesinados por las balas policiales y militares, en ocasiones en las cuales han ocurrido movilizaciones y protestas antigubernamentales. Y en la materia atinente a la libertad de expresión el balance es de terror. Más de cien emisoras de radio cerradas por CONATEL; varias plantas de televisoras expropiadas y adquiridas por empresarios afines al gobierno; centenas de programas de opinión proscritos; todos los periódicos del país han sido sacados de circulación, no contamos con prensa escrita en el país. Los espacios informativos en radio y TV son muy contados y los pocos que se mantienen transmiten contenidos censurados o sesgados, a favor del régimen; las críticas públicas al gobierno están prohibidas; quien se atreva corre el riesgo de parar en la cárcel o en el cementerio.

Visto este balance la conclusión evidente es que no existe comparación posible entre el glorioso y virtuoso Ejército Libertador, aquel que se llenó de victorias en las guerras por la independencia suramericana, el que apuntaló la formación de las nuevas repúblicas en los territorios donde antes existían colonias y esclavitudes; y el actual ejército venezolano. El comportamiento de este último ha sido siniestro ante el país, sus miembros han provocado tragedias en las familias venezolanas, su existencia se ha traducido en una verdadera calamidad nacional. Es que sus armas se han puesto, de nuevo, al servicio de un régimen autocrático, represivo, corrupto, incapaz, hambreador y asesino. Ninguna vez en la historia de nuestro país un gobierno había provocado tanto sufrimiento en la población venezolana. Será recordado, en consecuencia, por lo desastroso de su desempeño, por lo que destruyó, no por lo que construyó. Sus logros se contarán en sentido negativo, en términos de pérdida, de fracaso, de tiempo desaprovechado.

Y en verdad, un país en estado primitivo es lo que nos dejara Maduro y sus complacientes militares, herederos y practicantes del más puro doctrinarismo gomecista. El desempeño por demás represivo de estos chácharos redivivos demuestra que esa perversa herencia legada a venezuela por el tirano de la Mulera es el numen constitutivo del componente armado nacional actual.



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Sigfrido Lanz Delgado


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