El trayecto doloroso del inquieto majadero: de Potosí a San Pedro Alejandrino

El miércoles 26 de octubre de 1825 Bolívar ascendió la cúspide del Potosí. Lo acompañaron en el ascenso, entre otras personas, el Mariscal Sucre, el Prefecto del Departamento, los plenipotenciarios del Plata, los miembros de su Estado Mayor y su maestro don Simón Rodríguez. Fue este uno de los días más felices en la vida del Libertador. Se encontraba extasiado, mucho más aún que cuando conoció la noticia de la victoria de Sucre en Ayacucho.

“Pocas veces, nos dice Rey y Castro, había estado el Libertador de tan buen humor. Su semblante había perdido el imponente aspecto guerrero; respiraba amabilidad y hasta en su traje se notaba diferencia. Había cambiado la bota militar por el fino zapato y ni aún quiso conservar el bigote” (Liévano Aguirre. (1988.P. 430).

Por su parte O´Leary relata de la forma siguiente aquel inolvidable momento: “Bolívar reía de contento como un niño, desbordaba alegría sin límite, los riscos de la cumbre los recorrió a saltos, hubo un momento en que tomó la bandera de Colombia y se envolvió en sus franjas, quedó en posición de pie y firme mientras tarareaba la marcha triunfal de Junín, que inmediatamente fue interpretada por los músicos de la legión; el momento fue sublime y hermoso (...) siguió luego la ceremonia de desplegar al viento las banderas: Bolívar liberó en sus manos un trozo de arcoiris y ondeó sobre la cumbre el amarillo, azul y rojo de Colombia” (O´Leary. Tomo 28. P. 405)

En la cima del cerro hubo brindis, almuerzo y discursos. Se recordó el juramento del Monte Sacro; se habló de la unidad de Colombia; el Mariscal Sucre declamó “Mi delirio sobre el Chimborazo”. En medio de tanto regocijo Bolívar improvisó, como era costumbre suya, un discurso apropiado a las circunstancias. Dijo esa vez: “Venimos venciendo desde las costas del Atlántico y en quince años de una lucha de gigantes, hemos derrocado el edificio de la tiranía, formado tranquilamente en tres siglos de usurpación y de violencia. Las miserias reliquias de los señores de este mundo estaban destinadas a la más degradante esclavitud. ¡Cuánto no debe ser nuestro gozo al ver tantos millones de hombres restituidos a sus derechos por nuestra perseverancia y nuestro esfuerzo! En cuanto a mí, de pie sobre esta mole de plata que se llama Potosí y cuyas venas riquísimas fueron trescientos años el erario de España, yo estimo en nada esta opulencia cuando la comparo con la gloria de haber traído victorioso el estandarte de la libertad, desde las playas ardientes del Orinoco, para fijarlo aquí, en el pico de esta montaña, cuyo seno es el asombro y la envidia del universo” (José Busaniche. 1981. P. 216).

Estar allí encima de aquella montaña de plata, símbolo al mismo tiempo de la riqueza suramericana y de los tres largos siglos de dominación española, era la coronación de los sueños de aquel hombre que había jurado, tempranamente, en la cima del Monte Sacro, en agosto de 1805, no dar descanso a su brazo ni reposo a su alma hasta lograr la expulsión de los invasores colonialistas europeos del territorio suramericano. Logrado este propósito con la Batalla de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824, realizó entonces Bolívar este viaje al eje de la esfera, según la calificación del historiador valenciano Asdrúbal González

En ese momento, la cumbre del Potosí era su propia cumbre. América se postraba a sus pies. Era como situarse en un pedestal y desde allí arropar con su mirada la inmensidad de un territorio que le rendía tributos. Bolívar era en ese preciso instante, al mismo tiempo, Presidente de Colombia, Dictador del Perú y Presidente de Bolivia, lo que significaba tener el poder sobre un extenso territorio que abarcaba lo que es hoy Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, y Bolivia. Nadie para entonces en América irradiaba tanto brillo. Los pueblos de esta parte del mundo lo admiraban; era su ídolo, su salvador, su redentor. En Europa y Norte América también se reconocía su hazaña. Había ingresado al sitial que la historia universal tiene reservado a los grandes hombres. Pero en el caso de Bolívar su ingreso a este sitial de honor se realizó por la puerta grande, pues su obra era de mayores méritos dado que fue un libertador, no un conquistador. Llevó sus tropas a redimir pueblos; a expulsar la tiranía; a instaurar la justicia; a reivindicar la dignidad, a aposentar la libertad. En fin, la suya fue la hazaña de un suramericano que se hizo universal instaurando la libertad donde antes predominaba la esclavitud y la tiranía.

En la tarde de ese mismo día descendió Bolívar con todo su séquito del gigante de plata. No podía sospechar en ese momento que igualmente desde ese mismo instante se iniciaba el declinar de su propia gloria. Lo que la historia tenía reservado para él no era nada comparado con los malos ratos sufridos durante la guerra. Comenzaba para el Libertador el tiempo trágico, el tiempo de los sufrimientos, el momento de las horas tristes, el trayecto doloroso. Ciertamente, de 1825 hasta el día de su muerte, el 17 de diciembre de 1830, vivirá Bolívar las circunstancias más desdichadas: la deslealtad de viejos compañeros; incesantes campañas de prensa en su contra; intrigas palaciegas; desconocimiento de sus méritos; acusaciones infundadas; vejaciones públicas; además de la desmembración de Colombia; el fracaso del Congreso de Panamá; las guerras ocasionadas por la invasión de Perú a Colombia y Bolivia. Tales hechos influyeron en su salud de manera tal que fueron minando la humanidad de aquel hombre de hierro y debilitando su espíritu. Por eso, de aquí en adelante será un ser enfermizo, débil, achacoso.

Bolívar había previsto que se le avecinaban tiempos difíciles. “Temo más a la paz que a la guerra”, dijo, avizorando la tragedia que se le venía encima. Construir repúblicas soberanas, así como formar en toda la América del sur un solo cuerpo político, era un proyecto con enemigos diversos y poderosos. Estos enemigos, a diferencia de lo que ocurría en tiempos coloniales, cuando los enemigos estaban plenamente identificados, pues eran los españoles y criollos monarquistas quienes los conformaban, ahora estarán constituidos por criollos republicanos, generales del ejército independentista, residentes todos en cada una de las ciudades de las nuevas repúblicas hispanoamericanas, compañeros de Bolívar a lo largo de la guerra de independencia.

En este nuevo contexto, las batallas políticas se librarán contra un adversario más escurridizo, más movedizo, menos frontal. El adversario de ahora no planteará batallas directas, sino que más bien se esconderá tras bastidores, como Santander que siendo el artífice del intento magnicida de septiembre, no reconoció nunca su responsabilidad en la conjura; o como Páez, autor intelectual de la expulsión de Bolívar de su patria venezolana. Tendrá entonces Bolívar que lidiar con trampas, con intrigas, traiciones, tretas, tramoyas y confabulaciones.

Pero Bolívar no estaba preparado para actuar eficazmente en este terreno, pues su personalidad no se prestaba para las dobleces. Era un hombre frontal, sincero, honesto, franco. De manera que planteado el conflicto en los términos formulados por los intrigantes secesionistas no tendrá el Libertador posibilidades de salir airoso. “En este terreno, asegura Waldo Frank, luchaban contra él todos los personalismos: el cacique local que se conformaba con mandar en una aldea; el político nacionalista, para el que Venezuela, Nueva Granada, el Ecuador, representaban un botín suficiente; y con no menos fiereza que esos, el idealista de tendencias anárquicas típicamente hispanas; el hombre que perseguía como un tesoro la libertad personal y un mínimo de gobierno; el partidario de la autonomía. Todos esos ensueños (...) chocaban contra el ensueño grandioso de Bolívar” (2006. P. 350).

Y entonces sobrevino el hecho que más desolación produjo en el alma del Libertador, nos referimos al atentado del que fue víctima en Bogotá, el 25 de septiembre de 1828, y que fue fraguado, entre otros, por el propio Vicepresidente de Colombia, Francisco de Paula Santander. Al respecto nos dice Polanco Alcántara: “Bolívar, quedó físicamente vivo el 25 de septiembre de 1828, pero ese día su espíritu murió. Quedará una sombra que no podrá sobreponerse” (2000. P. 665). En carta escrita a don Etanislao Guevara, Ministro de Relaciones Exteriores de Colombia, Bolívar deja asentado lo que significó para él aquel abominable hecho: “Tómese por donde se quiera, los sucesos del año 28 han decidido mi suerte” (Augusto Mijares. 1978. P. 364).

Su salud empeoró a partir de ese momento. En carta a O´Leary da muestras de la aflicción que lo afectaba por esos días: “Mi corazón está quebrantado de pena por esta negra ingratitud; mi dolor será eterno y la sangre de los culpables reagravará mis sentimientos. Yo estoy devorado por sus suplicios y por los míos” (Mijares. P. 351). En otra comunicación al mismo O´Leary, dice sobre este mismo punto: “Yo no puedo vivir bajo el peso de la ignominia que me agobia, ni Colombia puede ser bien servida por un desesperado a quien le han roto todos los estímulos del espíritu y arrebatado para siempre todas las esperanzas” (Mijares. P. 374).

Y, finalmente, en enero del año 1830, escribió igualmente en este mismo orden lo siguiente: “Nunca he sufrido tanto como ahora, deseando con ansia un momento de desesperación para terminar una vida que es mi oprobio” (Mijares. P. 374). No era para menos lo que estaba sintiendo aquel hombre. Fueron cinco años tormentosos, peores que los vividos durante la guerra. Todo porque las clases dirigentes se ensañaron en su contra, a sabiendas que derrotándolo impedían que cristalizara su sueño de instaurar en la América del Sur la patria libre, la patria democrática, la patria soberana, la patria socialmente justa.

El coraje del libertador no será un recurso que servirá de mucho en estas nuevas circunstancias. Su experiencia de general invencible tampoco. Sin embargo, no se rindió con facilidad Bolívar. Luchó denodadamente en estos últimos años para salvar su obra. El año veintisiete regresó a Caracas a someter al díscolo general Páez. El veintiocho se enfrentó a Santander en la Convención de Ocaña. El veintinueve montó nuevamente su caballo y empuñó la espada para someter la rebelión del General la Mar, quien como Presidente del Perú invadió Ecuador y Colombia. Pero a fines de este año desistió. Su cuerpo estaba agotado. Él se dio cuenta de ello, como lo dejan ver las siguientes palabras suyas pronunciadas por esos días: “No es creíble el estado en que estoy, según lo que he sido toda mi vida; y bien sea que mi robustez espiritual ha sufrido mucha decadencia o que mi constitución se ha arruinado en gran manera, lo que no deja duda es que me siento sin fuerzas para nada y que ningún estímulo puede reanimarlas.

Estoy tan penetrado de mi incapacidad para continuar más tiempo en el servicio público, que me he creído obligado a descubrir a mis más íntimos amigos la necesidad que veo de separarme del mando supremo para siempre...”. Procedió entonces, en marzo del año treinta, a renunciar a la presidencia de la ya debilitada República de Colombia. Ante los miembros del Congreso profirió estas palabras: “Conciudadanos. Hoy he dejado de mandaros (...) Escuchad mi última voz: al terminar mi carrera política, a nombre de Colombia os pido, os ruego, que permanezcáis unidos para que no seáis los asesinos de la patria y vuestros propios verdugos”. Se dirigió luego a la costa norte para tomar una embarcación con rumbo a Europa. Pensaba que con su retiro se salvaría la República. Pocos días antes de morir insistió en su convocatoria a la unidad. “Colombianos, dijo, mis últimos votos son por la felicidad de la patria.

Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Pero no fue esto lo que ocurrió lamentablemente. Con su muerte sobrevino para los pueblos liberados la debacle. Dos siglos de sometimiento, de explotación y hambre costó no haber completado la obra redentora del Libertador. Un nuevo agente de dominación, el imperialismo usamericano, que ya acechaba en medio de la guerra, se abalanzó de lleno sobre estos territorios y hundió sus dientes en la garganta del continente progenitor de libertadores. Dos siglos de repúblicas confiscadas tuvimos que sufrir como consecuencia de aquella derrota.

Pero, como predijo el poeta, algún día Bolívar tenía que despertar. Y despertó el hombre, según estamos viendo, ahora en el XXI, furioso, fortalecido y, tal como avizoró también aquel descendiente de los Hijos del Sol, despertó convertido en millones de hombres y mujeres dispuestos ahora sí a alcanzar la victoria definitiva y la libertad eterna.

Y despertó blandiendo su espada que nuevamente camina por América Latina, esta vez empuñada por las manos de Evo, de Raúl, de Correa, de Daniel, de Cristina, de Lula, de Dilma, de Maduro y de otros que irremediablemente se sumarán en los próximos años a esta nueva gesta libertadora suramericana, que en esta segunda oportunidad será, a no dudarlo, totalmente victoriosa, definitiva.


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Sigfrido Lanz Delgado


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