¿Culturas populares vs. hechos folclóricos?

En el ámbito de la comprensión genérica, las relaciones entre las culturas populares y los hechos folclóricos que en su interior se desarrollan, quieran o no los analistas, han sufrido también su cuota de estancamiento o, llegando hasta el extremo opuesto, han sido objeto de magnificación.

Como, en su proceso de conformación, las ciencias sociales excluyeron de su objeto de estudio las tradiciones populares y, desde luego, lo folclórico como posible sustento de sus tesis e hipótesis, no solo se hizo más difícil la focalización de ese objeto, de conjunto con su análisis objetivo, sino que se escindió la praxis de los folcloristas, los cuales se dedicaron a un ejercicio de recolección empírica que rechazaba de plano todo academicismo y, peor aún, todo punto de vista científico. La perspectiva de las ciencias se colocaba entonces por encima de las manifestaciones, en tanto ellas mismas se veían al margen. Era un resultado perfecto para controlar los efectos de la lucha de clases, pues esas ciencias respondían, en última instancia, a mecanismos de control social que deslegitimaban las prácticas folclóricas.

El hecho folclórico quedaba, así, a merced de una erosión social de fuerte implicación política. Se supeditaba a los ámbitos de la cultura dominante y se consideraba aislado del resto de la sociedad. Ello, no obstante, ocurre a partir de la formación y despliegue del capitalismo y, sobre todo, a la par del proceso que establece lenguas dominantes para el surgimiento y desarrollo de los Estados-nación. El carácter local, y sectorial, de los hechos folclóricos, junto al proceso de apropiación que los nuevos modos expresivos ponen en práctica, convierten en verdaderos problemas de diferenciación a estas manifestaciones.

A pesar de todo, el hecho folclórico se automodela dentro del metasistema cultural que permite su especialización y en relación con el infrasistema creador de resistencias étnicas, míticas y representativas de costumbres que operan dentro de la cultura popular. Pongamos el más importante de los ejemplos: el carnaval. Hoy día, no existe carnaval alguno que no haya asimilado un gran número de elementos tecnológicos, ni que se reproduzca según los modos del evento originario en el Medioevo. Sin embargo, sus bases de codificación permanecen. Donde verdaderamente surgen variables que buscan aparecer como disímiles es en el espectro teórico, en las nomenclaturas de análisis que, como ocurre, sin más, responden al propio canon ideológico que sirve de trasfondo a esas teorías.

Para Stuart Hall, el punto de partida del estudio de la cultura popular debe estar en el desarrollo y evolución del capitalismo, asociado a su necesidad de manejar y dominar las expresiones de la cultura popular. Según él:

El capital tenía interés en la cultura de las clases populares porque la constitución de todo un orden social nuevo alrededor del capital requería un proceso más o menos continuo, pero intermitente, de reeducación en el sentido más amplio de la palabra. Y en la tradición popular estaba uno de los principales focos de resistencia a las formas por medio de las cuales se pretendía llevar a término esta «reformación» del pueblo. De ahí que durante tanto tiempo la cultura popular haya ido vinculada a cuestiones de tradición, de formas tradicionales de vida, y de ahí que su «tradicionalismo» se haya interpretado equivocadamente tan a menudo como fruto de un impulso meramente conservador, que mira hacia atrás, y anacrónico.1

Si lo popular es un componente vital de la cultura, modelado estructuralmente y de múltiples maneras, e independiente, además, de supeditaciones vergonzantes, el folclor se estructura en la formación de modelos metadiscursivos que a ella misma se integran. Estos modelos se hallan organizados como manifestaciones simbólicas dentro del infrasistema de la cultura popular, con el objeto de automodelarse en virtud de su acción sociocultural y su permanencia en el sistema ideológico del proceso civilizatorio mismo. Algunos, como lo asevera Hall, son en efecto desplazados por otros, de acuerdo con la posibilidad de los agentes sociales de mantener las tradiciones a través de sus hechos, única forma de resistir los embates de dominación y de desplazamiento. Pero aquellos que subsisten, que no son pocos, necesitan —aun en el hipotético caso de gozar de plena libertad— recurrir a códigos de comunicación que se actualicen en su relación con las nuevas generaciones, parte, por demás, de ese ejercicio de dominación social en que transcurre el proceso civilizatorio.

Si el folclor fuese una supervivencia estancada de las sociedades preindustriales —como se interpreta todavía a pesar de las propias intenciones—, estaría, en efecto, condenado a muerte. Y lo más lógico es que hubiese desaparecido ya. Pero su existencia, permanencia, desarrollo y surgimiento constante indican que se produce y se automodela dentro de toda formación sociocultural. Son sus sistemas significantes los que ponen en juego su validación dentro de la formación sociocultural. La materialización del folclor se produce a partir de los signos empleados en sus discursos específicos. Los signos, como expresiones materiales del pensamiento humano, no solo legitiman su producción, sino que asientan su estabilidad comunicacional y su evolución.

Las manifestaciones que se producen dentro de la cultura popular se modelan como actos discursivos que llevan en su configuración la relación metadiscursiva hacia diversos discursos propios del desarrollo social en cualquiera de sus variantes. Ese grado menor, esa apariencia de refugio, están dados por su carácter de discurso interior de un infrasistema: el de la cultura popular. Si, como opina Jesús Martín Barbero, «lo popular no habla únicamente desde las culturas indígenas o las campesinas, sino también desde la trama espesa de los mestizajes y las deformaciones de lo urbano, desde lo masivo»,2 el folclor se autoproduce y se renueva constantemente en nuestra contemporaneidad, sobre todo dentro de la formación de lo nacional, sea cual sea el adelanto tecnológico que se alcance.

No es ya un asunto de plantear un grupo más o menos interesante de souvenires en vivo, captados en la factualidad de sus variantes, sino de comprender que la práctica es multifuncional; «dejando de servir únicamente para llenar el vacío de raíces que padece el hombre de la ciudad —explica Martín Barbero el procedimiento brasileño de la música— y arrancándose al mito de una pureza que lo mantenga atado a los orígenes, el gesto negro se hace popular-masivo, esto es, contradictorio campo de afirmación del trabajo y el ocio, del sexo, lo religioso y lo político: el mismo en que se juega realmente la lucha de clases».3 El gesto: las manifestaciones discursivas que instituyen lo popular como folclor, se establecen con procedimientos similares a cualquier manifestación artística fácilmente reconocida como cultural, esto es, ese recalcitrante pleonasmo al que nos conduce la escisión de cultura de lo culto.

Precisamente la modernidad fue portadora de la escisión. Dividió los oficios, los temas y los motivos, siempre según arquetipos de valor. Su estilo se adecuó a la división social ya proyectada desde el propio desarrollo del capitalismo. Las tradiciones populares pasaron a una exotopía siempre renovable, peligrosa en los grados de la leyenda negra, o ingenua en los apareamientos sintácticos con los hermosos e impulsivos personajes autóctonos. Pero la necesidad de un cambio paradigmático en la investigación etnológica, antropológica e histórica del folclor fue emergiendo precisamente con la extensión de esos fenómenos a zonas que antes no habían sido consideradas como folclóricas. La misma improcedencia científica, dada fundamentalmente en la parcialidad de sus conclusiones y en la falta de audacia proyectiva, condujo a la búsqueda de una relación teóricamente definida entre esa ola folk sustancialmente arcádica y lo popular y lo masivo que dinamiza la constante actualización urbana. Así, ese sistema de oposiciones no puede ser definido, en conclusiones de Tulio Hernández, «a partir del conflicto existente dentro de una comunidad aislada que se ve amenazada por unas prácticas culturales exógenas, sino desde la capacidad que tiene un grupo, una etnia, una comunidad o una nación para tomar decisiones culturales autónomas dentro de la multiplicidad de ofertas simbólicas y opciones civilizatorias ahora colocadas a su disposición ya sea como oferta o como compulsión».4 Esta conclusión del sociólogo venezolano está compulsada por el artículo «Descolonización y cultura propia», de Guillermo Bonfil Batalla, en el que se establece la relación entre los elementos culturales y la capacidad de decisión que tienen sobre ellos los usuarios. Por demás, las búsquedas futuras que Hernández propone son dos:

conservar la memoria y el testimonio de las creaciones populares, y
comprender los cambios y actualizaciones en la cultura vigente —viva— en los sectores populares.



Estas proposiciones tienen como objetivo «recuperar como problema la “subjetividad en la cultura” de los sectores populares, es decir, recuperar la unificación entre el “dato” que se estudia o la pieza que se “recolecta” y los sujetos sociales que son creadores y portadores». La indagación, desde luego, es situada por él «más allá de los listados de hechos, descripciones y taxonomías»,5 esto es, también en lo religioso, lo cosmogónico, lo político y lo simbólico de sus manifestaciones.

Y ese más allá es, también, el tantas veces absoluto olimpo de la investigación y su propio discurso expositivo.

@JorgeAngelHdez

http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idcolumna=29
Ensayista cubano. Preside la Sección de Escritores de la UNEAC de Villa Clara.

Notas:
1- Stuart Hall: «Notas sobre la desconstrucción de “lo popular”», en Samuel, Ralph (ed.): Historia popular y teoría socialista, Crítica, Barcelona, 1984.
2- Jesús Martín Barbero: «Lo popular hoy: existencia múltiple, conflictividad, antigüedad», en Signos, no. 36, pp. 22-42, p. 23.
3- Ídem, p. 38.
4- Hernández: «Pueblo, cultura y futuro», en Signos, no. 36, pp. 85-92.
5- Ídem.


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