Ante el dolor de las iguales

Cuerpos femeninos y resistencias en los conflictos armados


Emma González
La Madeja


Desde la Antigüedad el cuerpo de las mujeres ha estado aherrojado al llamado «arte de la guerra». La dialéctica de los conflictos desde tiempos inmemoriales ha usado el cuerpo de las mujeres para convertirlas en convidadas de piedra de los conflictos. Una breve reflexión sobre la guerra, sobre las relaciones de poder y desigualdad que la generan, y sobre la imágenes que nos sitúan como espectadores omniscientes aunque no objetivos (y utilizo el genérico masculino conscientemente), desvela una realidad mucho más poliédrica. El feminismo ha aportado, en este sentido, un enfoque diferente sobre colectivos que parecían no existir ni participar de/en la guerra.

Lejos de ser realidades neutras, los conflictos armados son expresión última de los sistemas de poder absolutamente disimétricos. Y su génesis está marcada también por las relaciones de género que existen en las sociedades en conflicto. Es necesario reformular su análisis desde esta perspectiva si queremos profundizar en los roles que ocupan hombres y mujeres, y en las experiencias, narraciones y resistencias de las mujeres. Desde esa óptica, la tradicional visión de las mujeres como víctimas se vuelve insuficiente y nos obliga a percibir una realidad mucho más compleja y desestructurada. Los estereotipos recurrentes en la narrativa –tanto visual como textual– de los conflictos armados se diluyen; ya no sólo aparecen mujeres llorando sobre un ataúd, sino roles y estructuras que se transforman, se re-definen.

Cuando Virginia Woolf, en Tres Guineas, apunta valientemente la diferente percepción de la violencia entre hombres y mujeres, pone una primera piedra para el posterior debate sobre si las mujeres tenemos mayor capacidad para la paz; si nosotras damos la vida y ellos la quitan, o si la guerra va unida al concepto de masculinidad. Ante la pregunta de su interlocutor «¿cómo hemos de evitar la guerra? », aclara que el sobreentendido «nosotros» no la incluye como mujer; que la guerra tiene sexo, y es masculino. Para ella la pregunta importante era ¿por qué la guerra? Como aclara Susan Sontag, en Ante el dolor de los demás, la guerra es genérica, y las víctimas son genéricas y anónimas.

En los conflictos las diferencias de género acostumbran a exacerbarse. La violencia está legitimada y articulada desde presupuestos patriarcales. O quizás debamos decir kyriarcales (kyrites-señor), pues las relaciones de desigualdad y subalternidad se apoyan en la diferencia económica y el control de recursos. Las mujeres son un recurso, y como tal debemos entender que el continuum de la violencia contra ellas en contextos supuestamente en paz, nos lleva directamente a su uso en contextos de guerra.

Los «daños colaterales» encubren de un lado el control sobre el cuerpo, y del otro el desprecio por el «cuerpo subalterno». Y es que, como ya apuntara Foucault, el cuerpo está directamente inscrito en el campo político de la dominación. La vejación de los cuerpos de las mujeres sirve como medio para humillar a toda la comunidad; consecuencia de la dialéctica patriarcal en la que las mujeres son las sustentadoras de la honra colectiva, las transmisoras de los valores comunitarios, y quienes representan semióticamente el cuerpo-nación-territorio. Las humillaciones se ocultan para preservar la honra, imperan silencios por el estigma social y por la difícil re-edificación identitaria desde una acción individual. El cuerpo se utiliza también como medio para configurar un mensaje codificado con intereses ideológicos bien marcados (pensemos en las imágenes que acompañan a la información sobre los conflictos).

El territorio corporal femenino ha sido y es una cartografía de los abusos de guerra: en la ex Yugoslavia las violaciones públicas de mujeres buscaban la expulsión de las comunidades musulmanas; en Ruanda unas 60.000 mujeres fueron violadas e infectadas de VIH; en Bosnia algunas de las mujeres violadas (que se estiman en 40.000) fueron encerradas para impedir el aborto y que así estuvieran obligadas a parir hijos serbios. La usurpación del propio cuerpo y la humillación son los medios para «cosificar» a quien la violencia subyuga, como denuncia Simone Weil en su excelente ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza.

Sin embargo, la violencia puede por otro lado exaltar a quien somete, convertirlo en mártir/héroe, sacarlo de la sombra anónima de su existencia, y huir de sus realidades. De las pocas niñas soldado que se han atrevido a hablar, la gran mayoría reconocieron haberse alistado para huir de la violencia sufrida en el seno de su familia; buscando una oportunidad de libertad y mejora. Y a renglón seguido cuentan que han tenido que «cumplir» unas cuotas de entrada muy altas. Como en Uganda, donde el Ejercito Nacional de Resistencia las utilizaba como esclavas sexuales, o como las mujeres nepalíes de la guerrilla maoísta, que eran forzadas por sus compañeros hasta doce veces en una noche. Los desplazamientos de refugiados civiles tampoco resultan un contexto seguro para las mujeres, como atestiguan en los campos de Burundi o Liberia.

Si observamos el trato a rehenes y víctimas, sean hombres o mujeres, nos damos cuenta de que experimentan un proceso de feminización. Como si de un axioma se tratara, aquella persona a quien se quiere anular bajo la humillación más profunda, se verá sometida a un trato que identifica su debilidad y cosificación con «lo femenino». La violencia es ejercida a través de modos que tienen más que ver con la dominación y la agresión de género, que con estrategias propiamente bélicas.

Las mujeres han sido y son principales víctimas de la violencia desarrollada en los conflictos bélicos. Quedarnos en esto puede reforzar la idea de que sufren pasivamente y que lloran como madres, hijas o esposas; redundando así en los estereotipos y dejando la agencia en manos de los hombres. Sin embargo, las mujeres han sido las que han despertado con las protestas más certeras a la comunidad internacional en materia de derechos humanos. Se han organizado, han levantado la voz y han re-definido sus roles en favor de la paz positiva (la paz negativa sólo contempla la ausencia de guerra). Redes de solidaridad y construcción de nuevas vías de desarrollo han jalonado la historia de las mujeres. Y ellas han utilizado su cuerpo y su subjetividad como campaña para lanzar un grito de protesta. Son las Madres de Plaza de Mayo, las Bat Shalom, las Black Shash de Sudáfrica, Mujeres de Negro, o la Asociación de Mujeres Revolucionarias de Afganistán (RAWA). Mujeres que han tenido respuestas de resistencia a la violencia estructural, contra la pobreza, la discriminación, la exclusión y el machismo.

¿Somos entonces las mujeres más proclives a la paz? ¿Es la guerra un tema de hombres? Si sostenemos este pensamiento suscribimos la dicotomía del cuidado/protección relacionado con lo femenino/masculino. Incluso terminaremos afirmando la mayor agresividad masculina –en términos etológicos–- frente a la mayor capacidad para la crianza de las hembras. No se trata de una mayor conciencia de justicia por ser «dadoras de vida», sino que la condición diferencial de género en su contexto genera una capacidad analítica diferente, desde otra óptica, que lleva a entender la acción/respuesta desde otros lenguajes. Vivir desde la condición de alteridad genera respuestas y resistencias diferentes a los conflictos armados. Desde la presencia política y la toma de espacios en la acción local, observamos la articulación de todos esos procesos de resistencia y reivindicación. Es el impacto de las mujeres que han entrado en conflicto para una paz que no sea solamente ausencia de guerra, sino ausencia de inequidad.

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