El fracaso de la OEA, es un fiasco para todos, resultado de la arrogancia del poder de las minorías allí representadas

Base de operaciones

La aspiración de la Casa Blanca de “monitorear” la “democracia” es equivalente a la idea de hacerlo con “la belleza”. Uno y otro termino son objeto de selecciones morales, por lo tanto intrínsecas a la persona. Es una cuestión de sentimientos imposible de racionalizar. Es ilusorio medirlos por ser valores. Estos sólo pueden medirse en el campo económico. Y aun la medida – la moneda – es relativa. De modo que lo más que se podría hacer es establecer una reglas, como en la ética, que proporcionasen criterios válidos para la selección. Y aquí se plantea un problema fundamental: ¿quién establece las normas?. Partiendo del propio valor – la democracia - la respuesta sería el consenso popular. Pero este no es absoluto. La minoría disidente, o no le da significado (apáticos) o, su preferencia es otra (contestatarios). En consecuencia el valor no es absoluto, sino un resultado de la necesidad o el juicio de otros. Y, ¿no tiene derecho esa minoría, en un ámbito democrático, a disentir?. La respuesta es sí. Por lo tanto el intento de imponer esas normas, como en el caso de la Carta Democrática de la OEA, es por principio antidemocrático. Y la tentativa policial de vigilar su aplicación – muy propia de los regímenes fundamentalistas ultraconservadoras – es simplemente un ejemplo de la arrogancia del poder. Y en el caso concreto de nuestra realidad, donde una minoría quiere imponer sus reglas sobre la democracia, su aspiración es simplemente una estupidez. Ni siquiera tienen el poder para ser arrogantes. Tendrían que pedirlo prestado, como abiertamente lo ha hecho “Sumate”

Pero el caso tiene un carácter dramático cuando el valor no esta ligado a la necesidad, como sería la situación en la América Latina. Privilegiar “la democracia”, sobre “el bienestar” o la “seguridad” en el debate político de la región es como discutir del “sexo de los ángeles”. De allí el fracaso de la XXXV Asamblea General de la ONU. Allí no hubo ni ganadores ni perdedores. Si algo se demostró allí fue el descalabro de la arrogancia del poder, porque hasta ahora ese organismo no ha sido sino un congreso de minorías que controlan el poder en los pueblos de la región, a los que le quieren agregar los grupos de interés – la sociedad civil – que lo controlan en áreas funcionales transnacionalizadas. El pleito allí es entre minorías soberbias, no entre las mayorías humildes desinteresadas en ese tema y, probablemente con otros valores en su escala axiológica. De modo que seguirá existiendo ese divorcio, entre esas minorías poderosas y las mayorías populares, traducido en violencia autodestructiva para ambos. La máxima expresión de la estupidez humana. Porque esa violencia no la causan ni los Castros ni los Chávez. Ellos no son sino íconos que pueden fácilmente substituirse, como ha ocurrido a lo largo de nuestra historia. Siempre habrá un Bolívar, un Sandino, un “Che” Guevara, que exprese la inconformidad de los pueblos frente a la arrogancia del poder y, siempre habrá noches de terror para esas minorías ensoberbecidas.


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Alberto Müller Rojas


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