Definitivamente, los maracuchos son los pastusos venezolanos

Esa Maracaibo que suspira por el “filósofo refugiado en Lima”, no es digna de que tenga en sus anales al gran general en jefe Rafael Urdaneta. Esa Maracaibo que se rinde en pleitesías ante una vacua como Evelyn de Rosales, ante un manganzón que es puras tripas como el Pablo Pérez; que aún llora el “ostracismo” del portentoso ignorante, malandro y ladrón de Manuel Rosales…

¿Qué tendrán en la cabeza esos idólatras maracuchos que se inclinan ante estos pútridos ídolos? Pues tiene puros Mickey Mouse, puras pajillas mayameras, manerismos gringos a granel, la fascinación asquerosa por el consumo que le inocularon los patanes de las compañías petroleras.

En definitiva, esos maracuchos devotos del malandro “filósofo” desearían para su tierra que ésta fuese como un filón de mierda al estilo de la actual Panamá.

Durante la guerra de independencia hubo un territorio que fue furiosa y desaforadamente pro-goda, amante con locura del rey imbécil de Fernando VII: el actual Departamento de Pasto.

Las regiones de Pasto y Popayán,  el Cauca en general, para la época de la conquista estuvieron pobladas por tribus, que a decir de los españoles, eran feroces y antropófagas. Según los testimonios de estos mismos cristianos, los aborígenes de estas regiones tenían técnicas muy peculiares para destrozar  a sus víctimas. Algunos usaban cordeles  para atar y colgar por los pies a los señalados para ser sacrificados, y después, en medio de ritos espantosos, mutilarlos, atasajarlos. Los indígenas acababan atontados por el hedor de la sangre, los gritos y convulsiones; retirábanse luego a podrir sus sueños, mientras perros y aves de rapiña se disputaban los restos del festín.

Cuando Simón Bolívar conoció de cerca la condición de estos grupos humanos, sintió la urgente necesidad de crear leyes que morigeraran esas abominables costumbres. Pero no había modo de sentar orden alguno en este sentido, en medio de una pertinaz guerra y en un Estado en las últimas, sin las elementales bases morales ni la tradición política necesaria (como la exigida por Europa y que llegó terriblemente deformada por el invasor), que permitiera incorporarlos a una sociedad equilibrada y justa. El conflicto de intereses desarrollado por la cultura occidental, introducía elementos contradictorios tremendos que en lugar de suavizar las diferencias, las complicaban. Esto fue previsto también por el Libertador, quien cruzándose de brazos, horrorizado, llegó a exclamar: "La influencia de la civilización indigesta a nuestro pueblo, de modo que lo que debe nutrirnos nos arruina".

Es que la influencia de la civilización era en sí, la propia muerte, las más refinadas monstruosidades para cometer crímenes, masacres, devastaciones, genocidios.

En medio de la guerra, el recurso para controlar la despiadada reacción de los pastusos contra el ejército Libertador, fue el uso de la fuerza. Iba a oponerse a la bestialidad, la bestialidad misma, y las consecuencias de este enfrentamiento serían horribles, tanto que la estabilidad de la República dependió por muchas décadas del humor de estos furibundos grupos en rebeldía.

Después de la batalla de Bomboná, cuando Bolívar palpó el desenfrenado ardor de esta raza, y procurando evitar que los niños fueran envenenados por el odio enfermizo y criminal que les había infundido el contacto con los españoles, dijo[1]:

Los pastusos deben ser aniquilados y sus mujeres e hijos trasplantados a otra parte dando a aquel país a una colonia militar. De otro modo Colombia se acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto y embarazo aun cuando sea de aquí a cien años, porque jamás se olvidarán de nuestros estragos aunque bien merecidos.

Predicción que se cumplió de modo terrible y fatal para Colombia.

En fin, un indio rudo, fuerte, proclive a practicar un fanatismo feroz en defensa de su tierra y de sus mismos colonizadores. En esta región el indígena retribuyó con largueza todas las exigencias que impuso el conquistador. Esa es la Maracaibo que se rinde ante la burda derecha, una espada traidora y vil, clavada en lo más sagrado de la patria: tozuda, pitiyanqui, frívola, imbécil.



[1] Memorias del General O'Leary.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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