Más que una frivolidad

La frenética coyuntura en la que vive Venezuela impide un análisis de largo alcance. La situación de desabastecimiento e inflación, hinchada por las tácticas de acaparamiento y especulación y agravada por el desplome de los precios del petróleo, requiere respuestas rápidas a las urgentes demandas populares. En paralelo, la derecha presiona para derrocar a Nicolás Maduro con la complicidad de un cerco internacional -en lo político, lo mediático y lo paramilitar- con una intensidad pocas veces vista.

Pero lo que está ocurriendo en el país caribeño no se circunscribe a un presidente  que quiere mantenerse en el puesto para el que fue elegido,  una oposición que pretende echarlo y una situación negativa adversa que impacta en las mayorías populares (aunque en la exclusividad mediática de la que goza la derecha se da voz de forma mayoritaria a las clases medias y medias-altas, a las que si bien también les afecta la crisis, lo hace en mucha menor medida).

En realidad, lo que se dirime en estos momentos en Venezuela es qué propuesta articulará el país en las próximas décadas, y no sólo en lo económico o en lo político sino también en el sistema de valores que sustenta a todo el edificio social. No se trata específicamente de cuál será el partido gobernante, el presidente en ejercicio  o quién ganará las elecciones -aunque obviamente el triunfo de una propuesta sobre otra necesariamente tendrá un reflejo a corto plazo en los resultados electorales-.

La interrogante se centra en cuál será el sentido común de época resultante de este combate que se viene fraguando desde finales de los 80, cuando el neoliberalismo en Venezuela alcanzó su cénit y a partir de ahí comenzó su declive, con la revuelta popular del Caracazo y la subsiguiente represión (cerca de 3.000 personas asesinadas, según agencias internacionales) como parteaguas.

Todo sentido común de época se construye en torno a unos valores que son asumidos por la población como ciertos, no cuestionables, verdades objetivas. Como teorizó Gramsci, la legitimidad de estos valores viene dada porque no son inoculados en el cuerpo social por la fuerza, sino que éste los incorpora de forma acrítica a través de la labor constante del sistema educativo, la religión, los medios de comunicación… Un gota a gota continuo que dota al poder gobernante del consentimiento acrítico del gobernado, aunque éste crea que decide en la más completa libertad.

Los políticos no son los más indicados para expandir el sistema de creencias. Sobre ellos pesa siempre la sospecha permanente. Religiosos y maestros eran más efectivos. Y progresivamente se incorporan los medios de comunicación, con periodistas y opinadores de toda laya y ya más recientemente los iconos del mundo del ocio y el espectáculo como difusores de creencias.

Por eso es más revelador escuchar a Diana D’Agostino, esposa del presidente de la Asamblea Nacional, Henry Ramos Allup, que a su propio marido. Fue preguntada en un programa de variedades de televisión sobre las críticas gubernamentales a una sesión fotográfica para una revista del corazón, en la que posaba en su casa, una vivienda inalcanzable para la inmensa mayoría del pueblo venezolano.

“Criticó el Gobierno, porque está mal acostumbrado a que sus mujeres estén desarregladas, estén sucias, anden sin maquillaje”, respondió. D’Agostino continuó su discurso: “Las venezolanas no somos así. Las venezolanas somos mujeres, primero, que nos gusta arreglarnos. Segundo, lo que yo le dije en estos días a una entrevista que me hicieron, yo me visto como yo quiera porque además de todo, lo que yo tengo me lo ha dado mi  marido; yo no le he quitado nada a nadie para vestirme a diferencia de las mujeres del Gobierno”.

La entrevista finalizó con un nada disimulado intento de pretensiones hegemónicas: “Quien criticó fue el Gobierno. El resto de las personas se sienten identificadas, porque la venezolana es así, la venezolana lo que quiere es lucir”. Como colofón, el apoyo cómplice de las entrevistadoras, una de las cuales le señala que “ser bella no es malo” y la otra apostilla que “ser rico tampoco”.

Estas declaraciones no son una salida estrambótica de una persona de la alta sociedad que vive alejada del mundo real. Tampoco es una excentricidad propia de una millonaria. Lo que está haciendo Diana D’Agostino es utilizar estereotipos que están firmemente anclados en el inconsciente colectivo, desde el aspecto físico como ratificación de la condición femenina hasta el enriquecimiento como sinónimo del triunfo social, y que son sumamente eficaces para el capitalismo neoliberal. Todo en boca de una persona de presunto éxito que puede ejercer como modelo, icono o meta para las mayorías populares.

En sus palabras, aparentemente frívolas, se condensa toda una imposición de una forma de ver el mundo que choca frontalmente con aquella que defiende el chavismo y, por extensión, los movimientos de emancipación latinoamericanos del siglo XXI. Esta es la batalla que está en marcha y que va mucho más allá de la resolución de los problemas económicos del momento.



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Alejandro Fierro


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