¿Leopoldo López condenado, como el pez, por la boca?

Hace tiempo nos enteramos de que una de las pruebas que reposan en el expediente acusador del juicio contra Leopoldo López consta del análisis discursivo realizado por una profesora de la ULA (Rosa Amelia Azuaje) a entrevistas y participaciones públicas realizadas por el susodicho, días antes de los sucesos de febrero y durante su llamado a «La Salida». Este hecho ha generado una polémica importante en el mundo académico y jurídico. Sé de los ataques efectuados a la profesora Azuaje por miembros de su propia comunidad universitaria. También del intento de desacreditación que otra connotada profesora (Alexandra Álvarez) enfiló contra ella. Se suma a todo lo anterior las amenazas de muerte con que se ha intentado intimidarla en su propia residencia, donde vive sola con su hija menor. Todo porque hizo algo que desde hace años vienen haciendo los analistas del discurso: demostrar que lo que decimos incide y transforma el mundo material.

Según tengo entendido, y lo confiesa la misma profesora, la Fiscalía le entregó unos videos de López y le pidió que realizara un desmontaje del discurso para determinar si entre lo dicho por este sujeto y lo ocurrido a partir del 12 de febrero del año pasado se podía establecer alguna relación causal. Y la Profa. Azuaje hizo su trabajo. Los opositores se han dedicado a atacarla porque consideran que los resultados de su trabajo no son confiables e inculpan, alevosamente, al pobre Leopoldo López. El asunto está en que su análisis discursivo sería dudoso, difuso, poco confiable, empíricamente no demostrable. He aquí el punto crucial. La disputa.

En el trabajo entregado a la Fiscalía, la Profa. Azuaje concluye que López no hizo llamados directos a quemar carros ni a matar, pero que al no hacerlo o al producir otras prácticas discursivas y al estar inmerso en un contexto determinado (ser el líder convocante en una manifestación en medio de un ambiente extremadamente violento) en la que se produjeron sus participaciones, no se podía desestimar una relación causal entre los sucesos (alteraciones del orden públicos y hasta asesinatos) y sus prácticas discursivas. Es decir, la Profa. Azuaje hizo lo que hace una buena analista de discurso: logra pesquisar, a través de las palabras que se dijeron, dónde se dijeron y cómo se dijeron, la relación causal entre el plano simbólico del lenguaje y el plano material del mundo físico (las manifestaciones y sus correspondientes actos criminales). Nada más.

Creo que lo más interesante de todo esto está en la aceptación (o no) de que este tipo de estudios puedan ser utilizados para determinar la responsabilidad (o no) de un sujeto en ciertos sucesos sociales. La principal objeción y el principal argumento (¡¡hecho por algunos connotados analistas del discurso opositores!!) es que López no dijo que había que incendiar o matar a nadie. No lo dijo explícitamente… ¡Por Dios! ¡Que lo digan los politiqueros opositores, vaya y pase, pero que lo digan estudiosos del discurso, es avergonzarte! ¿Por qué?

Los estudios del discurso tomaron bríos desde finales de los años sesenta hacia adelante. Tres grandes aportes fueron decisivos para ello: la noción de actos de habla de John Austin, (perfeccionada por J. Searle), los aportes, desde la filosofía del lenguaje, de Paul Grice con sus máximas conversacionales y la Teoría de la Pertinencia de Sperber y Wilson. Los primeros (Austin y Searle) nos vinieron a demostrar que cuando decimos algo, hacemos algo. Decir es hacer. Es más, existen actos verbales en los que hay que decir algo para que algo pase en el mundo (el mundo cambia). Por ejemplo, no se está «casado» hasta que un cura o un prefecto (tienen que ser un cura o un prefecto, que tiene la autoridad) dice «los declaro marido y mujer». Por su parte, los esposos Sperber y Wilson nos dejaron una teoría también poderosamente revolucionaria (desarrollada de una parte de la teoría de Grice): la demostración de que no todo lo que decimos está codificado o plenamente expuesto en las palabras. Es decir, no todo lo que queremos decir, lo decimos. Que hay mucha información que nuestro interlocutor interpreta y reconoce que el emisor dijo aunque el emisor no la haya dicho en lo que dijo. Suena como un trabalenguas, pero no es así. Un ámbito comunicativo que demostró este uso del lenguaje fue el de los enunciados adversativos (con «pero», «sin embargo», «no obstante», etc.). Hagamos un ejercicio de comprensión: Supongamos que tú me dices «Eres negro pero buena gente», ¿Qué interpreto yo de esta afirmación? Evidentemente yo tengo que acusarte de estar afirmando que los negros son mala gente y que no me alaga que me excluyas de tu vil creencia, aunque me la presentes como un cumplido. ¿Qué ocurriría? Seguramente tú te defiendes diciendo «Yo no he dicho eso. No usé esas palabras», y con esto, eludes la responsabilidad de tu acto discriminatorio. ¿Quién tiene la razón? Es lo que afirman los que defienden a López: que no dijo «vayan a quemar carros, quemen la fiscalía, pongan guayas que decapiten». Sin embargo, este argumento es un tremenda sandez, y que me disculpe la connotada profesora Alexadra Álvarez. Si lo hubiera dicho, no haría falta un analista del discurso. Existe un consenso epistemológico general en que no toda información que un hablante quiere transmitir, la codifica en el código explícitamente, sino que la deja sumergida, pero que todo receptor es capaz de alcanzarla, obtenerla sin mayores problemas. Esto sucede debido a que el emisor deja huellas (lingüísticas y contextuales) que conducen al receptor a descifrarla. Lo que hace un buen analista del discurso es encontrar esas huellas, evidenciarlas, sistematizarlas y demostrar cómo ellas son las responsables de la otra interpretación, la sumergida. ¿Por qué? Porque estas huellas orientan la interpretación que se propone a los receptores.

Lo mejor del caso es que toda la pléyade de analistas del discurso, comandados desde la escuela generada por la UCV y la UPEL (Caracas), se han vuelto repetitivos en sus estudios para demostrar que el discurso de Chávez y los chavistas es excluyente, violento, segregacionista, perturbador de la armonía familiar y social, militarista, manipulador, incitador a la confrontación, etc., etc., etc., etc., etc., etc. Es decir, según sus sesudos análisis del discurso político de Chávez (porque siempre toman como única y exclusiva muestra el discurso de Chávez o los chavistas, como si fuera el único discurso político que circula en Venezuela) presenta una relación causal en la forma en que ahora los venezolanos nos relacionamos en el espacio público. Para ellos, en el caso de Chávez sí funciona el análisis, pero en el caso de Leopoldo López es dudoso como prueba.

Lo que yo, desde mi humilde opinión, veo como importante, clave y transcendental en esta diatriba es el hecho de que este tipo de estudio sea asumido como indicio suficiente de criminalidad de un sujeto determinado. Me refiero, e insisto, en que un análisis del discurso que demuestre que las prácticas discursivas implícitas de un sujeto (prácticas inmateriales, simbólicas), sean o puedan tomarse como pruebas contundentes, irrefutables e incriminables de su comportamiento social (prácticas materiales y físicas). Es ahí la discusión. Hasta ahora los estudios del discurso han demostrado que los medios influyen en los comportamientos sociales negativos en los ciudadanos, que manipulan, que los diferentes textos cumplen diferentes intenciones, que el discurso político es más lo que esconde que lo que muestra, que el discurso pedagógico posee una alta carga ideológica, que la multimodalidad discursiva actual crea nuevas identidades sociales, que el discurso trasmite y promueve valores (positivos o negativos), etc., etc., etc., etc., etc. También, hasta ahora, los académicos se conforman con hacer estos análisis y ser alabados en congresos o publicarlos en revistas arbitradas. La Profa. Azuaje establece lo que cualquier otro estudioso serio del discurso habría establecido: que hay conexión causal entre las manifestaciones discursivas de Leopoldo López y el inicio de los sucesos violentos de febrero de 2014. El asunto es otro. Un asunto jurídico, en este caso: determinar qué tanta, cuánta, en qué medida se presenta o se da esta conexión causal. ¿Por qué? Porque existen otras mediaciones que deben considerarse: que es cierto que él no lo dijo directamente (aunque, como ya hemos expuesto, no le resta responsabilidad), qué tanto participó también el acusado en la construcción del contexto de lo que se le acusa, que sus receptores hicieron su propia interpretación, que estos pudieron activar mecanismos de autorregulación, qué tan determinante e influyente era su papel como líder, entre otros. No obstante, eso le compete decidirlo a un jurista. Un buen jurista.

Como en todo en la ciencia, cada área expone y demuestra hasta donde llega su alcance. Ahora bien, ¿están las «ciencias del espíritu» preparadas para ser aceptadas con la misma credibilidad con que se acepta a las «ciencias duras»? ¿Reconocemos, con el mismo nivel de responsabilidad y preocupación, los efectos de nuestras intervenciones en el mundo simbólico como se hace con el mundo material?

De lo que estoy seguro es que la Profa. Azuaje no merece el escarnio ni la agresión a la que la han sometido.

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Prof. universitario



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Steven Bermúdez Antúnez

Profesor de Comunicación Social de la Universidad del Zulia (LUZ)

 sbermudez37@gmail.com

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