María Corina, ¿Por qué fuiste tan indolente con Juan Carlos Caldera?

Se encontraba seria, como ausente y prepotente, como siempre, meditando una pose que no delatara la enorme incomodidad por la que pasaba. Realmente ella no tenía nada que decir en aquel escenario que de por sí, colocaba de manera bochornosa en el banquillo a toda la oposición.

Hablar o no hablar. That's the question.

No podía ella defender a Juan Carlos porque no se encontraba en su estilo de lucha, y porque el susodicho era de una clase surgida de los matraqueros de mala muerte, propios de los militantes de AD y COPEI; ella no sabía ni siquiera cómo mostrar su rostro cuando la enfocaban, y optaba por sacarle el cuerpo a aquel tufillo de ganapanes que le rodeaban y que la asfixiaban con sus modales de ínfimos rateros.

Ella nunca se habría ensuciado de esa manera por sesenta mil piches bolos. Qué bajeza más degradante.

Ella además lo había planteado multitud de veces a sus más cercanos colaboradores: “No se puede recibir ayuda de “amigos” en Venezuela, porque hay demasiados ojos sobre nosotros”.

Lo que la USAID les aporta, por ejemplo, se hacía a través de Colombia, Perú, Panamá o México, y llegan camufladas por distintos caminos verdes, y principalmente manejados por expertos agentes encubiertos al servicio de los gringos, que sirven a empresas importadoras.

Evidentemente para María Corina lo que le había pasado a Caldera era una práctica muy común de los bajos fondos, y le repugnaba a su condición de mujer “delicada”, de “mundo”, de “elevados dones” verse confundida con tamaños arrastrados.

Cuando Juan Carlos terminó su discurso, él le miró implorante, y no sólo a ella, sino también a Julio Borges, a Guanipa y hasta el merotrópico William Dávila Barrios. Había renunciado a su investidura coño, y lo habían aplaudido.

“-Te inmolaste como un pendejo, pero igual si no te inmolas te jodes”, oyó que le dijo Barboza.

Lo más que podían hacer por él, aquellos colegas era aplaudirle y darle un abrazo. Sólo Miguel Pizarro se desgarró dando gritos que a nadie convencían. Miguel le terminó diciendo cuando la abrazaba: “-Eres un gran ejemplo para las futuras generaciones”, y en ese momento Juan Carlos sintió que la farsa lo hundía en el centro de la tierra. Si era un ejemplo porque de pronto todos sus colegas dejaron de pedir la palabra: “-Tú María Corina por qué no hablas…”

Todo aquello era de ultratumba, y María Corina Machado al fin musitó por allí vagamente el planteamiento de revisar lo expuesto por Aponte Aponte en una declaración jurada, donde reveló que condenó a comisarios y efectivos de la Policía Metropolitana por los sucesos del 11 de abril siguiendo órdenes del presidente Hugo Chávez. Fue lo único que ella podía hacer por Juan Carlos, tratar de desviar el fuego cerrado que contra él se lanzaba, trayendo a colación algo que nada tenía que ver con aquel debate.

Estaba María Corina muy sofocada, con aquel traje blanco tan impecable y que tanto contrastaba con aquel debate que le ofendía. Cuando se retiraba, Juan Carlos le dijo: “- María Corina, ¿me podrías dar unos minuticos, por favor?” Ella le miró con harta extrañeza, como si no le oyera producto de la confusión del momento, cuando todos buscaban la salida. Y entonces se dio la vuelta, tomó por el carril extremo aprovechando un espacio entre varios diputados, y se hizo la sorda. Apenas escuchó en el fondo del bullicio algo como un gemido muy doloroso: “-Sólo un minutico, por favor”. Era algo que seguramente también se lo había pedido a otros colegas. Pero en definitiva, la estampida fue general, el tiro en la nuca ya se lo había dado su jefe Capriles. “-Y yo qué puedo hacer por ti, Juan Carlos…”, pensó sin remedio.

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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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