El Gran Libertador de Nuestra América

Cito a Augusto Mijares: En Aranjuez fue que conocí a Fernando VII. Le derribé la gorra jugando a la pelota. En forma grosera, me exigió que le pidiese perdón por haberlo ofendido. De no haber sido por la Reina María Luisa, que intervino a mi favor, quien sabe lo que me hubiese sucedido. Hay gente que piensa que todo aquello fue un presagio para “Narizotas” de que algún día le tumbaría la Corona. Desde aquel entonces le tomé odio y desprecio a los reyes, y en particular a los Borbones, casta venal de prostitutas y rufianes. Desde ese momento se acabaron mis veleidades nobiliarias y mi amor por la monarquía. Algún día, muy pronto, organizaré una expedición y desembarcaré en España para liberar al pueblo español de sus reyes y echar al mar a los Borbones.

Su hazaña sureña, su paso del Caribe al Pacífico:

Seguido de sus edecanes y de un piquete de húsares de la guardia de honor, tomó el camino de Lima, distante a dos leguas de La Magdalena. Se dirigía hacia la inexpugnable fortaleza de El Callao, donde al fin los españoles, luego de resistir por dos años, decidieron capitular ese día y en su presencia. Con la rendición de El Callao, desaparecía el último bastión colonial en la América Continental. “Pronto iré sobre Cuba y Puerto Rico —había dicho—, para que no le quede a ‘Narizotas’ nada de su vasto y antiguo imperio”.

Nacerá caraqueño y mantuano e inmensamente rico, lo que ya determina un acento especial. Queda huérfano de padre y madre y a merced de sus tutores, que no siempre lo quieren, a muy temprana edad, lo que representa un nuevo componente en su ya polimorfa cromía. Es noble provincial, insuflado de orgullos de casta, y el destino lo hace zambo, dando al traste con las veleidades nobiliarias que le inculcaron. Bolívar sin embargo, y a pesar de esa fijación incestuosa hacia el terruño, no sólo huye de Caracas sino que la disminuye y posterga al transferirle a Bogotá el rango de ciudad capital. Bolívar es impredecible y desconcertante. Era un gentleman en toda la regla. Meticuloso hasta lo obsesivo y honesto en materia administrativa (Tomen ejemplo boliburgueses) y sinuoso en el respeto que le merecen las leyes de la República, de la que es artífice, y que se salta a la torera, entre sofismas, o frontalmente impositivo, como sucedió en la Convención de Ocaña. El Libertador es ejemplarmente sincero en sus planteamientos ideológicos.

—A él, Páez no le gustó para nada desde que lo conoció en Cañafístula. Se le palpaba por encima de la ropa su ambición desmedida y su naturaleza pronta a la insubordinación. Como podrán imaginarse, la alianza con Páez se hacía indispensable, si queríamos salvar la República. Páez es tan salvaje como los hombres de su horda, ya que no merece otro nombre. Es hipócrita y ladino como un sacristán y a la hora de asesinar no lo piensa ni por un momento, tal como lo hizo con mi jefe, el Coronel Servier, quien le hacía sombra por su mayor talento y experiencia y por guardar en un cofre doblones de oro para proseguir la guerra.

Páez no sabía leer ni escribir, lo que disimulaba a medias y que a Santander, al igual que los neogranadinos, lo llenaba de irritación “ya que no era posible que estuviesen juntos tanto poder y tamaña ignorancia”.
Páez era zamarro e hipócrita. ¿No le recomendaba por carta que se coronase rey, al mismo tiempo que encendía el odio de las turbas diciéndoles que Bolívar sólo quería coronarse y darles títulos nobiliarios a los mantuanos, los opresores de siempre y de los que se pensaba se habían liberado?

—Era el primer día de 1827 cuando desembarcó en la fortaleza de Puerto Cabello, el único lugar en Venezuela donde podía hacerlo ya que había sido tomado por su sobrino Briceño Méndez. El país entero estaba en su contra. José Antonio Páez, el llanero simplón y festivo, había resultado tan bueno para la intriga como ya lo era como estratega y conductor de tropas. So pretexto de que Venezuela no quería ser un estado más de su quimérica Gran Colombia, hizo que el país cerrase filas en derredor suyo. No es posible, había dicho, lo puso en boca de la gente, que un imperio hecho con sangre venezolana tuviese villa y corte a Santa Fe de Bogotá.

En Puerto Cabello, le decía aquella tarde José Palacios, su mayordomo: Si a lo largo de tu vida fuiste gavilán para caer certeramente sobre tus enemigos, ahora te estás pareciendo demasiado al alcatraz viejo que si de joven están rápido como el otro pájaro, al perder la vista se estrella contra las rocas. Tenga confianza, mi amigo, en lo que le dice este negro, que por haber nacido en su casa y llevarle unos cuantos años lo considera su hijo o su hermano menor. Así como fuiste gavilán primito con Piar, Morillo, San Martin y los peruanos, te estás volviendo cegato. Después de volar tan alto no diferencias una sardina gorda de un peñasco. ¿Quieres que te diga otra vaina? Ni Páez, ni Santander y menos Santander que Páez: los dos, te la tienen jurada y lo que es peor es que los dos tienen mucho pueblo. Mira que te lo digo yo que te vengo siguiendo el vuelo desde que cogiste monte para dar la pelea.

Angostura: El general Urdaneta, escolta a El libertador en su primer contacto con los legionarios británicos.

Libertador: Dígame, General, su opinión sobre la legión británica.

El general Urdaneta hace un morrillo despectivo, respondiéndole con vehemencia:

—No son más que unos aventureros que antes de ayudarnos a libertarnos de los españoles han venido a saquearnos. Desde que llegaron no han hecho más que protestar por la comida y por los sueldos atrasados, desprecian a los criollos y les entran a nuestras mujeres como si fueran putas y por si fuera poco, son una cuerda de borrachos que no sirven para nada.

Los Legionarios ebrios, y en mayor número, cantaban frente a la residencia de El Libertador. Para exasperación de Bolívar y Urdaneta comenzaron a reclamar a Bolívar en tono de camaradas.

Salga usted con la tropa General —ordenó Bolívar— y luego de reducirlos al silencio agrégueles que le den gracias a Dios de no haber dormido esta noche en la casa porque si así hubiera sido los habría de haber fusilado.

Entiendo —contestó Urdaneta— ¿y qué hago si no me hacen caso?

—Haga, entonces, lo único que nos queda hacer, disparen contra ellos hasta que no quede ni uno solo para contar el cuento.

Para estupor de los legionarios veinte soldados de uniforme y morrión de largos fusiles, calada la bayoneta, salieron por el portón de la gran casa de Cornieles con la mirada asesina y el gatillo alegre. No fue necesario que Urdaneta les repitiera la estratagema de El Libertador. Dejaron de reír y cantar. Se cuadraron erectos y muy derechitos y en silencio, como se los ordenó Urdaneta marcharon hacia los cuarteles. En lo sucesivo británicos o alemanes se cuidaron bien de no excitar jamás la cólera de Bolívar, aunque continuasen emborrachándose y yéndose a las manos entre ellos y con los venezolanos.

Comentario del Libertador, referente a los embajadores yanquis:

Yo siempre tuve muy malas relaciones con los yanquis y con sus representantes diplomáticos. Al Embajador de los Estados Unidos en Bogotá lo hice salir de la Gran Colombia. Se celebraba una comida de gran coturno en la Embajada. Alguien tuvo la ocurrencia de brindar por Washington y por mí. El Embajador, que estaba borracho, comentó retador:

Washington muerto vale más que Bolívar vivo.

—¿Con que así es la cosa? —respondí a Urdaneta cuando me lo comunicó—. Pues déjame probarle lo contrario. Anda y dile que recoja sus macundales y que le doy cuarenta y ocho horas para salir de Bogotá y del territorio nacional en el primer barco que salga de Cartagena.

—¿Saben ustedes cómo se llamaba el dicho embajador? Pues nada menos que Harrison, el que años más tarde llegaría a ser Presidente de los Estados Unidos y que tanta vaina les echaría a nuestros países. Si mis sucesores hubiesen seguido mí ejemplo, tanto en Venezuela como en nuestra América, otro gallo nos cantaría; pero aquí los Embajadores americanos son algo así como Capitanes Generales en tiempos de la Colonia.
Él no quería ser rey, ni tampoco virrey. ¿Qué dirían los negros como Leonardo Infante, Rondón y tantos otros que en la primera noche de celebración “se fajaron rolo a tolete con los bogotanos”?, como le comentó risueño el primero, para arrebatarles sus hembras.
No mentía el día en que escandalizó a los congresantes de Angostura cuando, en medio de un banquete se trepó a la mesa y riendo la recorre con sus botas haciendo añicos platos y cristalería, dijo a los presentes: “Así se puede ir desde Panamá hasta el Cabo de Hornos…”
La Gloria del Libertador alcanza su cenit: En Potosí recibe a los Embajadores de las Provincias del Plata, quienes recaban su protección contra las pretensiones territoriales de Pedro II, Emperador de Brasil. El Libertador envía un ultimátum a Pedro II, y el Emperador se repliega para evitar la guerra contra El Libertador. ¿Sabía eso amigo lector? Pues sépanlo de una vez. El Libertador salvó a la Argentina de la voracidad brasilera, aunque eso no lo digan ni los argentinos, ni los historiadores venezolanos.
En ese entonces era el árbitro de Sur América. El Alto Perú se había emancipado y tomado mi nombre para bautizar a la nueva nación. Pedro II del Brasil, el poderoso emperador, me temía. Argentina quiso ponerse bajo mi protección. La constitución boliviana había sido adoptada por Bolivia y el Perú. En la Paz hube de rechazar la corona de los Andes que pretendió ceñirme el Arzobispo. ¿Qué más podía desear un hombre, luego de haber consumido las tres cuartas partes de su vida entre el dolor, la zozobra y la traición?
¿Para qué regresar a Colombia? ¿Para qué volver a ocuparse de menudencias sin sentido, cuando la vida se me escapaba a diario, por grandes que fuesen los honores y seguidas las satisfacciones? De haberle hecho caso a mi corazón, he debido quedarme para siempre en el Perú; pero el duende la inquietud que habita en mí pudo más que el hombre plácido y contemplativo que tantas veces añoré ser. Las noticias de Santander sobre los sucesos de Caracas, y de cómo Páez estaba dispuesto a acabar con la Gran Colombia, me obligaron, muy en contra de mi voluntad, a regresar a mí país. Era septiembre de 1826.
¿Qué jefe puede salir airoso en su avance si lugartenientes de la retaguardia conspiran contra él? Yo siempre he sido el hombre de las dificultades o, dicho de otra forma, como buen hispano, tengo un sentido trágico de la existencia. Y aunque sabía que con aquella estructura tarde o, temprano fracasaría en mí empresa, tomé el camino del Sur.

A los treinta y tres años nace el Libertador. En lo sucesivo, y luego de un último fracaso en 1816, su vida se encumbra por el breve lapso de diez años. A los cuarenta y tres, en la cumbre del poder, amenaza fugazmente con sobrevivirse y negar su destino de héroe solar.

Todos me traicionaron, me volvieron la espalda. Cuando abandoné Bogotá aquella mañana de mayo de 1830, ya estaba muerto.
A los cuarenta y siete años, cuando apenas se asoma la más terrible involución, muere Simón Bolívar, el Libertador.
No podíamos omitir el viaje que hacen Bolívar y Pepita Machado, su querida novia caraqueña, hacia Bogotá. Aquella bella morena fue su compañera desde 1813 a 1819. Y fue la mujer que mayor posibilidad tuvo, como dice Augusto Mijares, de ser la segunda esposa del Libertador. Pero Pepita enfermó. Y su viaje con el Libertador, “pura y bella fabulación literaria de Herrera Luque”, concluye en Achaguas, lugar en donde se le acabó la salud a Pepita. Allá está enterrada. Pero allá llegó ella solita, siguiéndole los pasos hacia Bogotá.
Quizás hay tres personas que amaron al Libertador con intensa profundidad: su mayordomo José Palacios, a quien lega buena parte de su herencia; su aya, Hipólita; y María Antonia, su dominante hermana. Los demás son siempre fugaces en su relación, a causa de esa peculiaridad nativa.
Don Francisco Herrera Luque y la Historia Fabulada:
—Su fama, como lo profetizó aquel cacique indio en Potosí: “Crecerá como crecen las sombras cuando el sol declina.”
¡Bolívar y Chávez Viven, la Lucha sigue!
¡Viviremos y Venceremos!


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Manuel Taibo


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