Estado, nación y gobierno

Existen tres términos políticos muy desvirtuados que sería prudente aclarar para enderezar algunos otros. Suele entenderse por gobierno aquella masa inoperante que nos gobierna, que hace que todo funcione mal, y que nos reduce a este camino de pesar que vivimos. Pero esta percepción, además de pecar de generalizada, incurre también en el feo vicio de desconocer cómo funciona el poder.

Rápidamente, y para despachar el primero, se entiende por Nación (y esto es alejado de lo que pueden decir los burocráticos libros de academia) a la república misma, es decir, aquel conglomerado de cosas que abarca desde los linderos del territorio nacional hasta el patrimonio mismo: sus límites, sus riquezas, gentilicio y su gente. Por su parte, el Estado es el aparato en el que se insertan todas las autoridades públicas –electas o no–, cuya licencia fue otorgada para actuar en nombre del colectivo. Si el Estado es el ordenamiento jurídico de la Nación; y la Nación, el conglomerado, ¿qué es el gobierno entonces?: pues las autoridades de turno, pero solo las electas, no incluye a las demás; y este es el punto clave que quisiéramos destacar.

Dado que la Nación es una abstracción (por el mismo hecho de que nada puede serlo todo), debemos retirarla de nuestro análisis para concentrarnos en qué es realmente el gobierno y el Estado; asunto que viene muy a interés.

El Presidente de la República y sus ministros, que haciendo bulto serían a lo sumo unas 500 personas (algo muy por debajo del 0,1% de la población) no son el Estado, son el gobierno. Pero sobre ellos –y esto es referido únicamente en número– está el camastrón llamado Estado que con su vetustez hace de muelle de los dictus de aquel.

Aunque parezca inverosímil, cuando un ministro o viceministro es nombrado, va a parar a un edificio cuya estructura jerárquica puede que tenga por lo menos 8 lustros de existencia. Allí cohabitan –en especie de ecosistema burocrático– secretarias, porteros, vigilantes, analistas y jefes cuya antigüedad les permite conocer más el “negocio” que los mismísimos recién llegados. Tienen estos –los neófitos– el penoso trabajo de sujetarse a los pesados engranajes que les ofrece la maquinaria existente… si es que quieren sobrevivir algo más del tiempo previsto; pues –como se sabe–, el que llega, tarde o temprano se va. De allí que es muy probable que el origen de la irónica y consabida frase de “los gobiernos pasan, pero el hambre queda” provenga más de un miembro activo del Estado que de un ciudadano común.

Este lenguaje invisible –entre los que “ya estábamos aquí” y los que “vienen”– activa una lucha secreta: si los recién llegados no se adaptan (dejando todo como está), se las verán con “nosotros”, el elefante blanco: un conglomerado amorfo de personas que incluye a ralentizadas secretarias, sindicatos y al mismísimo espíritu inaprehensible de la burocracia.

Arriba, por supuesto, siempre el poder, pero abajo el motor, la caja de cambio y los cauchos siguen siendo los mismos desaceitados de fogoneros anteriores. Carga la autoridad –el electo– con el descrédito público, quedando ilesa la caterva de funcionarios miembros del carcamán. ¿Y no les fueron otorgados también a ellos –al carcamán– licencia para actuar en nombre de la Nación? Pues, sí. Pero a estos les interesa más quedarse a la sombra de los gobiernos, es decir, las caras visibles del poder; es por medio de este ardid que cubren sus cortedades.

Estos funcionarios –como dicen los Protocolos– no están allí por accidente, son piezas inservibles colocadas allí precisamente para cumplir un propósito específico: el de disolver el Estado por eutanasia.

Obviamente, este peregrino razonamiento tiene una cuestión inevitable: ¿Y acaso estos funcionarios no saben que desaparecerán si llegase a eliminarse el Estado?, ¿no estarán ellos conscientes de que sus acciones –como en las de los juegos del hambre– atentarán después contra ellos mismos? Claro que sí, pero actúan guiados únicamente por ignorancia.

Al ver que funcionarios, tras la instalación de una empresa socialista –que no es el gobierno, como hemos dicho sino parte de la Nación–, lleven a la quiebra su patrimonio (adrede o por desconocimiento); traduce bastante bien cómo puede un ciudadano común privarse voluntariamente de un empleo estable de por lo menos 40 años. Por supuesto, llegado a este deplorable estado, y en franca contradicción, se enrolan luego en la lista de los inconformes bajo pretextos a veces bastante lógicos y razonables. Pues, con semejante defecto congénito no hacen falta imperios… ¡En cuestión de tiempo se destruyen solitos!

Por más “Chumaker” gubernamentales que se demanden, montados en “Volsvagen” burocráticos, el poder político quedará irremisiblemente sujeto a engranajes más fuertes; y como en la política Meteoro no tiene Chispita, el poder económico seguirá regodeándose cómodamente en su poltrona –halando cablecillos aquí y allá– para preservar sus intereses. Por eso los gobiernos revolucionarios se debaten entre anillar completamente el motor o fundirlo de tanto “encrocharlo” a la fuerza. Los serviles –por su parte– cambian vez tras vez de chofer para dar la sensación de que el armatoste se mueve.

Dadas estas aristas del poder, puede entenderse que lo que uno llama “gobierno” es apenas una entelequia. Tal vez, con ánimo, podremos escribir acerca del único responsable por Constitución que tiene la tarea de fiscalizar y custodiar el patrimonio público, obligación que poco o nada cumple. ¡Sorpresa!


tcuento@hotmail.com


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