El deber de opinar

Vengo escribiendo últimamente sobre el periodismo y los periodistas, y no precisamente para elogiarles. No deseo constituirme en su azote, pero desde luego si políticos y economistas que se expresan como oráculos de la democracia deben mirárselo por razones varias, el periodismo es la primera superestructura de poder que debiera encabezar los cambios de mentalidad y prácticas que este país necesita para integrarse en un espíritu auténticamente europeo. No está a la altura...

A menudo se oye decir que en este país tenemos a los gobernantes que merecemos, y desde luego la decisión de los votantes, reforzada por una lamentable ley electoral, así lo viene demostrando, pues pese a conocer la pésima índole de muchos políticos la gente les ha seguido votando. Y esto es muy grave. Grave, como ha de serlo para un psiquiatra que el paciente antes que un plato de comida apetitoso prefiera la bazofia. Por eso digo ¿tenemos el periodismo y a los periodistas que merecemos? Porque es mucho suponer en España que, teniendo una corrupción de unos niveles desconocidos en otro país del sistenma, tengamos un periodismo y a unos periodistas de talla. Que los hay, vaya si los hay, pero a menudo en un segundo plano. En primer plano están otros, esos que fabulan, difunden libelos y maquinan...

Los Colegios profesionales y sus códigos deontológicos no parece que hagan gran cosa para evitar la noticia a menudo tergiversada, ni opiniones deliberadamente fundadas en noticias mentirosas, deformadas o exageradas. Sabemos que sólo existe la realidad que leemos, oímos y vemos a través de los soportes del periodismo. Pero también, que la realidad es a menudo más la fabricada por ciertos periodistas que la realidad "real". Unas veces porque se la inventan, otras porque desorbitan los hechos, otras porque la ocultan a conciencia y otras porque la dosifican en función de intereses de grupos sociales y de poder.

Los periodistas, como todo el mundo, tienen derecho a opinar y a tener su propia ideología. Faltaría más. Pero servirse de la profesión que pone en conocimiento de la ciudadanía los hechos relevantes o hace relevante, sin más, una minucia para debilitar la causa de los adversarios políticos y al tiempo manejarla como propaganda de la personal ideología del periodista que opina, no es propiamente periodismo, por no decir que es una bajeza. Desde luego es tan miserable que no merece homologarse con el de otros países europeos.

Entre otros muchos aspectos desde los que tratar al periodismo está el consabido mantra del “deber de informar”. Pero algunos periodistas "estrella" carecen de la perspectiva de sí mismos. Por eso no se percatan de que lo mismo que ellos dicen que los gobernantes nos toman por tontos, ellos también nos toman por lo mismo. Pues es evidente que aparte de ese deber de informar, eje del periodismo, se atribuyen otro de mucho mayor calado: el “deber de opinar”. Y además, en estos tiempos de gigantesco avance tecnológico, un "deber de opinar" desde cajas de resonancia (radio y televisión) cuyo impacto en la opinión pública va mucho más allá que el efecto que causa la prensa impresa abocada por desgracia a la caducidad cercana.

Sabiendo como sabemos que el "deber de opinar" significa poner en marcha corrientes de opinión, los periodistas que no se ciñen al principal “deber de informar” se convierten en predicadores y en ocasiones en telepredicadores de pensamiento neoliberal. Y a veces periodistas de campanillas con esa agresividad más propia del policía dedicado a sacar a golpes en un calabozo al detenido verdades donde no las hay, que no hacen periodismo sino sevicia. De campanillas, por cierto, porque una determinada televisión, una cadena de radio, o todo el emporio mercantil y mediático al que pertenecen se las han puesto gratuitamente a su servicio para que dé rienda suelta a sus veleidades y a prolegómenos introductorios de su mentalidad ultraliberal...

Empezamos por que el deber de informar y comunicar no se compadece con el deber de opinar que además aspira a convertirse en corriente de opinión en materias generalmente muy graves. Y aquí el periodista patina a menudo con la percepción general que el conjunto de la ciudadanía tiene respecto a los preceptos deontológicos. Si al ciudadano y a la ciudadana sólo se le diera la información puntual sobre un hecho o acontecimiento concreto sin ampliarlo con el punto de vista editorial del medio que lo divulga, la ciudadanía se haría una idea neutra de lo transmitido como noticia. Pero si a renglón seguido de la noticia el periodista opina, dada la proyección e influencia que tiene todo parecer expresado por megafonía de los potentes medios audiovisuales, la opinión se convierte a su vez en un instrumento no sólo de influencia sino también de poder directo.

Soltar en el espacio un libelo es fácil y cuesta muy poco, por ejemplo. Otras veces es el libelo que hay en un adjetivo. Porque ¿por qué, por ejemplo, con qué bases, con qué criterio deontológico un periodista califica de “indeseable” a un jefe de gobierno de otro país o denigra a un sistema político según la noticia de agencia o las denuncias transmitidas a esa agencia por la oposición sin escrúpulos de ese mismo país? ¿No es más cierto que España misma, vista por la oposición política y por el conjunto de la ciudadanía como pueblo podría ser vista como una democracia tercermundista o un sistema totalitario por la mayoría absoluta? ¿No es evidente para el periodismo preponderante que "esto", lo de España, pueda ser visto desde fuera como un gobierno represor, amigo de los ricos y enemigo del pueblo? ¿No está en juego una ley electoral que ha venido favoreciendo la agrupación de las ideas políticas sólo en dos bloques férreos? ¿No se ve que el abuso de poder durante décadas y las mayorías absolutas logradas con engaños del partido de este gobierno han sido instrumentos de enriquecimiento (lícito e ilícito) de minorías concretas, que a su vez ha empobrecido o arruinado a medio país y perseguido a los opositores en la calle, en los parlamentos y en los despachos? ¿No se supone que el periodista agota su deber de información con la noticia, y quienes en su caso han de adjetivarla son los lectores, los radioyentes y los televidentes? Porque todo lo que de pésimo sucede en España es debido al protagonismo de demasiadas gentes indeseables. Y no ver la viga en el ojo propio y resaltar constantemente la viga en el ajeno no es propio de un periodismo de altura, sino de un periodismo al nivel de la mentalidad de hace por lo menos medio siglo...

Por otro lado, un estrecho corporativismo obliga a periodistas que incluso ya están fuera de la oficialidad y se sostienen a duras penas en medios digitales alternativos no sólo a dar por buena la noticia de supuesta relevancia de otro colega. Por lo que vemos, también obliga a seguir la misma estela de las exigencias inusitadas formuladas a un político de nuevo cuño para que acredite extremos que hasta ahora a ningún otro político o gobernante de los dos principales, ese mismo periodista había exigido con semejante saña y denuedo.

Concluyo con lo siguiente:

Primero, que es palmario que los Colegios profesionales del periodismo no son exigentes con la forma de actuar de ciertos periodistas que mienten directamente, o indirectamente con medias verdades; o bien sobredimensionan datos relativamente acreditados que las convierten en mentira.

Segundo, que forma parte de los detestables monopolios y oligopolios mercantiles mantener en constante primera fila a periodistas "estrella" que brillan más por su mala catadura que por el rigor y la calidad de sus noticias y opiniones, cerrando el paso a la promoción de nuevos periodistas con ideas más aperturistas y avanzadas y menos gremiales y endogámicas.

Tercero, que ciertos periodistas justifican su exigencia  a líderes de formaciones que ni por asomo han gobernado todavía, la misma ética que ellos exigen a los gobernantes y políticos de hoy y de ayer. Sin embargo esos "algunos" periodistas españoles pisotean los principios éticos de la contención, del rigor y de la excelencia.

En todo caso, se parte de un supuesto incontestable, cual es que el nivel de democracia de un país se mide por el grado de independencia entre de los tres poderes del Estado que en España es casi ficción. Pues bien, en España el cuarto (o primero), el periodismo, habida cuenta la manifiesta pasividad en materia ética y moral de sus Colegios profesionales, lo mismo que los que viven al borde de la ley, parece conformarse en términos generales con el mínimum del mínimo moral que es el Código penal... Sí, hay que reestructurar la Deuda, pero también reconstruir de arriba abajo a toda España…



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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