¿Comunicación sin seguridad de Estado?

La colegiación obligatoria de periodistas no existe, de hecho, ni en Venezuela ni en ninguna parte del mundo. Hasta hace algunos años se impuso por ley en solo nueve países de Latinoamérica, pero nunca se aplicó, por cierto, en acatamiento explícito o implícito a la directriz de los empresarios de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que condenaron esa práctica en todas las instancias internacionales.

 El modelo adoptado en casi todos los países es el de Estados Unidos, donde conviven la Sociedad de Periodistas Profesionales (SPJ) y la Asociación Americana de la Prensa No Profesional (UAPAA).

En Venezuela, el 70 por ciento (cifra del profesor Marcelino Bisbal) de los formadores de opinión  no son periodistas. Con la particularidad de que ambas categorías reproducen mayoritariamente las mismas carencias y vicios que generan la baja calidad de la información que actualmente consumimos, lo cual indica que la titularidad universitaria no es garantía de una relación democrática, dinámica  y constructiva, entre los comunicadores y la sociedad venezolana,  integralmente considerada.

La lucha, en todo caso, debería ser por una mejor formación académica -a la cual nadie debería oponerse- que permita corregir graves desviaciones éticas como subordinar la información a la libertad de expresión. Es notorio que los contenidos noticiosos son verticalmente diseñados en base a posiciones políticas e ideológicas –ya asumidas editorialmente y sin disimulos- por los medios privados nacionales e internacionales, para desestabilizar a gobiernos democráticos y escamotearles el derecho a defender su legitimidad ante la audiencia internacional.

En seguimiento de esa línea, la “información” convierte expectativas en realidades, y apela a protestas minoritarias violentas o descontentos individuales o grupales,  para presentarlos como imágenes de conmoción general, o de revueltas populares inexistentes -para citar solo los excesos aparentemente más inocentes.

Esta modalidad de subversión social aceptada, -más por impotencia  que por voluntad espontánea de la opinión pública - está vivamente ejemplificada en América Latina por los golpes mediáticos contra Salvador Allende y Hugo Chávez en 1973 y 2002, respectivamente, y ahora por intentos similares, fallidos pero continuos, contra los presidentes Nicolás Maduro y los mandatarios de Ecuador, Bolivia y Argentina, entre otros.

Recientemente, la presidenta argentina Cristina Kirchner, aludiendo la tendencia mediática a convertir la información en bandera política, preguntaba ¿qué sucede si una información se lanza para generar un efecto económico negativo, -como una corrida bancaria o la compra masiva de dólares- que  deteriora al Gobierno, pero al final perjudica a todos los ciudadanos? Este comportamiento mediático, dudosamente legal y claramente reñido con la ética periodística,  está generando un fuerte debate internacional entre gobernantes, legisladores, políticos,  ONGs, pedagogos, periodistas, comunicadores, investigadores, académicos y partidos políticos, sobre cómo asegurar la transparencia informativa de los medios y al propio tiempo fijarle límites razonables en materia de seguridad de Estado.

El debate, contextualizado en esos términos, ya tiene perfil legislativo en  Argentina,  Ecuador y otros países,  con base en el principio -consagrado en todas las constituciones  del mundo- de que no puede haber libertad sin responsabilidad. Si el precepto es válido para todos los ciudadanos, también debería serlo para los medios de comunicación. A menos que sus propietarios y operadores, en vez de ciudadanos, sean extraterrestres.

 

@RalPineda



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