Lo veíamos bien claro, pero no aceptábamos tanta injusticia, hasta que se dio el golpe parlamentario en Brasil para derrocar a Dilma Rousseff, presidenta legítimamente electa en 2014 con más de 54 millones de votos que fueron irrespetados.
Como Brasil representa la primera economía de América Latina, además de uno de los principales exportadores de alimentos, lo cual ha favorecido a Venezuela en tiempos de desabastecimiento inducido, no es casualidad que Dilma haya sido sometida a una guerra de descalificación –que se materializa en un juicio político sin base legal– porque priorizó medidas sociales para el pueblo y encaró a la banca privada y a las élites oligárquicas que se lo cobraron bien caro.
Asimismo, los gobiernos socialistas, como los de Rousseff, Correa, Morales y Maduro, molestan al Departamento de Estado de EEUU y a sus operadores, porque imponen una alternativa al neoliberalismo, modelo que favorece la exclusión: los que tienen más capital deciden, y los que no, permanecen al margen.
Por consiguiente, en alianza con parlamentarios deshonestos, además de representantes de la oligarquía brasileña, desestabilizan para colocar en el poder a sus emisarios serviles. Primero fue Argentina. Hicieron lo posible para que Macri llegara a la presidencia. Y ya sabemos todos sus desmanes, entre los que destaca su participación en los Papeles de Panamá.
Ahora le toca a Brasil con Temer, informante de la CIA.
Luego, como parte de ese libreto, le seguiría Venezuela. Nos quieren dar también un golpe desde el parlamentario legislativo, con los diputados de la Mesa de Unidad Democrática que, –en alianza con personajes oscuros de la derecha internacional, como Almagro, Aznar y Uribe Vélez– llama a una intervención, vociferando que aquí hay violación de derechos humanos, aunque con injerencia, desahucios, corrupción y paramilitarismo, ellos son quienes los violan.
