El déficit democrático de Chile

La larga y cruel dictadura de 17 años del general Augusto Pinochet Ugarte dejó en Chile, no solo una traumática experiencia social y humana en un país con una tradición de convivencia democrática de las mayores del continente sino, un andamiaje político y jurídico que hizo trascender el proyecto facio-burgues más allá del tiempo cronológico de su vigencia, mediante un orden constitucional que cimentaba el dominio neoliberal del Capital sobre los trabajadores, en el que las Fuerzas Armadas y el Cuerpo de Carabinero mantienen un Poder de Autonomía y Veto sobre las autoridades civiles, en el que las élites asociadas al pinochetismo y sus rivales leales de la Concertación de Partidos por la Democracia avalaron y se beneficiaron de un sistema electoral excluyente de las disidencias políticas y sociales y, donde los trabajadores y trabajadoras y demás sectores no propietarios fueron obligados a financiar la educación de niños y jóvenes, el sistema de salud y la seguridad social.

El Chile que emergió en 1.982 luego de la victoria popular en el plebiscito el año anterior, fue un país lacerados por los más de tres mil (3.000) asesinados, las decenas de miles de detenidos y torturados en el mismísimo Estadio Nacional de Santiago, las decenas de miles de emigrados, la proscripción de los partidos importantes como el Partido Comunista y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, la negación de derechos civiles y políticos como los derechos de Huelga, manifestación, asociación y expresión pero, especialmente, la imposición de una Constitución blindada para garantizar el control de las elites políticas y económicas del país, el reforzamiento del modelo de control de la economía por parte de las corporaciones del centro capitalista mundial y la exclusión de los sectores de la disidencia política de los órganos de representación popular; todo lo cual, como era de esperarse, produjo estabilidad política, crecimiento macroeconómico, ampliación de una clase media propietaria y profesional urbana, por lo cual, inevitablemente se generó un estado de resentimiento social y confrontación que fue creciendo en la medida en que la sociedad fue construyendo y reconstruyendo sus organizaciones y movilizándose en defensa de sus derechos y reivindicaciones hasta imponerle a las élites su reconocimiento, el diálogo político y la incorporación de sus demandas en la agenda política y electoral.

Las grandes movilizaciones de los estudiantes medios y universitarios a partir del año 2011, bajo la demanda de una educación gratuita y de calidad para todos y para todas, los huelgas y movilizaciones de diversos sindicatos industriales y de servidores públicos, las protestas de los afectados por el sismo de 2009 y, la histórica lucha de las comunidades mapuches por el derecho de sus tierras ancestrales del sur, fueron profundizando la brecha política entre las élites pos-pinochetistas del país y los amplios sectores sociales que no se sentían representados por las instituciones pactadas con el dictador Pinochet, obligando al Congreso de Chile y al gobierno pinochetista del empresario Sebastián Piñera a modificar sus posturas cerradas a las demandas de cambio y aceptando, por primera vez en más de 30 años, a revisar las viejas políticas neoliberales que “concertistas” y “aliancistas”, defendían como necesarias para incorporar a Chile al “primer mundo”.

Fue el desgaste político del sistema de Democracia Tutelada, basada en la Constitución Pinochetista de 1.982, lo que obligó a la expresidente Michelle Bachelet, cuyo anterior gobierno mantuvo inmodificada la herencia política, social y económica pinochetista, a modificar también, su postura y plantear ante el país y, especialmente en el seno de la plataforma política electoral de la Nueva Mayoría, integrada por el Partido Socialista, la Democracia Cristiana, el Partido Radical, el MAPU Obrero Campesino y el recién incorporado Partido Comunista de Chile, la necesidad de un cambio en las reglas de la democracia representativa chilena, mediante un proceso constituyente de revisión de la Carta Magna vigente en donde se modificara el regresivo sistema impositivo, se garantizaran derechos sociales como la educación, eliminara la figura de los senadores designados y se modificara el sistema de mayoría simple en circuitos electorales que garantiza la hegemonía de las elites políticas y excluye la posibilidad de la representación de las minorías sociales y políticas.

No estaba lejos de la verdad de los hechos Michelle Bachellet acerca del agotamiento del sistema político pos-pinochetista, cuando pudo confirmarse que, a pesar de la larga y costosa campaña electoral y los nueve candidatos que intervinieron en la primera vuelta, la abstención alcanzó casi un 50 o/o de los más de 13,6 millones de ciudadanos votantes y que, en la segunda vuelta, la abstención subió a un 58 o/o, por lo que aún, cuando alcanzó la victoria a la presidencia de Chile, se trata de una victoria pírrica que la convierte en una presidente de minorías porque, en lo global, respecto al padrón electoral, sus números no son superiores al 35 o/o de los votantes inscritos; con lo cual se demuestra el estado generalizado de descontento de la ciudadanía chilena con las elites gobernantes y la urgencia de cambios democráticos profundos en el sistema político que coloque a la ciudadanía en el centro de la política chilena y no, como hasta ahora, como simple factor de legitimación de elites servidores a intereses lejanos a la Nación de Ohiggins, Recabarren, Allende, Henríquez, Víctor Jara, Gladys Marín y tantos otros patriotas y revolucionarios chilenos.


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Yoel Pérez Marcano


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