¡Vivan: Zapata, Villa y la noche de Tlatelolco!

Se celebra el centenario de aquel histórico acontecimiento de lucha política de 1910 que se denominó o se conoce como la Revolución Mexicana. Tal vez, en muy pocos hechos históricos modernos en el mundo se haya construido tantas leyendas, odiseas o epopeyas como en la Revolución Mexicana de 1810. No sólo corresponden a importantísimos líderes o generales de la Revolución (caso Zapata y Villa) sino, igualmente, a mujeres (como Adelita), a caballos (como el negro azabache), a armas (como carabina 30-30). Centenares de canciones han recogido la lucha mexicana y pasa el tiempo y nunca dejan de escucharse. Memoria histórica a través del arte ideológico: la música.

 No sé en verdad, los historiadores saben muchísimo más que yo de eso, si a ese proceso de lucha revolucionaria realizada en el México de 1810, se le pueda llamar o denominar con la exactitud de la categoría histórica revolución o desde el punto de vista de la concepción marxista: la Revolución Mexicana. En ese acontecimiento fue la clase campesina la que destapó la olla y quien jugó el papel cuantitativo más importante. La dirigencia nació del campo y lo prueban Zapata y Villa. En todo caso se justificaría, como mínimo, hablar o escribir de una rebelión campesina que ansiaba la Reforma Agraria, la entrega de las tierras para quienes la trabajaran y algunas reivindicaciones democráticas sin destruir el capitalismo. Para el marxismo, así se tiene entendido, la clase campesina no lleva por dentro o en su entraña posibilidad alguna de realizar una revolución triunfante que sea capaz de realizar una transformación socioeconómica radical. En cambio, el proletariado sí. Pero respetemos que haya sido una revolución campesina lo que caracterizó esos grandiosos sucesos que partieron de 1910 en México, aunque no queda duda alguna que fue una costosa guerra civil desde 1910 hasta 1917. En ese año concluyó la Revolución Mexicana justo cuando comenzaba la más gloriosa de todas las revoluciones de la historia humana, la bolchevique o de octubre en Rusia, y de la cual sólo queda ahora como recuerdo el cadáver de Lenin custodiado y mantenido por un Estado burgués que odia y rechaza todo lo que huela a socialismo.

 Quizá, el más popular de todos los líderes de esa revolución haya sido Pancho Villa, quien prácticamente ni sabiendo leer ni escribir fue capaz de crear muchas escuelas donde triunfaba, pero no el más importante, porque este papel lo jugó Emiliano Zapata., quien jamás ambicionó poder político personal Sin embargo ni Villa ni Zapata están incluidos como precursores intelectuales de la Revolución Mexicana. Estos hay que buscarlos en los liberales, especialmente, en los de San Luís de Potosí, tales como: Díaz Soto y Gama, Ricardo Flores Magón, José María Facha, Juan Sarabia, los hermanos Arriaga, y otros que se ocuparon de expandir el ideal radicalizado contra el porfirismo y la Iglesia. Uno de los hermanos Arriaga se ocupó de describir la posición del liberalismo contra la Iglesia diciendo: “El clero es fuerte con su capital, su aristocracia, sus elementos conservadores en puestos públicos, su prensa, su púlpito, sus mentiras y su inmoral confesionario”; mientras que Magón lo hizo sobre el porfirismo, señalando sobre la Constitución de 1857, lo siguiente: “… ¡que cosa tan hermosa! Pero es letra muerta… Tendremos que acudir a las armas para hacer frente a Porfirio Díaz, pues este viejo no soltará el poder por su voluntad y aunque él quisiera, no se lo permitiría la camarilla que lo rodea”.

 Emiliano Zapata es una figura de inmenso talle universal por haber traspasado, su ejemplo, las fronteras de México y ser asumido por revolucionarios de otras latitudes. El Plan Ayala retrata la gigantesca figura del general en jefe del Ejército Libertador del Sur y Centro de México. No es necesario copiarlo todo textualmente, pero algunos párrafos testimonian el pensamiento del gran líder de los campesinos, de los sin tierra y de la esperanza por un nuevo México para los mexicanos. Se dice en el Plan Ayala: “El capitalista, el soldado y el gobernante había vivido tranquilos, sin ser molestados, ni en sus privilegios ni en sus propiedades, a costa del sacrificio de un pueblo esclavo y analfabeto, sin patrimonio y sin porvenir, que estaba condenado a trabajar sin descanso y a morirse de hambre y agotamiento, puesto que, gastando todas sus energías en producir tesoros incalculables, no le era dado contar ni con lo indispensable siquiera para satisfacer sus necesidades más perentorias. Semejante organización económica, tal sistema administrativo que venía a ser un asesinato en masa para el pueblo, un suicidio colectivo para la nación y un insulto, una vergüenza para los hombres honrados y conscientes, no pudieron prolongarse por más tiempo y surgió la Revolución, engendrada, como todo movimiento de las colectividades, por la necesidad. Aquí tuvo su origen el Plan Ayala”.

 Más adelante agrega: “Téngase, pues, presente, que no buscaremos el derrocamiento del actual Gobierno para asaltar pospuestos públicos y saquear los tesoros nacionales, como ha venido sucediendo con los impostores que logran encumbrar a las primeras magistraturas; sépase de una vez por todas que no luchamos contra Huerta únicamente, sino contra todos los gobernantes y los conservadores enemigos de la hueste reformista, y sobre todo, recuérdese siempre que no buscamos honores, que no anhelamos recompensa, que vamos sencillamente a cumplir el compromiso solemne que hemos contraído dando pan a los desheredados y una patria libre, tranquila y civilizada a las generaciones del porvenir”.

 Después sostiene: “No es preciso que todos luchemos en los campos de batalla, no es necesario que todos aportemos un contingente de sangre a la contienda, no es fuerza que todo hagamos sacrificios iguales en la Revolución; lo indispensable es que todos nos irgamos resueltos a defender el interés común y a rescatar la parte de soberanía que se nos arrebata”.

 Posteriormente dice un párrafo por demás hermoso: “Llamad a vuestras conciencias; meditad un momento sin odio, sin pasiones, sin prejuicios, y esta verdad, luminosa como el sol, surgirá inevitablemente ante vosotros: la Revolución es lo único que puede salvar a la República”.

  Y finaliza diciendo: “Ayudad, pues, a la Revolución. Traed vuestro contingente, grande o pequeño, no importa cómo, pero traedlo. Cumplid con vuestro deber y seréis dignos; defended vuestro derecho y seréis fuertes, y sacrificaos si fuere necesario, que después la patria se alzará satisfecha sobre su pedestal inconmovible y dejará caer sobre vuestra tumba <un puñado de rosas>”.

 Pancho Villa es la figura sobre la cual se tejieron las tres leyendas: la blanca, que caracteriza al bandido buena gente, que quita al rico para darle al pobre; la negra, que simboliza al bandido criminal; y la dorada que lo retrata como un revolucionario, tal como realmente lo fue. Vayamos al “Manifiesto al pueblo mexicano”, que recoge el espíritu de la lucha de Pancho Villa, aunque él no lo haya  elaborado.  Se dice en él, entre otras cosas, lo siguiente: “La palabra constitucionalismo, grabada sobre los colores de nuestra bandera, encierra todo el programa político de la Revolución, dentro del cual serán resueltas, sobre bases legales y por ende estables, las reformas encaminadas al mejoramiento social y económico de nuestro pueblo”.

 Luego sostiene: “Es muy doloroso para mí exigir del pueblo mexicano un nuevo sacrificio para que la Revolución pueda definitivamente realizar sus caros ideales, pero tengo la seguridad de que todo ciudadano honrado comprenderá que sin este último esfuerzo del pueblo se derrumbaría toda la obra revolucionaria, porque habríamos derrocado una dictadura para sustituirla por otra”.

 Y finaliza señalando: “El mexicano que no contribuya a dar cima a este grandioso movimiento libertario, llevará sobre su conciencia el remordimiento de no haber sabido amar y servir a la Patria”.

 Quienes lean cuidadosamente el “Plan Ayala” y el “Manifiesto al pueblo mexicano”, podrán darse cuenta que la esencia –como objetivo- de la lucha era por reformas y no realmente por una revolución radicalizada en la transformación de la estructura y la superestructura de la sociedad mexicana. La otra importante diferencia estriba en que el general Emiliano Zapata no personalizaba la lucha mientras que el general Pancho Villa sí lo hacía.

 Como se sabe, las victorias de la lucha revolucionaria no pudieron superar el fracaso que mantiene a México actualmente sumido en un capitalismo salvaje. Las conquistas supremas de la lucha no cristalizaron por mil o más razones que no vamos a escudriñar en este momento. Por decir sólo algo: el “Plan Ayala” terminó siendo modificado en 1919, para, entre otras cosas ambiguas, sostener en su primer punto la vigorosidad de la Constitución Política de 1851 con las reformas que en su caso se le haga de acuerdo con lo que ella misma dispone.

 Tal vez, no lo sé, pudiera sintetizarse, sin desmeritar para nada la grandeza y el heroísmo de la lucha revolucionaria mexicana que encabezaron, cada quien por su lado, los generales Emiliano Zapata y Pancho Villa, terminó dando como resultado: “… un campesinado vencido, un movimiento laboral inválido y dependiente, una burguesía sangrante pero victoriosa, y para un pueblo mexicano dividido, un triunfo de papel: la Constitución de 1917”, como lo dijo James D. Cockcroft en su obra “Precursores intelectuales de la Revolución mexicana”.

 ¡Vivan Zapata y Villa… y con ellos todos y todas quienes lucharon por los sueños del pueblo mexicano!

 Medio siglo y ocho años después de haberse iniciado la Revolución Mexicana, el gobierno de Díaz Ordaz, para complacer los designios del imperialismo, cometió una de las más horrendas masacres que haya vivido México y gran parte del mundo. Fue en 1968, mes de mayo y a pocos días de la inauguración de los Juegos Olímpicos, cuando se produjo en una noche de la plaza de Tlatelolco, un espantoso genocidio que costó las vidas a más de mil estudiantes. Así fue silenciada la protesta de los estudiantes, pero “Llegará el día en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que ustedes acallan hoy”.

El periodista francés Fernand Choisel, testimonia el genocidio de la siguiente manera: "Fue terrible, todo fue tan repentino, tan violento...Me sentí atrapado, impotente, espantado. Pensé que nunca iba a salir vivo de esa pesadilla. Tuve miedo, mucho miedo. No me avergüenza reconocerlo. Llegué a México con un programa de trabajo bastante cargado. Me tocaba cubrir las protestas de los estudiantes, luego los juegos olímpicos, después el Gran Premio de México de la Fórmula Uno. No estaba muy enterado de la situación política en México. Lo que vi me desconcertó, acababa de vivir la efervescencia de mayo en París y cuando llegué a México, pensé que iba a encontrar huelgas y discusiones por todas partes. Pero no había todo eso. Todos los acontecimientos habían ocurrido antes de mi llegada en septiembre. El día 2 de octubre pensé que iba a ser un mitin más. De repente vi llegar tanquetas. Los estudiantes dijeron: llegaron los soldados. Pensé que eso empezaba a oler mal. Poco a poco empezaron a llegar
más tanquetas. Me puse nervioso. Un helicóptero que sobrevolaba la Plaza, soltó una bengala verde. Alguien me dijo: ¡cuidado, esto se va a poner feo! Unos segundos después estalló la balacera. Las ametralladoras empezaron a rociarlo todo. Me tiré al suelo y fue el caos.

Estaba boca abajo. Ya no veía nada. Había un ruido ensordecedor. Mi única obsesión era salirme del balcón. Correr hasta las escaleras. No recuerdo si corrí o me arrastré. El chiste es que llegué hasta las escaleras. Era el pánico total. Creo que fue en medio de esa confusión cuando vi a Oriana Fallacci [periodista italiana], que perdía sangre. Vi que la cargaban... Imagínese: el ruido de las ametralladoras afuera... las balas que rebotaban por todas partes... el agua que caía y caía. Y yo, en medio de todo esto, preguntándome qué diablos estaba haciendo ahí… cuidando mi grabadora para que no se mojara... ¿Y qué fue lo que vi en medio de todo esto? Pues a unos tipos vestidos como estudiantes, pero no lo suficientemente jóvenes para ser estudiantes, que se ponen un guante blanco en la mano izquierda y sacan pistolas.

Creí que estaba alucinando. Pero me descontrolé aún más cuando los vi disparar hacia abajo, sobre la gente. No entendía si se trataba de un grupo de autodefensa estudiantil, que disparaba contra los policías, o policías vestidos de civil que disparaban contra los estudiantes. Cerca de mí se encontraba un periodista mexicano. Le pregunté si esos tipos eran estudiantes. Me dijo que no, que eran policías. Fue una eternidad.

Cuando se callaron las ametralladoras, los tipos de guante blanco nos agarraron a los periodistas y a los estudiantes que estábamos ahí y nos encerraron en un departamento. Nos ordenaron ponernos de espalda contra la pared. Y empezaron a hacer una selección. Se llevaban a unos, regresaban, se llevaban a otros, recuerdo que tenía mi credencial de prensa metida entre los dientes.

Llegó un oficial de la policía. Ordenó que todos los periodistas fueran trasladados a otros departamentos. Fuimos escoltados por estos tipos de guante blanco. Uno de ellos disparó contra la cerradura para abrir la puerta. Me confiscaron mis cintas, menos una, en la que tenía grabado el principio de la balacera. Luego la usé cómo sonido de fondo para mis crónicas. Nos sentamos en unos sofás bastante elegantes y esperamos.

Llegó un oficial, nos pidió pasaportes, credenciales de prensa, nos preguntó en qué hoteles estábamos hospedados. Se fue con nuestros documentos y seguimos esperando. Afuera, de vez en cuando, se oían disparos. Estábamos todos muy nerviosos. Nadie se atrevía a hablar.

Nos soltaron varias horas después, en la madrugada. Nos devolvieron nuestros documentos y nos dejaron en la Plaza. Todo el suelo estaba mojado, había muchos soldados, policías también. Con los otros periodistas nos miramos y entendimos en seguida por qué nos habían detenido durante todo ese tiempo. ¡Habían limpiado la Plaza para que no viéramos los muertos! Pudimos ver manchas de sangre, pero no vimos cadáver alguno.

Años después me sigue impresionando que se hayan podido borrar tantos muertos. Y fueron tan inexorablemente borrados que actualmente, en Francia por lo menos, casi nadie recuerda que ocurrió semejante matanza en México en víspera de los Juegos Olímpicos. Cuando cuento lo que presencié, la gente se queda asombrada".

¡Vivan los estudiantes de la Noche de Tlatelolco!



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Freddy Yépez


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