Con la adarga bajo el brazo con William Izarra, en aquella época de la Constituyente

En 1999, nos dimos a la tarea de recorrer docenas pueblos del Estado Mérida; hablamos en docenas de foros, concedimos una veintena de entrevistas por radio, prensa y televisión, y de toda aquella aventura parí un libro que titulé “Del Forro de la Boina”. Enteramente sin partidos a cuestas, buscando firmas y expresando sin cortapisas lo que sentíamos, nos fuimos a la calle. A mí, la gente del MVR no me quería porque soy “desconsideradamente” franco, y algo de eso todavía me pasa en el PSUV en el que estoy inscrito y en el que mucha gente no me traga. En aquella campaña electoral de 1999, frente a nosotros (William Izarra, Leonardo Mora Arias y yo) se encontraban los candidatos del MVR: Florencio Porras, Pausides Reyes y Adán Chávez. Los dos primeros ya no están con el proceso.

Nosotros, enteramente solos empezamos aquella tarea que pretendía oponerse al riguroso sistema estalinista que en el MVR había impuesto Luis Miquilena y su gente.

No pensábamos ganar ante evidentes desventajas. Aquel fenómeno de una Constituyente era único y no se daba en Venezuela desde 1945, por lo que considerábamos esencial participar en él. Entendíamos que las derrotas no son nada, que están llenas de gloriosas enseñanzas. Cabalgábamos con nuestra fe, únicamente. No buscábamos en verdad votos, no andábamos en plan de andar abrazando viejitas, ni prometiendo salidas que agradaran a los oídos de nuestros oyentes, ni agradeciendo los apoyos sino más bien exigiendo un rumbo, un camino árido y plagado de crudas verdades, plagado de peligrosos sinsabores.

Cuando alguien nos firmaba para darnos su apoyo y así poder registrarnos en el CNE, les exigíamos también que nos dieran sus teléfonos y dirección para comprometerlos con la lucha, porque aquello exigía una responsabilidad compartida. Me acompañaban solícitamente en aquellos recorridos, de pueblo en pueblo, Sinforiano Guerrero Lobo, Héctor Silva González, Néstor Zambrano, Ana Beatriz González, Leonardo Mora y su hijo, y William Izarra.

En aquellos tiempos el presidente Chávez andaba políticamente algo confundido y enviaba en ocasiones unos mensajes que a muchos nos dejaban turulatos, y llegábamos a pensar si acaso lo podían enredar en Miraflores y entonces todos, otra vez, irnos al despeñadero.

Debo hacerle un reconocimiento a William Izarra quien tuvo, y siempre lo ha tenido un gran coraje y una gran honestidad para la lucha revolucionaria. William venía batallando desde Caracas y por distintos medios de comunicación, en contra de la guerra que le hizo el viejo malévolo de Luis Miquilena junto con una parte de la poderosa maquinaria del MVR.

A William lo he conocido, digo, en este combate de la lucha en las barriadas, con los campesinos o pescadores, con los estudiantes u obreros. Hemos estado juntos en asambleas debatiendo la accidentada situación de aquel país agonizante. William conoció de cerca las guerras que se me hacía en Mérida y no vaciló en ponerse de mi lado, y pudo palpar en un teatro de la ciudad de Tovar un sabotaje de la gente del MVR para impedir que habláramos. Los emeverristas intentaron cerrar en acceso de la gente a una asamblea popular: era aquel MVR que estaba controlado por personajillos como Luis Velásquez Alvaray, Rubén Ávila, Arnoldo Márquez y una miríada de pequeños seres desconocidos que aspiraban a colarse como diputados, alcaldes, guardaespaldas de algún político pesado, directores de la Gobernación o de cualquier institución. Y con la adarga bajo el brazo nos enfrentamos a los saboteadores.

La popularidad de Chávez era arrolladora y en los pueblos cuando veían que nosotros no estábamos postulados por el MVR, rompían la propaganda que les entregábamos. Pero ya estábamos lanzados y sin regreso posible, decididos a ir hasta el final. Con nuestro lenguaje, con nuestra particular manera de decir las cosas, y en ningún momento considerábamos que Chávez fuese el enemigo, aunque así lo entendiesen los que controlaban aquel MVR.

Nunca he sido un tipo simpático, ni pretendo ser otra cosa para que me acepten. Y entonces sostenía que si llegaba a la Constituyente iba a pedir la intervención de las Universidades, y dictar leyes para que la educación fuese laica y el Estado no le pasase un solo centavo a los colegios y universidades privados. Esas cosas, el único que las decía era uno, y en todos los escenarios de combate causaba gran escándalo. También proponía que debían intervenirse a la CTV y a todos los gremios dominados por sindicaleros corruptos. Eso escamaba a Rubén Ávila, famoso personaje de Fenatevs y con larga vara en el MVR.

Juraba que de llegar a la Constituyente le plantaría cara a aquellos estafermos de las leyes como Jorge Olavarría y Alan Brewer Carías, dueños de tribus y de lacras judiciales. Que sí íba a luchar por una verdadera y diáfana libertad de expresión en un país plagado de palangristas, y dominados por las transnacionales y las empresas privadas. Que los medios de comunicación debían dejar de estar en manos de empresarios. Que luchábamos por una verdadera Ley Penal del Ambiente que condenara como a criminales de guerra a los exterminadores de ríos y de fuentes de aguas, de veneros; que exigiríamos leyes inexorables contra los Al Capones de la administración pública. Que pediríamos una fumigación sin escape contra la sarna virulenta de jueces venales. Que nada de aceptar esa propuesta de Alfredo Peña de pedir Pena de Muerte para los delincuentes, porque eso formaba parte de un plan de exterminio de los muertos de hambre a sangre y fuego.

Nuestro proyecto incluía en aquel 1999, exigir que a las comunidades se les otorgara desde la Constitución la capacidad de administrar recursos y de decidir sobre la organización de sus comunidades, sin tener que pasar por unos consejos municipales plagados de vicios, ni por las súplicas a unos alcaldes pillos y rabuleros. Que la descentralización tal cual como existía era toda una farsa: un desaguadero incontrolable de dinero y una fuente atroz de delitos. Que las gobernaciones deberían desaparecer. Que las Asambleas Legislativas debían también desaparecer. Que tampoco requeríamos de tantos Estados como los que tenemos. Que Venezuela debía ser dividida por regiones y así evitar la creación desmedida de entes públicos que acababan convirtiéndose en guaridas para la dilapidación de recursos y el mantenimiento de una casta politiquera parásita monstruosa. Todo aquello en parte se lo llevó el viento, pero dijimos en todos pueblos, no sé si hoy alguien lo recuerda.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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