El Partidismo de los Militares

Gran revuelo ha causado, especialmente entre los miembros del Frente Institucional Militar, y supongo también que entre las individualidades burocratizadas de la Fuerza Armada Nacional Activa, mi decisión de inscribirme en PSUV. En realidad ella rompe los supuestos paradigmas establecidos particularmente después de la consolidación del régimen consensual constituido a partir del Pacto de Punto Fijo. No me resultó fácil tomar esa determinación, a pesar de mi convicción, asumida desde temprana edad, mediante la cual he considerado mi condición de ciudadano por encima de la situación militar. La fuerza de la inercia que me apegaba al ritual instituido frenaba mi voluntad orientada a superar una situación que me resultaba ilógica. Siempre, desde mi adolescencia, me pareció absurdo que el compromiso de defender mi patria y mi pueblo, con sus valores culturales dominantes, me impidiese el ejercicio de mis derechos como ciudadano venezolano. Bajo los conceptos del apoliticismo y el apartidismo del militar, que son el centro de ese aparente paradigma de la modernidad liberal, le hubiese sido imposible a un venezolano formar parte del Ejército Libertador, o del Federalista, o del Rehabilitador Andino, o del Demócrata Puntofijista. ¿Quién podría negar el carácter político de orientación partidista que tuvieron nuestras formaciones militares en cada una de esas etapas de nuestro proceso histórico? La neutralidad que supone esas condiciones les hubiese truncado el espíritu combativo a los integrantes de los cuerpos militares que actuaron en esos momentos históricos.

Pero semejantes conceptos no son realmente paradigmáticos si se les considera como base para explicar la presencia en las sociedades de estructuras militares, y como fundamento para predecir su comportamiento dentro de las formaciones sociales donde se desarrolla su devenir. Ellos no aclaran la conducta de estas instituciones ni en las sociedades con insuficiente cultura política, ni en las desarrolladas políticamente. En las primeras, donde los riesgos de guerra civil son altos, las fuerzas armadas de la facción que domina el Estado tienen que tomar un decidido sesgo partidista que corresponde al que es propio del movimiento o coalición política, que controla el poder. En las últimas, en las cuales se han institucionalizado los mecanismos para la negociación política, el aparato de defensa no interviene en los procesos de acomodación entre facciones domesticas con intereses competitivos. Las eventuales situaciones violentas internas, derivadas de las actuaciones de grupos minoritarios contestatarios al consenso establecido, tienen que resolverse por los mecanismos jurisdiccionales, usando medio policiales. En esos casos la Fuerza Armada solo es un instrumento de política exterior, y actúan en el interior, únicamente bajo condiciones de excepción, en aquellas situaciones en las cuales aparece la amenaza de la guerra civil. Bajo esas circunstancias, el militar necesariamente toma, colectiva o individualmente, el partido que a su juicio responda mejor a la estabilidad y bienestar de su pueblo. De allí la disposición legal, contenida en la vieja Ley Orgánica del Ejército y de la Armada, que establecía que en situaciones de crisis el militar tomaba la bandera que más le conviniese a los intereses generales de la República.

Lo que concretamente sucede en el marco de la polémica desatada es el enfrentamiento entre la tesis neoconservadora presente, que coloca al papel de la Fuerza Armada Nacional como la tarea de una “empresa especializada”, contra la tesis organicista que ha considerado la defensa como una función social de un pueblo con trascendencia histórica. Consideran los neoconservadores locales, tal como lo hacen sus maestros estadounidenses, que la Fuerza Armada es un ente público productor de servicios de seguridad, con una tendencia acelerada a su privatización por el uso de mercenarios, con su correspondiente burocracia, que administra la violencia del Estado, como protectorado del centro de poder mundial. Un polo integrador virtual, conformado por los monopolios y oligopolios que mediante el mercado ordenan y uniforman al sociosistema, los cuales usan las capacidades bélicas de los países capitalisticamente más desarrollados para conformar cuerpos expedicionarios que actúen como policía internacional. Unos órganos de seguridad y orden público destinados a reprimir “comunidades políticas delincuentes”, como el caso del pueblo panameño en 1989. Dentro de esa tesis, los ejércitos nacionales combaten a “enemigos” virtuales, sin límites espaciales ni temporales, como el terrorismo o el narcotráfico. Cabalmente, un eufemismo para colocar como adversario al propio pueblo del que provienen, que resiste la aculturación que tiende a imponerle ese poder imperial que utiliza su capacidad de trabajo y los recursos de su patria, en beneficio de la oligarquía transnacionalizada que lo controla.

Naturalmente, en esas condiciones, asume una conducta criminal, o al menos sospechosa de serlo, cualquier comunidad política que utilice sus capacidades bélicas para actuar autónomamente en el marco del sistema internacional así concebido. Y allí es indistinguible la gran potencia, como son los casos de Rusia y China, del microestado como es Haití o Líbano. La única diferencia en el tratamiento de estos actores internacionales indómitos es la práctica utilizada para su control, que obedece a la racionalidad del costo/beneficio. Cuando el costo es bajo y el beneficio es alto –el asunto de los microestados- el ataque violento directo es el modo de acción preferido. No ocurre así cuando el costo es alto y la ganancia incierta –el tema de las grandes y medianas potencias- donde la praxis privilegiada es el aislamiento o el ataque indirecto, incluso usando “quintas columnas” internas, o actualmente los llamados “golpes blandos”. Frente a esta última situación se encuentra el pueblo venezolano. Y para esa situación “la empresa pública de seguridad” es absolutamente ineficaz. Solamente la visión de la defensa como función social, que convierte al ciudadano en soldado para proteger el patrimonio cultural y material del colectivo al que pertenece, es la única opción para garantizar la supervivencia de la nación y el logro de sus aspiraciones. Y en esas circunstancias sólo un soldado-ciudadano, o un ciudadano-soldado, con conciencia política y orientación ideológica estarían en condiciones de desarrollar la guerra de resistencia implícita en un enfrentamiento absolutamente desigual. Tendría que ser un combatiente que tuviese en su interior lo que el Gral. Jacinto Pérez Arcay ha denominado con una magnifica metáfora, no exenta de cierto romanticismo clásico, como “el fuego sagrado”. Una motivación que lo llevaría hasta la entrega de su vida, tal como lo demanda el juramento de fidelidad a la bandera que préstamos quienes tenemos por obligación permanente, o temporal, la defensa de la Patria. No es creíble que un militar neutro asuma la batalla con la pasión necesaria como para ofrendar en ella su propia existencia.

Quienes sostienen la idea de “la empresa de seguridad” no tienen argumento alguno en el marco de las ciencias del comportamiento como para rebatir esta posición respaldada por los datos que proporciona la historia. La enfrentan dentro de la práctica del “fetichismo de las leyes”, que confunde el “debe ser” con el “ser” y/o, con el supuesto de la existencia de un atraso mental entre los componentes de la Fuerza Armada Activa. Ciertamente, cualquier constitucionalista conoce de las limitaciones de la llamada “ley fundamental”. Por una parte esta su reduccionismo que le impide contemplar en su texto la enorme complejidad de las relaciones sociales existentes dentro de una comunidad políticamente organizada. Por la otra está la llamada “constitución real” que es la derivada de los patrones de comportamiento que se establecen en la práctica mediante las interacciones entre los distintos actores sociales, individuales o colectivos, con presencia en el ámbito de la comunidad política. Y es esta la que en la cotidianidad tiene prelación. La formal es solamente una referencia jurídica, con valor relativo en situaciones contenciosas en las cuales en la decisión influye más las consideraciones políticas que las meras estipulaciones de la norma positiva. ¿Quién sería capaz de afirmar que a lo largo de nuestra historia, para quedarnos exclusivamente en el ámbito venezolano, no existían facciones internas en el aparato de defensa que respondían a planteamientos partidistas? ¿Alguien que hubiese estado en el seno de las FFAA de la etapa “puntofijista” de la IV República podría sostener que en ellas no había facciones adecas, copeyanas e izquierdistas? Sólo un autista podría contestar estas interrogantes negativamente. De manera que su existencia esta consagrada en la constitución real aun cuando la prohibiese la formal. De modo, ¿qué no es irracional mantener una disposición en la ley fundamental que esta condenada de hecho a ser totalmente inoperativa? Sólo un interés partidista la mantendría. Sería un mecanismo para eliminar los militares que no formen parte del bloque de poder dominante.

Se aduce, sin ningún sustento científico, que la aceptación legal de esta realidad afecta los principios de la obediencia, la subordinación y la disciplina que orientan el funcionamiento de las organizaciones militares. La propia experiencia desmonta esta afirmación. Aceptando el hecho de la presencia permanente de facciones políticas, y de otra naturaleza, dentro de nuestra institución militar, ellas no han afectado estos principios en situaciones de normalidad. Únicamente, ante la presencia de situaciones de crisis política nacionales, o de microcrisis funcionales, derivadas de acciones abusivas de niveles concretos de mando, se han desarrollado motines o insubordinaciones que afecta el orden institucional. Y para la minimización de este último tipo de circunstancias, el concepto de “obediencia debida” que disminuye la frecuencia de las órdenes abusivas generadoras de tales situaciones, ha tenido un impacto para la estabilización del sistema de defensa estratégica del Estado. De hecho nadie destruye el ambiente que les proporciona identidad, status social y medios de subsistencia a las personas cuya vida se desarrolla en su seno.

Pero si el argumento de la institucionalidad es irracional, y la disposición que consagra el apartidismo es contradictoria con la realidad, y con el propio texto de la ley fundamental que le concede el derecho a elegir al soldado en servicio, él que aduce la inmadurez de los miembros de la institución para vivir en las condiciones que impone un régimen democrático, es simplemente insultante. No puede aceptar una persona la calificación de subhumana que le endilgue otra persona o grupo social. Menos en una realidad en la cual todos, sin tomar en cuenta su cociente intelectual, grado de escolaridad, status social, etc., gozan del ejercicio pleno de sus derechos. Esta manifestación encierra, o un deseo de exclusión social de un agregado significativo de la comunidad política con fines inconfesables, o la aspiración de colocarlo en un status supraconstitucional. Creo más que ocurre lo primero y no lo segundo. Este hecho me recuerda un anécdota familiar que refiere la repuesta de Rómulo Betancourt a un tío mío cuando la llamó la atención sobre las consecuencias institucionales del maltrato a los militares que participaron en el llamado “barcelonazo” ocurrido el 20 de junio de 1961. La respuesta soez del jerarca adeco, entonces Presidente de la República, fue “no te preocupes, a los militares se les compra con una prostituta y una botella de güisqui”. Fue una descalificación que hoy se repite casi a diario en los medios de comunicación social desde fuentes ligadas al régimen consensual. Un descrédito que hoy colocan en su boca altos oficiales retirados que ciertamente han compartido la opinión de Betancourt al apreciar las condiciones intelectuales y morales de sus subalternos.

No hay en esta argumentación sino fines políticos, que podrían ser legítimos, si se tratasen simplemente de posiciones conservadoras destinadas a preservar privilegios adquiridos, aun cuando estas tengan un contenido absolutamente instintivo. Pero en las condiciones actuales revolucionarias, cuando las estructuras sociales deben responder a un gobierno que abre cauce a nuevas relaciones productivas, e inicia la transformación de las instituciones jurídicas, políticas, administrativas, militares, etc. y de las formas ideológicas que le corresponden, este cambio en imperativo. Y bajo esta consideración, el no hacerlo significa un altísimo riesgo, mucho más si se considera la naturaleza de la contrarrevolución en marcha. Por ello, no se puede descartar que colocar el tema en la agenda política, mucho más cuando es una realidad el compromiso de una porción importante de los miembros del aparato militar dan fe pública de sus simpatías políticas, incluso con su presencia en actos abiertamente proselitistas, tal acción se pueda interpretar como producto de la estrategia conspirativa inspirada en los intereses imperiales.

escruz@movistar.net.ve


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Alberto Müller Rojas


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