El ímpetu revolucionario

Creo que lo que la oposición no ha comprendido es que la dinámica política venezolana responde a los criterios de un proceso revolucionario. La conducta del gobierno, cuyo control ahora le pertenece a las clases no privilegiadas de la sociedad, no responde al comportamiento incrementalista, propio de los calificados como estadistas, que procura adaptar a las comunidades políticas, a los cambios que experimenta la realidad social. No esta orientada por el valor conservador de la seguridad. Está dirigida por el valor de la libertad, pues se trata de la liberación de amplios sectores sociales antes oprimidos. Sin dudas, Chávez no es un estadista. Es un revolucionario. Y así lo han percibido quienes han dominado el orden mundial a través de la difusión de la democracia burguesa, sustentada en las ideas calvinistas del liberalismo. No se trata del comportamiento de los pueblos de la Europa continental, que resisten también la dominación del capitalismo polarizado por la sociedad anglosajona protestante norteamericana. Para ellos ese forcejeo es un problema de negociación explícita, pues ellos se han beneficiado del orden establecido. Lo que buscan es optimizar sus ganancias.

No es el caso venezolano. Para una mayoría determinante de nuestros ciudadanos, ese orden mundial les ha originado graves pérdidas o, por lo menos, les ha restado importantes oportunidades de ganancias en lo que respecta al ascenso humano. Por ello, para esas mayorías el problema no es optimizar ganancias. La cuestión es recuperar pérdidas. Lo que al menos significa minimizar las ganancias, de quienes las maximizaron por el dominio absoluto que tuvieron de nuestra realidad geográfica y social. Esto explica la conducta desafiante del gobierno después del triunfo electoral del 3D. Lo racional en un proceso evolutivo, después de una victoria de esa naturaleza, sería la apertura de una negociación explícita para estabilizar el sistema. Ello mejoraría las condiciones de seguridad del régimen, con un beneficio directo para quienes controlan las instituciones de gobierno, y una minimización de las pérdidas de los sectores dominantes desplazados y del centro de poder que ha controlado el sistema internacional durante el último siglo. Pero de ninguna manera permitiría la colocación de los sectores preteridos dentro de un juego ganar-ganar.

Pero esa racionalidad resulta ilógica en un cuadro político como el nuestro. De aplicarla, quienes hoy tienen el control del gobierno, se convertirían en perdedores absolutos. Ello se traduciría en un retiro del apoyo político de los sectores que actualmente apuntalan el proceso. Lo que implicaría la muerte política de quienes tienen la dirección del país. Por eso, es una decisión apropiada mantener el ímpetu revolucionario. Lo que si debe cuidar esa dirección política es asegurar la ganancia de los sectores que la sustentan. Sin esa acción, la minoría dirigente se convertiría en una nueva clase privilegiada, al igual de lo ocurrido con las sociedades donde imperó el socialismo real, teniendo el mismo efecto que tendría una política incrementalista.


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Alberto Müller Rojas


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