Reformistas de nuevo cuño y viejas reglas de juego

La mayoría de las naciones sudamericanas -unas en mayor medida que otras, dependiendo del papel que les ha tocado jugar como periferia del campo capitalista- vive actualmente una crisis definitoria respecto a cuáles serían sus eventuales porvenires particulares, oscilando entre adoptar medidas de corte neoliberal, tal como lo recomiendan interesadamente los entes financieros multilaterales (tipo FMI), para captar -como solución a sus problemas- la atención y las inversiones de las grandes corporaciones transnacionales que controlan el mercado capitalista mundial, o -en el sentido contrario- enfocarse en lograr explícitamente la construcción de un modelo económico alternativo al capitalismo, con una perspectiva socialista (aunque se piense que se trataría de, simplemente, un neodesarrollismo (o vuelta al desarrollismo blandido entre las décadas de los 60 y los 70 del siglo pasado por la CEPAL). Tal oscilación tiene como consecuencia inmediata que, en tanto no se aborde esta crisis definitoria con la objetividad, la seriedad y la voluntad política que ella requiere (especialmente de aquellos movimientos sociales y políticos que se consideran revolucionarios, más obligados a fomentar iniciativas valederas, prácticas y sostenibles a través del tiempo), todo estará girando en un círculo vicioso, sin salidas satisfactorias aparentes, lo que hará que ello ocasione decepciones y deserciones entre las filas populares, producto del reciclaje de instrumentos y discursos políticos que tuvieron su peso en otra época.
 
Así, lo que comenzaran fuerzas políticas izquierdistas y/o progresistas como la conquista de un horizonte estratégico pronto derivó en expresiones de reformismo -en un sentido amplio-, con acciones administrativas que tendieron a una mejor y más justa distribución de los ingresos nacionales; asegurándose de paso una importante cuota electoral, pero sin llegar a afectar, básicamente, el sistema económico imperante. Sin embargo, la repetición de algunos esquemas funcionales, llevada a cabo por los nuevos gobiernos que surgieran entre la última década del siglo XX y la primera del presente siglo, extendidos en beneficio de grupos sociales excluidos social y económicamente durante siglos (loable, sin duda), no generó la revolución socialista que se esperaba y se proclamara con tanto entusiasmo, lo que, aunado a la repercusión de la caída de los precios de las materias primas destinadas a la exportación (sobre todo, petróleo), creó condiciones propicias para que fracciones de la derecha se sublevaran, asumiendo la posibilidad de una restauración de su papel hegemónico en el manejo del poder constituido, es decir, la regresión al statu quo que se pensó ya no existiría ni resurgiría. La realidad, gústenos o no, demostró que no basta con alcanzar y conservar con éxito el poder político según las criterios de la sociedad liberal-burguesa para iniciar y apuntalar una revolución socialista, si la misma no tiene como uno de sus propósitos fundamentales rebasar y demoler el marco capitalista; menos si ésta se intenta plasmar bajo una orientación estrictamente pragmática.
 
            Tal vez los reformistas de nuevo cuño aduzcan -como lo hicieron otros a través de la historia- que, a pesar del empeño que se ponga individual y colectivamente para concretarla, todo esto no pasará de ser una utopía. No obstante, tendríamos que replicarle que “si nos tomamos en serio lo de las utopías -como lo expone el escritor y politólogo argentino Marcelo Colussi en su ensayo Socialismo y Poder-, pues de eso se trata entonces: no sólo transformar las relaciones políticas, cambiar las reglas de juego de las relaciones sociales; no sólo repartir con equidad el producto del trabajo humano. Se trata, junto a todo ello, y quizá más que ello, de transformar la historia misma, las matrices que nos determinan como sujeto”. Se trata, lícitamente, de cambiar la historia que todos vivimos, sufrimos y conocemos, ésa que ha sido configurada de acuerdo a la lógica y los intereses capitalistas, entendida como una historia de la lucha de clases y que es distorsionada permanentemente, de modo que los sectores populares continúen viéndose a sí mismos cumpliendo un papel de absoluta subalternidad.
 
Se estará, por tanto, ante un gran desafío. Tendrá que abarcarse de forma simultánea lo referente al conocimiento pleno de esta realidad, lo que debiera motivar su total superación y, en consecuencia, la adquisición de una nueva conciencia por parte de los sectores populares. Dado este importante paso, habría que esperar que estos mismos tiendan a organizarse y a plantearse, finalmente, la toma definitiva del poder, no únicamente impulsados por el logro de sus más sentidas reivindicaciones, sino con la intención deliberada de transformarlo estructuralmente, dando origen, por consiguiente, a la instauración de unas nuevas relaciones de poder, al igual que en lo concerniente al orden social y al orden económico. Hasta entonces, sólo hasta entonces, si no hay elementos reformistas de por medio que desvíen este vital proyecto histórico, se podrá hablar de verdadera revolución, en una reformulación estratégica y táctica que impida repetir los errores y las inconsistencias que obstaculizaron su realización posible en el pasado.


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Homar Garcés


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