La desconfianza erigida en institución

La desconfianza de los superiores hacia sus subordinados de incompetencia; de los subordinados hacia sus superiores sospechosos de despotismo, y de los administrados hacia toda autoridad próxima, y por ende personalizada, traen consigo una serie de consecuencia: alejamiento del nivel en que se toman las decisiones del “escenario de acción”, florecimiento de normas impersonales que regulan minuciosamente los comportamientos, estratificación de la jerarquía en perjuicio de una circulación normal de la información, multiplicación de controles preventivos, generalización del ascenso por antigüedad, etc.

La presunción de incompetencia trae aparejada una doble perversión. Mata la iniciativa por dentro y por fuera y disloca la administración. En efecto, la unidad de un poder central sobrecargado de detalles, abrumado, por la teledirección de millones de operaciones particulares, ha de ser forzosamente ficticia.

La presunción de incompetencia elabora sin cesar sus propias confirmaciones, pues niega a aquellos a quienes ataca la posibilidad de demostrar o adquirir unas aptitudes que les son a priori denegadas. Engendra contantemente conductas irresponsables y acaba por justificar la desconfianza en que se apoya.

Aunque se aligerase de este modo su tarea, el Estado no carecería de trabajo. Podría concentrase en las responsabilidades que nadie puede asumir en su lugar. Sus dirigentes y sus funcionarios podrían dedicarse a lo esencial de su misión: definir cuidadosamente los objetivos, elaborar con precisión las políticas. Las grandes empresas tienden a “centralizar los objetivos y descentralizar las decisiones”. El Estado, como enorme empresa que es, debe inspirarse en la misma regla. Pues la causa de su ineficacia estriba no tanto en la falta de medios jurídicos o financieros, como en la carencia de objetivos claro y de políticas coherentes.

A partir del momento en que los alcaldes y los concejales fuesen efectivamente responsables de su gestión, a partir del momento en que los municipios encontrasen en sus propios recursos lo necesario para financiar lo esencial de los servicios a su cargo, podemos pensar que los electores verían con bastante claridad la relación existente entre el esfuerzo fiscal que se les exige y los resultados alcanzados por la municipalidad, y sancionarían con sus votos las buenas o malas administraciones. Por imperfecto que sea el control democrático, sería preferible, desde el punto de vista de la eficacia, a un sistema que en realidad suprime todo control y hace imposible la identificación de los responsables.

Donde ni el mercado ni el voto permiten conciliar responsabilidades y libertad de acción, quedan únicas y sencillamente las reglas de la Fiscalía. Lo que importa es la voluntad de liberar la iniciativa, de confiar en el pueblo, en todos los niveles. Todos los que son capaces de aprender y de actuar y no lo hacen por falta de responsabilidad, aportarían una inapreciable sobredosis de competencia.

Aunque nunca, hasta ahora, ningún Gobierno se haya fijado este objetivo, se trata de una empresa política, y sin duda la más urgente, puesto que todo lo demás depende de ella y será modificado por ella. Cierto que se podría esperar que la evolución natural de las costumbres y la disgregación del antiguo sistema lo llevasen a buen término. Pero la Historia nos ofrece demasiados ejemplos de civilizaciones que se han hundido poco a poco bajo el peso de su pasado.

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!

¡Viviremos y Venceremos!



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Manuel Taibo


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