El mundo moral de José Enrique Rodó

José Enrique Camilo Rodó Piñeyro (Uruguay, 15 de julio de 1871 - Palermo, Italia, 1 de mayo de 1917) fue un escritor y político uruguayo creador del “arielismo”, corriente ideológica que se caracteriza por oponer al utilitarismo anglosajón los valores de la cultura greco-latina. Expresaba una visión idealista de la cultura latinoamericana como modelo de nobleza y elevación espiritual en contraposición a la cultura de los Estados Unidos como ejemplo de sensualismo y grosería materialista.

Sus obras –Ariel (1900) y Motivos de Proteo (1910)- condensan su preocupación por la juventud latinoamericana, en un momento en que la crisis política y moral amenazaba con devastar el inmenso territorio donde 20 repúblicas oscilaban entre la monarquía, la barbarie y la democracia.

Su motivación esperanzadora se basaba en la “fe en el porvenir, (en) la eficacia del esfuerzo humano, (que) son el antecedente necesario de toda acción enérgica y de todo propósito fecundo”.

El destino de América está en su juventud. Ariel es un libro esencial en la prolongada búsqueda Latinoamericana de la identidad. Para Rodó Ariel es “ese sublime instinto de perfectibilidad, por cuya virtud se magnifica y convierte en centro de las cosas, la arcilla humana a la que viene vinculada su luz (…). Ariel (…) significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres”.

El ideal supremo griego: Cuidar de sí, que es constituirse como sujeto de acción, capaz de responder con rectitud y firmeza ante los sucesos del mundo. Cuidar de sí no es desentenderse de los otros para ocuparse exclusivamente de sí, es dar una forma definida a la acción que uno emprende, al cometido que uno acepta, al rol social que uno cree desempeñar.

Esa era la preocupación de Homero al escribir la Odisea y la Ilíada; y cuya continuidad aborda Platón en su diálogo Alcibíades.

Michel Foucault en “Tecnologías del Yo” (1981) analiza a profundidad el Alcibíades; pero advierte que en los textos griegos y romanos, la exhortación al deber de conocerse a sí mismo estaba siempre asociada con el otro principio de tener que preocuparse de sí, y fue esta necesidad de preocuparse de sí la que provocó que la máxima délfica se pusiera en práctica.

“En los diálogos socráticos, en Jenofonte, Hipócrates y en la tradición neoplatónica desde Albino, uno tenía que preocuparse de sí mismo. Tenía que ocuparse uno mismo de sí mismo antes de que el principio délfico fuera puesto en práctica”.

Foucault descubre que en nuestro tiempo “Se produjo una subordinación del segundo principio al primero”. El “preocuparse de sí” se impuso sobre el “conocerse a sí mismo”.

Alcibíades, un joven aspirante a gobernante, tenía que comenzar a razonar por sí mismo todas las cuestiones del buen gobernar. Sócrates de adjudicó el papel de su maestro al ver que por su juventud e inexperiencia este joven aun no estaba listo para dirigir al pueblo.

Lo importante para Sócrates era lograr que Alcibíades tuviera un juicio claro que le ayudara en el arte de gobernar, que fuese sabio y respetado por meritos propios atributos que sólo adquiriría si lograse razonar correctamente aun en las circunstancias más adversas.

Rodó consustancia su bagaje cultural greco-romano para motivar a nuestros jóvenes y despertar en ellos el interés por los frutos del espíritu: “Todo el que se consagre a propagar y defender (…) un ideal desinteresado del espíritu –arte, ciencia, moral, sinceridad religiosa, política de ideas-, debe educar su voluntad en el culto perseverante del porvenir”.

La juventud no debe ser carne de cañón. Por ello Rodó le concita al cuidado de la “independencia interior, la de la personalidad, la del criterio” que “es una principalísima forma del respeto propio”.

El llamado de Rodó es a que cada uno de nosotros “cuide y mantenga celosamente la originalidad de su carácter personal (…), en todo cuanto no sea inadecuado para el bien…”

El medio donde una juventud puede elevarse hasta alcanzar su plena realización es la Democracia.

“Fuente de inagotables inspiraciones morales, la ciencia nueva nos sugiere, al esclarecer las leyes de la vida, cómo el principio democrático puede conciliarse, en la organización de las colectividades humanas, con una aristarquía (aristocracia del saber) de la moralidad y la cultura”.

Asimismo, Rodó reflexiona sobre el papel de la Democracia y del Estado. “La oposición entre el régimen de la democracia y la alta vida del espíritu es una realidad fatal cuando aquel régimen significa el desconocimiento de las desigualdades legítimas y la sustitución de la fe en el heroísmo — en el sentido de Carlyle — por una concepción mecánica de gobierno”.

La Democracia que inserta el principio de “igualdad social”, que ha destruido las jerarquías imperativas e infundadas, será como debilidades indefensas si no las sustituye con otras, que tengan en la influencia moral su único modo de dominio y su principio en una clasificación racional.

La Democracia que se fundamenta en el predominio de las mayorías, “La multitud, la masa anónima”; será un instrumento de barbarie o de civilización, según carezca o no del coeficiente de una alta dirección moral que eduque a esa mayoría de los habitantes.

Para Rodó la democracia y la ciencia son los dos insustituibles soportes sobre los que nuestra civilización descansa; o, “expresándolo con una frase de Bourget, las dos “obreras” de nuestros destinos futuros”.

El Estado, entonces, tiene el deber de colocar a todos los miembros de la sociedad en indistintas condiciones de tender a su perfeccionamiento; predisponer los medios propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades humanas, dondequiera que existan.

Como parte de su inspiración greco-romana, Rodó reconocerá que la Ciudad, como la colmena de las abejas, debe acumular elementos de prosperidad para sus habitantes.

“La gran ciudad es, sin duda, un organismo necesario de la alta cultura. Es el ambiente natural de las más altas manifestaciones del espíritu”.

El Estado debe invertir sus recursos económicos y financieros por optimizar el hábitat, el espacio donde el hombre proyecta su ser, como Adán en el Paraíso.

41 años después, en 1951, el filósofo alemán, Martín Heidegger (26 de septiembre de 1889 – Friburgo 26 de mayo de 1976) desentrañará que somos en la medida en que habitamos, ser hombre (y ser mujer); y esto significa estar en la tierra como mortal, significa: habitar. La apropiación del lugar significa construirlo: habitarlo, en conformidad a la dignidad de las personas.

Para Rodó “la extensión y la grandeza material de la ciudad pueden dar la medida para calcular la intensidad de su civilización”.

El espacio conquistado, habitable, proyectará las almas a fines superiores.

Rodó va insistir en que la “emulación”, que es “el más poderoso estímulo de cuantos pueden sobreexcitar, lo mismo la vivacidad del pensamiento que la de las demás actividades humanas, necesita, a la vez, de la igualdad en el punto de partida, para producirse, y de la desigualdad que aventajará a los más aptos y mejores, como objeto final. Sólo un régimen democrático puede conciliar en su seno esas dos condiciones de la emulación, cuando no degenera en nivelador igualitarismo y se limita a considerar como un hermoso ideal de perfectibilidad una futura equivalencia de los hombres por su ascensión al mismo grado de cultura”.

Contrario a lo concepción “democrática” que hoy impera en nuestras repúblicas donde los individuos batallan por subsistir sin importarles el destino de sus semejantes, actitud propia del “utilitarismo” anglosajón, la moral “rodoniana” opone las virtudes cristianas. Aunque Rodó admite privilegios para aquellos que en el dominio de la inteligencia y la virtud, sobresalen por sus hechos y conducta.

“Ninguna distinción más fácil de confundirse y anularse en el espíritu del pueblo que la que enseña que la igualdad democrática puede significar una igual posibilidad, pero nunca una igual realidad, de influencia y de prestigio, entre los miembros de una sociedad organizada”.

En este aspecto, el Socialismo asimila a concepción utilitaria, según la cual el destino humano se allana en la igualdad en lo mediocre, como norma de la proporción social, íntimamente relacionada con la fórmula de lo que ha solido llamarse, en Europa, el espíritu de americanismo.

El rechazo rotundo a esta concepción hará que Rodó se apoye en nuestra concepción cristiana de la vida, la cual nos enseña que “las superioridades morales, que son un motivo de derechos, son principalmente un motivo de deberes, y que todo espíritu superior se debe a los demás en igual proporción que los excede en capacidad de realizar el bien”.

Enérgicamente, el pensador uruguayo, aprovechará la coyuntura para desglosar la tendencia filosófica del momento auspiciada por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844 – 1900).

“El anti-igualitarismo de Nietzsche, — que tan profundo surco señala en la que podríamos llamar nuestra moderna literatura de ideas, — ha llevado a su poderosa reivindicación de los derechos que él considera implícitos en las superioridades humanas, un abominable, un reaccionario espíritu; puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre a quien endiosa, un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles; legitima en los privilegios de la voluntad y de la fuerza el ministerio del verdugo; y con lógica resolución llega, en último término, a afirmar que la sociedad no existe para sí sino para sus elegidos”.

Rodó se adelantó a criticar esta postura alienante que marcará todo el siglo XX con sus conocidas consecuencias bélicas devastadoras.


glidden35@gmail.com



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