Laura Gámez está hermosa. Más que de costumbre. Esa barrigota que le dio la naturaleza la tiene bellísima. Para septiembre, su hijo o hija lanzará el primer llanto y el mundo contará a partir de entonces con un nuevo soldado o soldada.
Así será. Lo sé. Y así será cuando el nuevo ser escuche las historias que le contará Laura. Las historias de la Revolución, porque debo decirlo, Laura –a quien conozco desde hace 5 años– no fue siempre roja rojita. Tampoco fue una “contra” convicta y confesa pero sostuvo y sostiene aún una crítica sana. Muy sana. No podía ser de otra manera: Laura Gámez es cristiana practicante y no atesora malos pensamientos para nadie.
Por estos días, cuando iba al trabajo, sintió algo extraño. Supo de inmediato que estaba intoxicada. Presurosa, pidió atención en una clínica privada de Catia. Vistosa la clínica catiense. Físicamente grande. Con un nombre rimbombante. Confiada, ingresó esperando atención.
Laura, su barriga y su intoxicación esperaron la primera hora. La segunda. También la tercera. Nada que las recibían. Transcurrieron otros 60 minutos hasta que ¡por fin! la hicieron pasar para recetarle una inyección que jamás ella había visto. Su intuición, su alma buena y visto el tiempo perdido la conminaron a una segunda decisión: fue a un CDI.
No me lo dijo, pero entiendo que no esperaba que la atendieran tan pronto. De inmediato. Con esmero. Sobre todo con profesionalismo. “La doctora me pidió el número de mi doctora tratante y la llamó”, me contó Laura. “Evaluaron mi caso y rápido procedieron. Ya estoy mejor”.
La historia no tiene fin, porque no tienen fin los relatos bellos. Pero Laura contará eso al bebé, cuando sea grande. Le hablará de la Revolución y su significado. Le entregará un fusil ideológico para que con balas de conciencia impida que nos roben los sueños. Y le contará, seguramente, que cuando salió del CDI nos dijo a nosotros sus amigos obstinadamente ñángaras: “Viva Chávez”. Sí, Laura: viva Chávez, gritamos contigo.
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