La petulancia y obscena ignorancia de ciertos orondos "investigadores"

            Existe un cierto grupo de señores, embadurnado con esa aureola moderno-positivista del saber, los denominados “investigadores”, que se consideran a sí mismos una nueva clase académica en medio del reverberante mundo del conocimiento. Porque eso de DOCTOR ha quedado tan miserable que lo que importa ahora, en el ámbito universitario, es llamarse INVESTIGADOR. Y se lo creen, los muy “pingües”.

Ya no llevan melenas electrizadas a lo Einstein, ni barbas de chivo, ni fuman pipa. Son humildes. Se mezclan con los plebeyos que dictan sólo clases o jurungan necedades intrascendentes que toquen lo ecológico o lo social; son capaces de saludar hasta al lumpen en medio chanzas y hasta se permiten confesarles algún chiste vulgar únicamente reservados para los “genios” de su clase (hermética).  Eso sí, se gastan una lenguita...

Son los que se consideran destinados a reinar sobre cuanto bulle en el quehacer universitario. Para ellos no puede haber algo más importante en una universidad que la “Investigación”, y la investigación para ellos es conseguir publicar en una revista indexada. Todo lo demás es de poca monta. De publicar en una revista indexada a adquirir la condición de convertirse en jueces de cuanto ocurre en la vida universitaria no hay sino un paso. Puede que sean unos perfectos ignorantes en cuestiones básicas de cultura y del saber; que jamás se hayan leído un libro de literatura, que sean unos perfectos analfabetas de eso mismo que se denomina academia, que no sean capaces de escribir una carta, que no sepan absolutamente nada de la historia de su país, que les importe un pito quien fue Rafael María Baralt, José Rafael Pocaterra, Teresa de la Parra o Rómulo Gallegos; que poco les importe si las Batuecas quedan en Brasil o Europa y que consideran fruta que come mono cuanto no tenga que ver con sus sabiondas observaciones, experimentaciones y cálculos programáticos o analíticos.

Para ellos no existe sino lo que procesan sus lúcidos y cacofónicos cerebros.

Puede que no aprueben un examen de primaria sobre cultura elemental.

Por ejemplo, eso de la poesía para ellos es una mierda. Escribir cualquier libro es menos que no le incumba a su prepotente conocimiento, les resulta una bestial estupidez. Un texto para estudiantes, eso para ellos es otro excremento. Indagar en el folklore, en lo nuestro es una cursilería que no merece ni siquiera ser considerado como tal. Hacer una vaina para nuestro país, ¡por favor!, ¿a dónde hemos llegado, señores? ¿Se pueden imaginar mayor bajeza, “dedicarse a hacer algo por este país de mierda”?

Si la cosa se torna seria y en una conversación se aborda algún tema que los hiera porque lo desconocen, tosen, se excusan, no tienen tiempo, están ocupados. No les conmueve nada que no esté relacionado con el importantísimo mundo de sus minúsculos hallazgos.

Y a veces cuando se menciona a alguien que ha podido alterar el curso sereno de sus altares con algún humilde hecho, se preguntan irónicos: ¿Y quién es ese? La risa del corro definirá claramente, quién es ese. Porque en este mundo los únicos que tienen cerebros y pueden hacer cosas que valgan la pena son ellos. Pueden incluso permitirse dudar y hasta se reírse de las simplezas de un Einstein, Darwin, Kepler o Euclides en el proceso de estructuración de sus ideas.

¿Y quién es ese?, interrogación, por ejemplo, que le va de maravilla a ellos cuando se mencionan personas como los botánicos don Santiago López-Palacios y Luis Ruiz Terán, el matemático don Andrés Zavrostky, el ecologista don Arturo Heichler, el etnólogo don Marc de Civrieux, quienes de paso, no llegaron a ser siquiera profesores AGREGADOS. Eran seres que carecían de ese sentido utilitarista del que están poseídos casi todos en las universidades. Y es que a esta gente les daba pereza tener que llenar papeles para ascender y presentar proyectos al CDCHT o cualquiera otra institución, aunque los trabajos de cualquiera de ellos superaran con creces cuanto han hecho todos los profesores titulares de la ULA juntos, por ejemplo.

En las llamadas universidades autónomas los sesudos viven poseídos por ese virus ideológico creado el siglo pasado por don Jeremías Benthan, el Utilitarismo, la usura, el deseo de tener más que el vecino; esa enfermiza competencia por ser “el mejor” aunque se sea el peor moralmente, y sobre el cual fundaron sus bases todos los partidos liberales de América Latina.

Carecen por lo tanto, estos llamados “investigadores”, de prudencia intelectual, son incapaces de madurar moralmente, miran por encima del hombro a las minúsculas sabandijas que se entregan a vainas intrascendentes a sus ojos. El mundo les huele mal en cuanto oyen hablar de algo que no tenga que ver con sus visiones soberanas de lo que puede ser machacado, pulverizado y escrutado en sus laboratorios o pizarrones.

Pero en cuanto abren la boca, ¡Dios mío!: Un mundo de ordinariez, de vulgaridades in situ, cuando no bajezas procaces, vendaval de lugares comunes, pesadas bromas y mucho asco interior.

La risa.

De todo se ríen escandalosamente como para que se vea también lo chabacano que son cuando se lo proponen.

Pero cuando la envidia les corroe, ¡sálvese quien pueda!; cuando el odio les mueve las vísceras, a prepararse porque la cosa mueve moles de bilis negra: sacan sus garras, sus uñas, se escoden, se llaman y hacen correr bolas como moscas verdes.

Son tenaces con sus parcelas.

Cualquiera no entra en sus parcelas, en sus corros, en  sus sectas.

Señor, la cosa se pone fea en el momento de ejercer la funciones de jueces; cuando tienen que calibrar qué vale y qué no merece la pena en función de la academia y en el conocimiento de lo cual ellos son expertos. Entonces es cuando se ajustan de veras los calzones. La Tierra tiembla. Se produce un silencio cataclísmico en los pasillos. Las mentes nubladas porque piensan los únicos genios del planeta. Los corazones en vilo a la espera de una sentencia inapelable, que puede ser de muerte. La gente vive protestando contra las penas de muerte en el mundo, cuando no se enteran de esta clase de sentencias que entierran en vida a millares de seres en el mundo. Aquí estos verdugos dictaminan al menos veinte sentencias de muerte al día, más que en el imperio del Norte. Y lo hacen sin la cruz y sin rezos y sin lo del último deseo. Fulminantes: “Que se joda, porque de esto no sabe”, aunque ellos de todo lo demás no sepan un coño.

jsantroz@gmail.com




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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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