El terrible juicio que le espera a Rafael Caldera

El doctor Caldera trataba de dar la impresión de ser un hombre de carácter fuerte, pero nunca lo fue. A veces pensaba con fortaleza pero actuaba con debilidad. Se percataba de la terrible situación del país, en manos inescrupulosas, la debacle general de las instituciones pero acababa él cediendo ante el peso de la maldad: se arredraba, iba escabullendo el bulto y terminaba dejando todo peor de como lo había encontrado. No tuvo carácter el doctor Caldera y se fue sin haber dejado algo realmente de valor en su larga trayectoria como hombre de partidos. Era además un político dominado por ambiciones pequeñas y por las vanidades más ramplonas. Una de las obsesiones que le descontroló en la década de los noventa fue llegar de nuevo a la presidencia sólo para no ser menos que Carlos Andrés Pérez quien se le había adelantado en esa carrera. Sólo por eso, y más nada. No se diferenció en su modo de hacer política de un Leoni, de un Luis Herrera o de un Lusinchi, sencillamente porque debía mantenerse entre las “líneas democráticas” establecidas y ordenadas por el Departamento de Estado norteamericano. En todo fue puntofijista hasta la muerte. Respeto por ese acuerdo como la máxima cartilla de su proceder democrático. Por eso su último gobierno fue llamado “ESTO NO LO AGUANTA NADIE, CAPÍTULO VIII”.

Genio y figura hasta la sepultura.

Desde muchacho, Rafael Caldera fue preparado por los jesuitas para ser presidente de la República. Y entonces desde muy joven comenzó a formarse en él todo un ser profundamente camaleónico, hipócrita. La señora madre de Rafael Caldera, nunca se menciona por ninguna parte; él la oculta y prohíbe que se hable de ella. Esta señora había casado con un tal Caldera del cual no se ha sabido nada tampoco. La madre de conocido político fue abandonada por su esposo, y entonces se relacionó con el doctor Manuel Heredia Alas, un médico empedernidamente borracho, que le extrajo una bala de una pierna a Juan Vicente Gómez, producto de la batalla de Ciudad Bolívar. Por esta razón Rafael Caldera vienen siendo hermano de Rafael Heredia Peña (llamado Chicho Heredia, hijo legítimo de doctor Manuel Heredia Alas con doña Amalia Peña), de Trino Melián (quien fuera Secretario General del Partido Comunista) y de Trina Melián (madre de Rafael Simón Jiménez)[1].

El movimiento Acción Nacional, de don Rafael Caldera, seguía los pasos de Acción Democrática y entraba también al circo de las ambiciones políticas bajo el monitoreo del Departamento de Estado norteamericano (quien acabó dándole el visto bueno para que realizase actividades golpista contra el gobierno de Medina Angarita). El propósito entonces era convertir al país en un inmenso campo de confusiones morales, para que de la debilidad de los pueblos, las compañías petroleras pudiesen hacer con nosotros lo que les viniese en gana. Esto había sido previamente estudiado por los expertos gringos creadores de imagen y perturbadores de Estados en América Latina, bajo la dirección de Rómulo Betancourt. Debe quedar claro, que hasta 1999, en nuestro país no se podía gobernar sin andar muy bien acordado con los gringos.

La cabeza de turco poco después de la II Guerra Mundial lo fue el pobre Isaías Medina Angarita, a quien los americanos habían decidido dejar a la buena de Dios. Medina Angarita había perdido el favor de los gringos por expulsar del país al presidente de la Creole, Mister Henry J. Linam y haber realizado una alianza electoral con los comunistas. Había que darle duro, pues, a Medina para que se fuese de bruces, y luego proceder al reparto de las minas cuyos negocios ya habían sido acordado entre magnates en Nueva York; de modo pues, que tanto Betancourt como el abogado jesuita Rafael Antonio Caldera habían entrado en actividades golpistas contra el régimen siguiendo órdenes estrictas del Departamento de Estado. Es significativo el esfuerzo que de modo simultáneo pusieron estas dos fuerzas por derrocar el gobierno, y de allí consolidar sus movimientos (parcelas) particulares, AD Y COPEI. La Izquierda entonces era un amasijo de inconsistencias ideológicas. Llamaba sobremanera la atención que entre los jóvenes de esta izquierda no hubiese un líder que pudiese capitalizar el enorme descontento popular, como tampoco la presencia de patriotas que le pararan el trote tanto a Rómulo y a Rafael, a los gringos y a las amenazas de los colombianos que miraban con gula hacia nuestras fronteras.

La persistente gritería de los nuevos políticos acabó ensordeciendo y desorientando pobre pueblo. Todo marchaba a pedir de boca de los agentes desestabilizadores gringos. Se estaba produciendo un cansancio general aunado a la creencia muy bien estudiada de que cualquier acto de nacionalismo o patriotismo debía aparecer como producto de una actividad comunista solapada, y por ende de fuerzas internacionales con fines de envenenar a la unidad de la familia y nuestras tradiciones religiosas; estas alarmas se mostraban mediante una propaganda sangrienta, enfermiza, donde cualquier monstruo resultaba inofensivo si se comparaba con lo que traerían los izquierdistas: Medina Angarita cayó en desgracia por esta acción de la CIA y todos sus proyectos regeneracionistas se fueron al foso. Minado el cuerpo de la Nación por fuerzas tan sutiles como especiosas, con sofisticadas armas que nuestros infelices políticos todavía hoy no son capaces de discernir, quedó el campo abierto a los manipuladores de la información, para hacer ver que tanto Betancourt como su carnal Rafael Caldera, eran nuestros auténticos demócratas, y que no había hacia qué otro lado mirar. Una historia que habría de repetirse mil veces pero a escalas cada vez más degradantes en los siguientes sesenta años de colonización y explotación gringa.

Cuando Andrés Velásquez se encuentre a un tris de coger el Coroto, recibe cuidadosas instrucciones de la CIA; a la final no hubo necesidad de seguir dándole lecciones, porque fue el mismo Departamento de Estado quien acabó confeccionando el resultado de aquellas elecciones en las que había perdido Rafael Caldera. Al tener los resultados en las que Caldera iba a ser nuevamente presidente de la república, Andrés Velásquez fue citado a la embajada norteamericana y el mediador fue el historiador Ramón J. Velázquez. Se arreglaron las cuentas y al cobarde Andrés Velásquez se le ofreció una oportunidad para 1998, y recibió varios millones de dólares. Así se arreglaba políticamente todo en este país.

El caso de Medina fue distinto. Medina no aceptaba presiones. Al tiempo que decaían las fuerzas de izquierda en 1945, el ya mencionado cura frustrado y megalómano de don Rafael Antonio Caldera, comienza a llenar un espacio entre los grupos anticomunistas que nadie se había atrevido copar. Viene de dirigir la UNE y de ocupar un alto cargo en la Oficina Nacional del Trabajo. Este espacio por fuerza tenía que agrupar al moribundo gomecismo, a los fanáticos cureros y a lo más podrido del militarismo conservador que por otra parte era el guardián del capital en Venezuela. Este eterno aspirante a cura, de estampitas y medallitas de la Virgen María y de la Virgen de Coromoto colgadas del pecho, no se andaba por las ramas a la hora de pedir y rogar y tenía un singular talento para la intriga, el descaro y la malicia. Personajillo admirablemente avieso que le abre campo al fascio en un país que estaba en el limbo de la Edad de Piedra en cuanto a geopolítica, creencias religiosas y actividades políticas y económicas en general. Por su peinado engominado, por sus trajes cruzados, y por su mirada y su empaque foribundamente pacato y formal, parecía como sacado de los cuadros de aquella JONS que dirigía Ramiro Ledesma Ramos, en España. Claro, sin la cultura y sin el nacionalismo de aquellos. Era además un estudiante de 20 puntos, inflado de una fatuidad tremenda. Su grupo, como lo recoge Laureano Vallenilla Lanz, estaba integrado por hijos de familias acomodadas que aspiraban a incorporarse a la burocracia. Llama sobremanera la atención de que los partidos AD y COPEI se consolidan a fuerza de penetrar con sus gentes en los puestos claves de la administración pública. Es en este sentido admirable la tarea que cumplen Rómulo Betancourt y Caldera, dedicados de sol a sol en visitar oficinas y entes públicos para recomendar a algún cargo a sus compañeros. La gente de confianza de Caldera eran jesuitas, hermanos de La Salle, vástagos del gomecismo. Comerciantes ricos y mantuanos. Laureano dice que perseguían “una democracia que les permitiera hablar mal del gobierno a los señores de los clubs caraqueños, una libertad con sotana con machete escondido entre los pliegues de la misma...” Pero como casi todo el mundo aquí tenía antecedentes de sangre africana en sus venas, no le quedaba más remedio que pactar con la plebe para conformar los primeros cuadros de su naciente partido. Si Betancourt dirá que su gente irá al Congreso con un pañuelo en las narices, Caldera admitirá al “negraje” en su partido con un corsé como los que usaba Pascal para martirizarse.

Nunca mostró Caldera ese empeño de hacerse novelista que en sus años mozos sí tenía Betancourt. Había sido estudiante del colegio San Ignacio y fue escogido en varias ocasiones para dirigir discursos serviles al Bisonte Gómez, y lo hacía tan bien que el dictador en sus últimos años le miraba con desprecio. De modo que este joven nunca encabezó acción alguna contra Gómez y es muy probable que más bien hubiese deplorado su muerte de todo corazón, como le ocurrió, cuando la conocieron, Rómulo Gallegos y Luis Beltrán Prieto Figueroa. ¿Qué tal?

Cuando en 1948 derrocan a Gallegos, entre los primeros en presentarse a Miraflores para ofrecer sus servicios al nuevo gobierno, se encuentran Rafael Caldera y Jóvito Villalba. Van a solicitar gobernaciones para sus seguidores, y se mostraban a decir de Alirio Ugarte Pelayo, contentos y eufóricos. Caldera estaba gratamente impresionado por el valor y el carácter de Pérez Jiménez. “Es todo un jefe”, decía, “lo que el país necesita para salir del caos”, lo que le permitió concluir a Alirio Ugarte Pelayo: “Como ves, el líder copeyano está en buena disposición y no sufre con la ruptura del llamado hilo constitucional. Si le ofrecen un Ministerio es capaz de sacrificarse una vez más por la patria”[2].

Y se sacrificó realmente: Cuando Laureano Vallenilla Lanz está encargado de banco Industrial, es mucha la gente que acude en solicitud de créditos, entre los más asiduos para satisfacer a la camada de sus segundones son Jóvito Villalba y Rafael Caldera. Tienen los copeyanos el periódico El Gráfico que está en la ruina, “y Caldera pretende que el Banco Industrial contribuya a mantenerlo con créditos ostensiblemente irrecuperables... En aquellos días me habla Caldera de sus proyectos. El gobierno, URD y COPEI, deben llegar a un acuerdo para las elecciones y repartirse, por partes iguales, los asientos del Congreso, los ministerios y las gobernaciones de los Estado.[3]” Incluso Caldera le habla mal a Vallenilla de Jóvito, le dice que se cuide de este calvo que lleva detrás la sombra de los medinistas, el clan de los comunistoides e incluso a Miguel Otero Silva.

Cuando se está por gestar otro Golpe del 2 de diciembre de 1952, en la elección que pierde Pérez Jiménez, de nuevo salta Caldera con el objeto de pedir y chantajear a un mismo tiempo. Estaba ya desde entonces decidido que este hombre descarado que se pisaba su jeta con las garras de sus ambiciones desmedidas, sin pudor ninguno, iba un día a dirigir los destinos de nuestro país. Le participa Caldera a Laureano que COPEI no concurrirá a la Constituyente a menos que se le reserve a su partido un mínimo de tres Carteras y unas siete gobernaciones. Le aclara al ministro de Relaciones Interiores: “Los copeyanos no contribuiremos a fomentar disturbios. Somos gente de orden y no estamos dispuestos a hacer el juego a comunistas, adecos y urredecos. Tampoco conspiramos. Ustedes podrían entenderse con nosotros mejor que con nadie. Aún no me explico por qué no fuimos juntos a las urnas...[4]” El gobierno de Pérez Jiménez estaba técnicamente caído. Sólo contaba para subsistir con la típica cobardía de nuestros dirigentes políticos. Lo más seguro era que no contarían del quórum requerido para dar inicio a las reuniones de la Constituyente, y Laureano, que no tenía pelo de tonto se comenzó a poner en contacto con los diputados suplentes (sabía que se volverían locos al saber que se les daba la oportunidad de ocupar un alto cargo de representación popular, y venderían hasta sus propias madres de ser necesario por ejercerlo). El día 9 de enero de 1953, el pautado para dar inicio a las sesiones, según la Constitución, Caldera con sus diputados, cual mafioso con una cuadrilla de pistoleros, se apostaron en un local vecino al Capitolio a esperar que su gente fuese requerida por el dictador para completar el fulano quórum (y entonces él salir muy orondo a negociar las fulanas carteras ministeriales y las gobernaciones). Se cayeron de un coco: Vamos, no fue necesario, los perejimenistas consiguieron completar el quórum con otros bandidos igualitos que siempre sobran. Caldera como se ve no era pendejo, sino polítiquero. En fin, los que quieran saber más de esta historia lean “El Procónsul”, del mismo autor de estas líneas.


[1] Datos obtenidos del cronista de Yaritagua, don Ricardo Gainza.

[2] Véase “Escrito de Memoria”, Laureano Vallenilla Lanz, Ediciones Garrido, Caracas, 1967, pag. 291.

[3] Ut supra, pag. 329.

[4] Ut supra, 366.


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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