Culpables somos todos

Bello Monte (Morgue)

Jamás hubiese entrevisto el silencio unánime del lugar. Más bien esperaba el recuerdo de otra sensación, por ejemplo esa hedentina de hospital de infancia que tanto temor e inquietud me causaba cuando los visitaba. Desde luego que tampoco esa cierta y filosa frialdad de los metales que cercan mi extensión de mortaja húmeda y que solo hace que rememore mis mas molestas soledades. Igual nunca imaginé lo de tener que estar fatalmente con aquellos otros cuerpos que con regularidad compulsiva apersonaban los lúgubres funcionarios de la policía acreditada; cuerpos inermes con sus orificios de balas desgajadas de odio, cuerpos de puñaladas insolentes que desgarran pellejos y troquelan figuras inciertas, cuerpos desnudos de pudor que ofrendando su transparencia me ciegan. Sobra decir que mi cuerpo devastado de incendio que unos anónimos auspiciaron, y que me obligó a tener que yacer aquí, nunca lo sospeché.

En verdad a nadie conviene la muerte y menos esta la mía que es precedida por el fragor de una culpa que me es ajena. Pero ya en ella, acontecido por las potencias de su formidable dominio, no me queda otra cosa que no oponer mayor resistencia y dedicarme con mansedumbre a la nueva eternidad, ello a pesar de que aun mis recuerdos de vida no me licencien para absolver a mis inmerecidos verdugos. Tan inmerecidos que tal vez aquí no tenga el tiempo para toparme con ellos y reconocerlos.

Caracas (Locus vivendi)

La ciudad constantemente arremete contra ella misma y no cesa de autoflagelarse. Es un rollo interminable de figuras disimiles harto descompuestas, vehículos atolondrados de criaturas enardecidas, motorizados en fuga cuyo celaje nos agria, basura enhiesta en la calle por el desdén habitual de unos pobladores de pompa zombi, vahos agresivos que te alborotan las entrañas, violencias de hampa envilecida y sonidos indecentes que te condenan al fastidio. Tan solo comer te salva de Caracas y de sus repulsivas repeticiones de ultraje urbano. Bien sea un perro caliente arrugado de impericia, una hamburguesa embadurnada de grasosos emplastes, o una empanada cicatera de autentica crisis, ello es suficiente para compensar brevemente el sadismo citadino que padecemos sin pausa. Por ello comer en Caracas más que un acto de elemental necesidad biológica comporta un remante de estratégica solución al desgaste psíquico que a diario no acogota. En realidad ser cocinero o Chef en esta ciudad se convierte en una actividad clínica destinada a solventar no las premuras diarias de un estomago carente sino las de una psicología siempre a punto de hacer aguas. Tal vez por ello mi pueril idea de llegar algún día a ser medico se halla trasformado en la de ser cocinero que tanto me honra.

Los Ruices. (Cadalso)

En verdad que en los últimos ocho meses que laboré en el ministerio no tenía mayor trabajo que realizar puesto que la crisis económica del país nos había dejado sin suministros y nos hacía cada vez más prescindibles. No culpo a quienes tomaron la decisión de despedirme; sin comida no hay cocinero que valga. Por ello el nuevo trabajo me anima y creo, otra vez , que me enrumba; desde allí podré ejercitar con mayor precisión mis conocimientos sobre comida internacional y criolla y no tendré que enfrentar la presión ejercida por el objetivo impuesto de lograr cocinar el volumen máximo, urgencia que tanto daño hizo a mi coherencia profesional. Además tendré igualmente la oportunidad de intercambiar opiniones con algunos duchos en el tema dado que en el este de Caracas aun a mucha gente le importa lo sublime de este oficio.

No tenía idea de cómo me había quedado la sopa de res del día anterior, por lo que me apresure a llegar al restaurant para consultar a los mesoneros dado que había escatimado con la cantidad de carne. Fue entonces cuando observé en plena avenida a aquel anciano vociferar espantado que había sido robado, por lo que no dude en acercarme a él a fin de conocer de qué se trataba. Acercarme a él y oír una vocinglería atronadora fue todo uno, a la vez que intempestivamente un energúmeno se puso a mi lado y con ojos desorbitados gritó que yo era el ladrón. No pasó mucho tiempo antes de recibir, de una sobrevenida multitud, toda clase de golpes y empellones que lograron hacerme derribar y hundirme en un estado de semiinconsciencia. Puños, patadas, palos y algunas pedradas agotaron mis languidecidas fuerzas hasta que en pleno suelo sentí que un frio liquido me arropaba desde la espalda para de pronto sentir que me devoraban unas llamas disolventes en un indeseable abrazo con la muerte.

Con el fuego estrangulándome desde mi dorso (Porque el cobarde que me roció combustible me mató por la espalda) de pronto me sentí liberado de tal suplicio cuando ante mis ojos un carrusel de imágenes vívidas e inéditas, a modo de revelación, emergió en mi conciencia, y juro por lo que mas quiero, que es mi madre, que allí pude ver en orden aparentemente cronológico a un cuerpo de rostro irascible empalado en la Via Appia, en Estahban al rostro de una mujer desvelada y semi sepultada, desfigurada de heridas, soportando una dilatada lapidación ante el pueblo que la vio crecer, en Damasco al lento caminar de una escarnecido ante la hoja cimitarra que le cercenaría sus recuerdos del profeta rodeado de gritos que exclamaban la infinita misericordia de Alá, en Avignón al hereje femenino atado a una hoguera morosa que sin prisa le consumía rodeado de insultos irreparables, a un espectro en Hiroshima en una danza de graves compases y trastabillantes avances, en la franja de Gaza a un niño palestino fatalmente fustigado de odio inflamable en su propia casa. En unos segundos pude ver a toda la inocencia de la historia acorralada, pude ver a todos los destinos a los que me debo.

Posdata:

Según relata la prensa, la siempre sospechosa prensa, Roberto Fuentes vivió en la carretera de Santa Lucia y su último trabajo como cocinero fue en un restaurante ubicado en la urbanización Los Ruices. Allí se topó con la peor cara de la muerte un imperdonable día de comienzos de Abril. No solo fue acusado injustamente por desconocidos de haber cometido un robo a un provecto transeúnte, sino que además de manera sumaria y sin fórmula de defensa fue cruentamente ajusticiado por una turbamulta que en su mayoría se regocijaba de tan extrema consumación.

Llamativamente ello ocurrió en un sector social enclavado en el medio este de Caracas cuya composición social es mayoritariamente de clase media, sector al que no se le puede del todo atribuir sus limitaciones culturales y espirituales como causa de tan despreciable accionar. La mediática mundial, aparentemente ya alertada de ello, no le dio importancia al suceso a pesar de que las infamantes imágenes grabadas circulaban por los laberintos inextinguibles de las redes sociales causando morboso furor. La nacional arguyó confusas circunstancias que atenuaban el horror y dispensaban oblicuamente una justificación de lo acaecido salvando indirectamente la dignidad de la clase media de Los Ruices. El gobierno con su crepuscular parafernalia institucional espetó a través de distintos personeros su espanto ante lo sucedido prometiendo, en clave de ritornelo, llegar hasta los culpables para hacer justicia.

Todo esto ocurre en un momento en la que los casos de linchamiento corporal parecen propagarse geométricamente por el país. No sabemos si por cansancio social ante el continuo despunte del crimen y la negligencia de los órganos o por argucias conspirativas para propagar un estado de total ingobernabilidad tal cual anhelan los poderes restauradores. Lo que si se puede observar y es lo verdaderamente alarmante, que una justicia de facto –que no popular- de a poco y progresivamente tiende en la actualidad a apoderarse de importantes espacios de la sociedad para lograr objetivos disimiles e inconfesables, comportando ello y la índole de su progreso una suerte de regresión histórica que propende a estadios sociales históricamente abandonados y por ello de ingrata recordación.

La muerte de Roberto, las crueles expresiones de sadismo de la que fue victima, también nos dice algo de lo cerca que pudiéramos estar de la barbarie y lo muy lejos del anhelo socialista. Mucho del nivel de desajuste social que impera producto de la prolongada y vertiginosa crisis económica que se hace constituyente, mucho de la enorme irresponsabilidad social que tipifica a los poderes que en trastienda urden manipulaciones de conciencia social, mucho del grado de audacia con la que hemos signado los limites de nuestro accionar en pos de mantener nuestras relevancias e importancias.

 

 

Como dijera un anónimo poeta: cuando se mata a la inocencia, pues culpable somos todos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Culpables somos todos.

Raimundo Dantés

Bello Monte (Morgue)

Jamás hubiese entrevisto el silencio unánime del lugar. Más bien esperaba el recuerdo de otra sensación, por ejemplo esa hedentina de hospital de infancia que tanto temor e inquietud me causaba cuando los visitaba. Desde luego que tampoco esa cierta y filosa frialdad de los metales que cercan mi extensión de mortaja húmeda y que solo hace que rememore mis mas molestas soledades. Igual nunca imaginé lo de tener que estar fatalmente con aquellos otros cuerpos que con regularidad compulsiva apersonaban los lúgubres funcionarios de la policía acreditada; cuerpos inermes con sus orificios de balas desgajadas de odio, cuerpos de puñaladas insolentes que desgarran pellejos y troquelan figuras inciertas, cuerpos desnudos de pudor que ofrendando su transparencia me ciegan. Sobra decir que mi cuerpo devastado de incendio que unos anónimos auspiciaron, y que me obligó a tener que yacer aquí, nunca lo sospeché.

En verdad a nadie conviene la muerte y menos esta la mía que es precedida por el fragor de una culpa que me es ajena. Pero ya en ella, acontecido por las potencias de su formidable dominio, no me queda otra cosa que no oponer mayor resistencia y dedicarme con mansedumbre a la nueva eternidad, ello a pesar de que aun mis recuerdos de vida no me licencien para absolver a mis inmerecidos verdugos. Tan inmerecidos que tal vez aquí no tenga el tiempo para toparme con ellos y reconocerlos.

Caracas (Locus vivendi)

La ciudad constantemente arremete contra ella misma y no cesa de autoflagelarse. Es un rollo interminable de figuras disimiles harto descompuestas, vehículos atolondrados de criaturas enardecidas, motorizados en fuga cuyo celaje nos agria, basura enhiesta en la calle por el desdén habitual de unos pobladores de pompa zombi, vahos agresivos que te alborotan las entrañas, violencias de hampa envilecida y sonidos indecentes que te condenan al fastidio. Tan solo comer te salva de Caracas y de sus repulsivas repeticiones de ultraje urbano. Bien sea un perro caliente arrugado de impericia, una hamburguesa embadurnada de grasosos emplastes, o una empanada cicatera de autentica crisis, ello es suficiente para compensar brevemente el sadismo citadino que padecemos sin pausa. Por ello comer en Caracas más que un acto de elemental necesidad biológica comporta un remante de estratégica solución al desgaste psíquico que a diario no acogota. En realidad ser cocinero o Chef en esta ciudad se convierte en una actividad clínica destinada a solventar no las premuras diarias de un estomago carente sino las de una psicología siempre a punto de hacer aguas. Tal vez por ello mi pueril idea de llegar algún día a ser medico se halla trasformado en la de ser cocinero que tanto me honra.

Los Ruices. (Cadalso)

En verdad que en los últimos ocho meses que laboré en el ministerio no tenía mayor trabajo que realizar puesto que la crisis económica del país nos había dejado sin suministros y nos hacía cada vez más prescindibles. No culpo a quienes tomaron la decisión de despedirme; sin comida no hay cocinero que valga. Por ello el nuevo trabajo me anima y creo, otra vez , que me enrumba; desde allí podré ejercitar con mayor precisión mis conocimientos sobre comida internacional y criolla y no tendré que enfrentar la presión ejercida por el objetivo impuesto de lograr cocinar el volumen máximo, urgencia que tanto daño hizo a mi coherencia profesional. Además tendré igualmente la oportunidad de intercambiar opiniones con algunos duchos en el tema dado que en el este de Caracas aun a mucha gente le importa lo sublime de este oficio.

No tenía idea de cómo me había quedado la sopa de res del día anterior, por lo que me apresure a llegar al restaurant para consultar a los mesoneros dado que había escatimado con la cantidad de carne. Fue entonces cuando observé en plena avenida a aquel anciano vociferar espantado que había sido robado, por lo que no dude en acercarme a él a fin de conocer de qué se trataba. Acercarme a él y oír una vocinglería atronadora fue todo uno, a la vez que intempestivamente un energúmeno se puso a mi lado y con ojos desorbitados gritó que yo era el ladrón. No pasó mucho tiempo antes de recibir, de una sobrevenida multitud, toda clase de golpes y empellones que lograron hacerme derribar y hundirme en un estado de semiinconsciencia. Puños, patadas, palos y algunas pedradas agotaron mis languidecidas fuerzas hasta que en pleno suelo sentí que un frio liquido me arropaba desde la espalda para de pronto sentir que me devoraban unas llamas disolventes en un indeseable abrazo con la muerte.

Con el fuego estrangulándome desde mi dorso (Porque el cobarde que me roció combustible me mató por la espalda) de pronto me sentí liberado de tal suplicio cuando ante mis ojos un carrusel de imágenes vívidas e inéditas, a modo de revelación, emergió en mi conciencia, y juro por lo que mas quiero, que es mi madre, que allí pude ver en orden aparentemente cronológico a un cuerpo de rostro irascible empalado en la Via Appia, en Estahban al rostro de una mujer desvelada y semi sepultada, desfigurada de heridas, soportando una dilatada lapidación ante el pueblo que la vio crecer, en Damasco al lento caminar de una escarnecido ante la hoja cimitarra que le cercenaría sus recuerdos del profeta rodeado de gritos que exclamaban la infinita misericordia de Alá, en Avignón al hereje femenino atado a una hoguera morosa que sin prisa le consumía rodeado de insultos irreparables, a un espectro en Hiroshima en una danza de graves compases y trastabillantes avances, en la franja de Gaza a un niño palestino fatalmente fustigado de odio inflamable en su propia casa. En unos segundos pude ver a toda la inocencia de la historia acorralada, pude ver a todos los destinos a los que me debo.

Posdata:

Según relata la prensa, la siempre sospechosa prensa, Roberto Fuentes vivió en la carretera de Santa Lucia y su último trabajo como cocinero fue en un restaurante ubicado en la urbanización Los Ruices. Allí se topó con la peor cara de la muerte un imperdonable día de comienzos de Abril. No solo fue acusado injustamente por desconocidos de haber cometido un robo a un provecto transeúnte, sino que además de manera sumaria y sin fórmula de defensa fue cruentamente ajusticiado por una turbamulta que en su mayoría se regocijaba de tan extrema consumación.

Llamativamente ello ocurrió en un sector social enclavado en el medio este de Caracas cuya composición social es mayoritariamente de clase media, sector al que no se le puede del todo atribuir sus limitaciones culturales y espirituales como causa de tan despreciable accionar. La mediática mundial, aparentemente ya alertada de ello, no le dio importancia al suceso a pesar de que las infamantes imágenes grabadas circulaban por los laberintos inextinguibles de las redes sociales causando morboso furor. La nacional arguyó confusas circunstancias que atenuaban el horror y dispensaban oblicuamente una justificación de lo acaecido salvando indirectamente la dignidad de la clase media de Los Ruices. El gobierno con su crepuscular parafernalia institucional espetó a través de distintos personeros su espanto ante lo sucedido prometiendo, en clave de ritornelo, llegar hasta los culpables para hacer justicia.

Todo esto ocurre en un momento en la que los casos de linchamiento corporal parecen propagarse geométricamente por el país. No sabemos si por cansancio social ante el continuo despunte del crimen y la negligencia de los órganos o por argucias conspirativas para propagar un estado de total ingobernabilidad tal cual anhelan los poderes restauradores. Lo que si se puede observar y es lo verdaderamente alarmante, que una justicia de facto –que no popular- de a poco y progresivamente tiende en la actualidad a apoderarse de importantes espacios de la sociedad para lograr objetivos disimiles e inconfesables, comportando ello y la índole de su progreso una suerte de regresión histórica que propende a estadios sociales históricamente abandonados y por ello de ingrata recordación.

La muerte de Roberto, las crueles expresiones de sadismo de la que fue victima, también nos dice algo de lo cerca que pudiéramos estar de la barbarie y lo muy lejos del anhelo socialista. Mucho del nivel de desajuste social que impera producto de la prolongada y vertiginosa crisis económica que se hace constituyente, mucho de la enorme irresponsabilidad social que tipifica a los poderes que en trastienda urden manipulaciones de conciencia social, mucho del grado de audacia con la que hemos signado los limites de nuestro accionar en pos de mantener nuestras relevancias e importancias.

Como dijera un anónimo poeta: cuando se mata a la inocencia, pues culpable somos todos.

munditown@yahoo.com



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