Contratiempo y contacto

Cuando la muerte hace intermitente a la política

 

“Sabremos cada vez menos qué es un ser humano.

(LIBRO DE LAS PREVISIONES).”

Saramago, J. “Intermitencias de la muerte”

 

La forma como se va configurando la confrontación política en América Latina va adquiriendo de nuevo en estos tiempos, un oscuro y dulzón olor a muerte. Acaso el tiempo probará que estamos equivocados y ojalá sea así por el bien de todos. Pero en todo caso, la política en estos tiempos comienza a hacerse intermitente porque se eleva sobre ella, la más definitiva de las circunstancias humanas: la muerte. Andaremos por esa escarpada pendiente, porque algo nos indica que la muerte como política parece jugar a instalarse entre nosotros de forma irremediable.

La guarimba que vivimos en Venezuela, y que pareciera querer editarse en otras latitudes fue, en lo que concierne a la sociedad venezolana, un macabro ensayo para la constitución de comunidades de la muerte. Comunidades de la muerte porque llegan incluso a promover el asesinato. En realidad, hasta allá se llegó en muchos casos. Las mueve un afán de destrucción y desvarío de la política para que sea instaurado el terror. Algo de eso es Ayotzinapa, Medellin y parece que se van sumando cada vez más ciudades y países en la nada edificante lista de las muertes cruentas, sin culpables, sin vergüenza y se nos va haciendo tarde para que esas ciudades no se conviertan en la norma de un continente que se supone cobija la esperanza. Hay muchos factores detrás de esta conversión de un continente llamado alguna vez de la esperanza ahora en lugar para las comunidades de la muerte.

Comunidad de la muerte es el intento por instaurar una diferencia tan radical entre sectores que piensan diferente de tal suerte que esa diferencia se constituya en la justificación no para reconocer a los adversarios sino para aniquilar a los enemigos. El problema de estas formas de concebir la relación con el otro es que van a constituir alrededor de la condición de seguridad, la razón para su existencia y a partir de allí, el aniquilamiento de toda condición de derecho y por necesidad forzada, la invisibilización del otro. De este modo, se instaura un totalitarismo de características peculiares porque se ejerce a partir de la negación del estado como forma de articulación de la nación. El estado de derecho es, antes que cualquier otro objetivo que se señale explícitamente, la presa que se desea capturar no para controlarla y el ejercer el poder, sino para aniquilarlo e instaurar la fractura social como forma de relación que sólo podrá ser mediada por el terror.

Lo visto en Ayotzinapa con el asesinato de quienes andan hurgando por la verdad de los 43 desaparecidos, la agresión que se da a las fuerzas del orden en Ecuador, la apertura de la fosa común más grande del mundo en Colombia, el macabro asesinato de una joven en manos de otros jóvenes con métodos propios del asesinato político y la saña propia de una patología mental por motivos personales en Venezuela, muestran los diversos grados de deterioro que se desea instaurar en las sociedades latinoamericanas y que de hecho, se instauró con éxito en algunos países como es el caso de Colombia y México. Difícilmente podemos asumir que lo de Colombia es una muestra de que ese estado de terror se ha superado. Al contrario, es la etapa superior de la instauración del terror de tal forma que se puede dar el lujo de guardar las apariencias y seguir siendo, en el fondo, una sociedad aterrorizada. No podemos decir lo contrario cuando cifras de 34 muertes en un año para defensores de los derechos humanos y 322 amenazas es lo que resume el informe de una ONG Somos Defensores en Colombia (ver http://www.pagina12.com.ar/19.html

La muerte instaurada como mecanismo de coerción política adquiere en estos momentos en Venezuela la señal de alarma que se viene encendiendo desde hace mucho tiempo y no se le ha prestado la atención debida entre quienes detentan el poder de detenerlo por la vía de la aplicación de las leyes y aquellos, los más perversos, que van empujando a la neurosis individual y colectiva de creer que la confrontación política puede incluir la muerte física y más que la muerte, el asesinato como mecanismo de triunfo político. Bien valdría la pena preguntarse hasta donde el aniquilamiento no es la señal más bien de la incompetencia política y la derrota en la producción de un sujeto con capacidad de producir subjetividad y difundirla como aceptable para un universo más allá del asociado a la delincuencia y el anónimo.

Porque es de esa gravedad la instauración de la muerte como acto político: La imposibilidad de construir subjetividades y aglutinarlas como un acto humano que esté mediado por la palabra y a partir de ella, sea capaz de convencer. Convencer no sólo como el triunfo de un argumento sobre otro sostenido por facciones adversarias, sino confrontadas en un plano agonístico, de competencia, que al concluir nos permita alcanzar el mejor argumento no sólo como el triunfo de una de las partes, sino como la síntesis de un “nuevo” argumento que reúne a las partes en conflicto porque el argumento es convincente y válido para todos.

La muerte en la política no sólo es capaz de acallar a quien es asesinado sino que además embrutece y, en esa misma medida, vuelve incapaz de producir argumento a quien asesina. Entrar en ese ciclo de embrutecimiento y aturdimiento que trae el silencio es quizás la más temible derrota para la acción política. Así, es imposible construir sociedades en diálogo y darle a la patria el sentido de otredad que yace desde la palabra de Martí hasta el presente en el cual la definición de patria como humanidad, además de incluir la bondad, demanda la siempre ardua tarea no sólo de confrontar al otro sino de asumirlo como parte esencial de lo que somos, en resumen, de nosotros. A fin de cuentas, el asesinato político acallará a la víctima pero muestra al victimario como incompetente en la producción de un argumento capaz de sostener un discurso político. Por eso, en el asesinato político y en quien lo celebra, la condición política lejos de ser su esencia, es apenas una circunstancia. Esta pérdida de la esencia de lo político es demasiado inhumana para ser aceptada..y, sin embargo, hay quienes procuran con fuerza anónima y cobarde, la muerte del adversario como objetivo político.

A Tiempo: La fortaleza de la democracia estriba en la posibilidad de aceptar la crítica y a partir de allí, construir nuevos argumentos para la constitución de una nueva subjetividad que incorpore al otro. Llamar enemigo al que disiente para llamar aliado al recién llegado es una forma por lo menos curiosa, de ampliar la subjetividad política.

 

 



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Alejandro Elías Ochoa Arias


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