La misma sangre, los mismos nazis

Una sucesión de imágenes, entre fotos y filmaciones de la época, están por estos días desfilando en uno de los canales documentalistas del cable en relación al genocidio que el fascismo desató antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Nunca, ni por más que en estos casi 75 años se hayan proyectado en todo el mundo una y otra vez, puede una persona bien nacida dejar de estremecerse ante las atrocidades nazis que asesinaron a 14 millones de persona, no en los campos de batalla, sino en los campos de concentración establecidos por el régimen hitleriano entre 1933 y 1945. De ellos, casi la mitad fueron judíos, torturados, masacrados, gaseados y cremados en la barbarie más horrenda en la historia de la Humanidad por la dimensión y la metodología de los crímenes.

Usted, como yo, sabe que no estamos a salvo frente a una nueva arremetida de la bestialidad humana la que, por desgracia, parece anidar en algún segmento aberrante del ADN de los hombres, repitiéndose casi de manera cadencial en los siglos que acumula la historia del mundo. Sin embargo, en el otro platillo de la balanza existe la decencia, el humanismo, la rectitud, la moralidad, todos sinónimos a los que Gregorio Mendel ubicó como parte inherente también del genoma humano, categorías capaces de morigerar la expresión de muchos genes aberrante, entre ellos los de la barbarie criminal que desata los genocidios.

Perdóneme usted esta digresión biológica, pero lo que quiero decir es que cabría esperar que la lección dejada por esa atroz experiencia, fuera el freno insoslayable al asomo de cualquiera insinuación de rebrotar la metodología del régimen nazi que trajera tan nefastas consecuencias. A ello agregue usted que con mayor razón no cabría esperarse barbarie semejante, la de asesinar masivamente a seres inocentes bajo ninguna circunstancia, en quienes padecieron en carne viva la infamia desencadenada por el fascismo. La bestialidad, sin embargo, en el caso del genocidio que en estos minutos desata Israel sobre Palestina, parece una vez más imponerse sobre las categorías de la decencia que el bueno de don Gregorio creyó vislumbrar en el alma humana.

Hace algunos años, a propósito de otra de las tantas agresiones israelíes contra el pueblo palestino, esbocé en un artículo una teoría que pretendía ahondar en la sicología de masas para explicar el instinto criminal que mueve al sionismo de Tel Avid para desencadenar, cada cierto tiempo, represiones genocidas calcadas del fascismo. Me valió los más furibundos ataques de los sionistas locales que amenazaron con juntar madera para crucificarme por sacrílego, ya que no podían usar conmigo el método del asesinato selectivo que, teledirigido incluso desde el aire, le sirve a Israel para eliminar a los dirigentes palestinos. Decía yo ahí que el nazi-fascismo resultó al final victorioso en su afán de destruir al judaísmo, pero no con las armas horrorosas que provocaron el holocausto de seis millones de hombres, mujeres y niños, masacrados en los campos de exterminio regados por el territorio que los nazis fueron conquistando en los primeros años de la guerra.

Dije ahí que el triunfo de los hitlerianos fue haber traspasado a la esencia del alma judía no sólo la metodología concreta de matar pueblos con metralla y bombas, sino que la mentalidad fascista, aquella de justificar los crímenes en base a una supuesta superioridad racial, a una potestad omnímoda que los ubica por sobre el resto de hombres y razas, y que les otorga, por lo tanto, el derecho a asesinar sin rozar, ni levemente, la conciencia que todo ser efectivamente bien nacido debe tener. Partía yo de la base que ambas razas (no son tales biológicamente hablando) la aria y la judía, tenían en común desde el punto de vista ideológico-religioso, la creencia a ultranza de estar ellos ubicados un peldaño más alto en el escalafón de los pueblos de la Tierra.

Los nazis le atribuían a la ciencia ciertos genes biológicamente puros que sólo se encontraban en el genoma de su raza y que los hacía superiores al común de los seres humanos. Los judíos lo atribuían (y lo siguen atribuyendo) a Jehová, su dios, que les otorgó el carácter de raza preferida que no sólo los salvará por mano divina de la catástrofe del fin de los tiempos en desmedro del resto, sino que guía la mano judía en todas las batallas que, con o sin razón, han emprendido contra otros pueblos en tiempos inmemoriales y que ahora reviven contra el estado palestino. La puesta en práctica de esta idea, la de la supremacía religiosa tan abominable como la biológica de los nazis, ha dificultado muchas veces la condena paralela que debe hacerse al antisemitismo, que originara represiones, pogromos y genocidios sobre el pueblo judío, en todo caso tan repudiables como los que en estas horas comete Israel contra el pueblo palestino.

Un sacerdote judío, refiriéndose al concepto racial-religioso que el sionismo ha imbuido en el alma hebrea para justificar sus masacres, decía que “…no es en la raza, en la etnia, en la nacionalidad, en el nombre, que debemos buscar el valor de las personas, sino en sus acciones: qué tan dignos y adecuados son ante los ojos del Eterno, ante los de la sociedad, y ante sí mismos”. Esta frase no es de extrañar porque el pueblo judío, en igual proporción que el resto de los pueblos del mundo, ha entregado a la Humanidad una pléyade de hombres y mujeres valiosísimos que demuestran que Israel no es sólo la piara de nazi-sionistas que hoy gobierna esa nación. Creo, lo dije también en el artículo autocitado, que la existencia del estado de Israel en un hecho incuestionable, incluso por sobre el repudio y la indignación mundial que con justicia sacuden hoy a la Humanidad ante la barbarie que cometen sus dirigentes.

Mientras tanto, la visión horrorosa que muestra el documental sobre el Holocausto aludido al comienzo de este artículo, con los cadáveres de hombres, mujeres y niños diseminados por las callejuelas de los campos de exterminio hitlerianos, tiene una sola diferencia con las imágenes que los noticiarios nos traen ahora de las calles de Gaza: las primeras son en blanco y negro; las segundas en un color donde el rojo de la sangre se adhiere de manera imborrable en el retina de los hombres dignos de esta Tierra.

¿Y los nazis, dirá usted? Los nazis son los mismos.

por Cristian Joel Sánchez (Chile)



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