Del país profundo: Francisca Rodríguez, aquella alfarera de Paraguaná

A Paraguaná se llega recordando las crónicas de Alí Brett Martínez, la escritura de “Paraguaná en otras palabras”, la escritura de “Aquella Paraguaná”. Se llega a su cuerpo recorrido y se descubre una vez más que Paraguaná está llena de mar y que un cielo despierto, como el sol duro del mediodía, pica espuelas en todos los aposentos de la península. Allí el tatuaje solar ha marcado a los pobladores con la temperatura del viento cálido estrujado en sus caras, el polvo hiriente de Paraguaná, la arena hechizada de Paraguaná. Y Paraguaná es lo que se ve, la sustancia del sol, el reflujo del mar, lo que la tierra seca ha engendrado y es también lo que el ojo humano no distingue a primera vista. Es señal segura del habitante de Paraguaná, el misterio de su tierra y la vida llena de sacrificios y bondades entre sus hombres y mujeres. Historia de sed y penitencias, leyendas sucedidas al paso de cometas y tragedias, tradiciones que no se desvanecen fácilmente.

Cuando fue asaltada por Alonso de Ojeda, esta tierra que pudo llamarse Curiana, Paraguachoa, Quequivacoa, estaba poblada por una de las naciones indígenas más pacíficas del continente: Los Caquetíos, que no usarían veneno en sus flechas. Ha escrito Julio César Salas en sus estudios sobre etnología e historia que nuestros aborígenes extendieron su territorio más allá de Paraguaná y de todo Falcón, más alla de la tierra firme, al norte, hacia el Mar Caribe, ocupando las islas de Curazao, Aruba y Bonaire. Se distinguían mas bien por su elegancia y su pulcritud, y además de ser cazadores y pescadores, sembraban el maíz y la yuca, pero básicamente existía en sus dominios una planta que les proporcionaba múltiples usos: la cocuiza, herbáceas de largas hojas, espinas y altas espigas florecidas de verde en la tierra caliente. Obtenían el alimento de su cogoyo y de su cogoyo el licor que preparaban con jugo fermentado. Usaban las pencas para la fabricación de viviendas y de la fibra larga y fuerte tejían las hamacas, los asientos y las cestas. Aún hoy día, trabajar la cocuiza en la elaboración de tejidos, es un arte especial de la península de Paraguaná, como lo es el viejo y olvidado oficio de la alfarería, heredado también de los caquetíos.

Buscar una alfarera para oírla conversar de su arte, fue uno de nuestros propósitos cuando decidimos recorrer la península en el año 1980 tras el nombre de Irey. Traíamos el dato de ese buen amigo que fue Alí Brett Martínez: “Francisca Rodríguez, una de las pocas que todavía modelan tinajas, pimpinas, chirques, jarros y tazas de barro de Miraca”. Julio César Guanipa, un paraguanero de Moruy, con quien cruzamos el territorio marítimo del Estado Falcón, nos fue relatando historias tantas veces oídas por los caminos de la península. Por boca de este viejo informante, escuchamos en la capilla del Ánima de Guasare, a la salida de Coro, hacia Tacuato, que allí habita el ánima en pena de una mujer muerta de hambre y de sed el año 1912, allí, en el mismo sitio de la capilla. El año 12, un año de sequía y muerte, año terrible en que fue hallada esa mujer con la cría alimentándose de aquellos pechos del cadáver. El lugar está lleno de ofrendas, flores, mensajes de puño y letra de los adoradores, cabelleras, ropas de niños, vestidos mohosos de alguna novia, espejos y repisas, utilería de inválidos, tallas de madera, diplomas, prendas, plantaciones de velas y sahumerios encendidos, junto a fotografías de los devotos del ánima de Guasare que es vigilada en su capilla por el color de oro de una enorme talla de Jesús crucificado.

Más allá de Tacuato, en 1980 dejando las plantas de cardones y tunas, dejando los arbustos de cují y olivo, se descubre la iglesia de Santa Ana, a la entrada de esa población que marca el elevado cerro de la península. Allí, entre matas de yaque y urupagua, está el Museo Indígena de Paraguaná, fundado, organizado y atendido por una mujer que todo el pueblo nombra “La musiúa” y donde muy pocos sabrán que se llama Ajawooldrich, la dama holandesa que abandonó Europa con la segunda guerra mundial, para venirse a descubrir en Paraguaná la cultura de los primeros habitantes y crear un museo de su propiedad. Se deja Moruy, se deja Buena Vista con su casa de las virtudes, se deja Jaraca, y Miraca en el desierto de Paraguaná; es anunciada por un aviso de la industria japonesa: “Bienvenidos a Miraca...”

En Miraca nombran a Pastora Cagüao como alfarera y nombran también a Francisca Rodríguez, una anciana de setenta años que vive en Miraca Arriba con una hija y siete nietos. El hogar es un pequeño espacio de bahareque que se reconstruye una vez y otra vez, una sola puerta, una sola ventana incrustada entre el cardón y el barro que perecerá en el tiempo. Agua ni para hacer café, aunque Miraca tiene historias de viejos molinos. No hay pan, no hay agua, no hay maíz en Miraca, nos dice Francisca Rodríguez, la alfarera que encontramos de pie amasando el barro. En la pared lateral del estrecho aposento un almanaque venezolano de Los Hermanos Rojas indica el año de nuestra visita y los pasos de la luna mes a mes, junto a las efemérides y el santoral católico de cada día.

Manos preciosas y expertas, manos nacidas para esa tarea que Francisca Rodríguez no elude jamás. Manos llenas de cariño y fuerza, las manos de esa mujer que sigue el antiguo oficio de las alfareras indígenas en la elaboración del enrrollado y en la forma de alisar la masa de tierra sin herirla. Ella va contando la historia de su sombra y las manos siguen solas, colocando pétalos y más pétalos de barro. La madre es el recuerdo que no se escapa. Otra mujer entre algodones, esmotándolo, tejiéndolo, la madre que se fue y fabricaba los chinchorros para todos sus nietos, y hacía también del oficio de alfarera un arte, ese arte que Francisca Rodríguez heredó de sus antepasados y que le ha dado para vivir. En los setenta años que tiene ha dependido de la arcilla que hay en El Tendal, donde antes estaban las familias alfareras de Miraca. De la arcilla inventa platos y floreros, jarrones, jarros, olletas y tazas cocidas a fuego de leña de cardón. Del puro cardón que rodea de espinas la tierra habitada por esa mujer prodigiosa. Con seis cargas de leña prende su horno cada día a las nueve de la mañana y a las seis de la tarde ha terminado de quemar hasta cincuenta piezas. Y es que ese horno que marca la entrada a la casa de la alfarera de Miraca, tiene una historia que Francisca Rodríguez cuenta con dolor:

“Ese horno tiene historia larga, tiene historia, yo que lo digo, porque yo horneaba con mi mamá en horno ajeno, hasta que un día empezaron a quebrarse las piezas, a quebrarse sin razón, se quebraban de a docenas, y lo que me dolía el cuello de estar haciendo arcilla todo un santo día y estar otro santo día metida en el fuego para nada, para ver roto todo lo que hacía, toda la tendida quebrada y yo pensaba que de alguna parte venía la mala intención, y así me dispuse a hacer horno propio. Amaneció Dios un día de esos y yo en el terreno tracé un cuadro y empecé a hollar en esa tierra seca, con la ayuda de un compadre mío llamado Venancio. Y así fue, estuve todo el día cavando mi cuadro y mandé a que me trajeran ciento cincuenta adoves de El Tendal, al otro día los tenía reunidos, mi compadre me terminó el horno y a las dos semanas estaba horneando en él, y de ese horno han comido mis hijos, comen mis nietos y como yo, porque yo en esta casa he sido el padre de familia y he sido la madre y he sido todo, yo he aprendido a mantenerme sola, y sola mantengo a mis hijos y a mis nietos. Ahí está mi hija abandonada por el marido y yo la mantengo a ella y a sus niños. Desde muy joven yo he aprendido a mantenerme sola.”

Mientras se apoyaba con fuerza sobre la mesa de trabajo, aprovechamos la torrencial luz que hervía en aquella ventana para intentar el resumen fotográfico donde quedó grabado el juego crudo de los recipientes del barro de Miraca, todos los había fabricado, antes del mediodía. Ella no dejaba de amasar el barro y de revelarnos sus secretos, no paraba en su conversación:

“Mire, yo he pasado tormento, tuve cuatro hijos, y cuando estuve en cinta del último llegó mi marido y me abandonó, porque se enamoró de otra mujer de Cumunare, salía con ella, siempre salía, hasta que un día se la llevó y después quiso devolvérsela a la familia, pero la familia le salió con machetes, con hachas, con cuchillos y no dejó que la regresara, y tuvo que ponerse a vivir con ella. Después, ese hombre entró en una agonía porque lo habían embrujado y hasta me acusaban a mi. ¡ Dios me libre y me perdone, yo nunca me he dedicado a eso!. Aquel hombre sufrió muchísimo y le costó mucho morirse, y es que en estado de muerte me mandaba a llamar, que quería verme, que él quería morirse en paz, pero yo no fui, nunca fui, no quise, porque yo no tenía ninguna obligación con él [...] cómo sufrió aquel hombre, fueron días de angustia, hasta que al fin el hombre logró morirse. Por eso es que dicen que un hombre que deja una mujer embarazada sufre mucho cuando le toca morir”.

En pleno verano nos fuimos de Miraca Arriba con las palabras de la sabia alfarera hundidas en el pecho ... Mire, yo he pasado tormento... Despedimos a Francisca Rodríguez en el fondo del calor que nos azotaba, imperturbable, orgullosa, llena de bondad quedó la mujer, dándole firmeza y aroma al barro, restituyendo su historia como verdadero testigo del sagrado ritual. Allí quedó con su gran corazón ahogado en el silencio, ahogado en la soledad ardiente de esa península cargada de espinas. Firme todavía nos dijo ... Volveremos a vernos... Afuera, miramos el alto horno de arcilla y adobe construido rudamente, cobijado rudamente con leña de cardón. Y nos fuimos pensando en Irey, pensando que allí estaba presente la herencia caquetía de Paraguaná, allí en ese mismo lugar, donde alguna vez entre 1529 y 1530 los alemanes Ambrosio Alfinger y Nicolás Federman con sus tropas, también estuvieron herrando como esclavos a nuestros aborígenes, fue la más temeraria empresa de conquista para conformar una provincia llamada Venezuela.



Francisca Rodríguez, la alfarera que encontramos amasando el barro. Foto Benito Irady. 1980


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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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