A 35 años de su partida

Del país profundo: Juan Jiménez el que canta

En la madrugada del 21 de octubre de 1981 falleció Juan Jiménez por última vez.

Sobre la medianoche del abismo una enfermera ataviada de monja develó el suceso cuando el anciano se dejó morder por la agonía, perseguido por una punta de luna. Ella tendría apenas un mes acostumbrada a mirarlo inocultablemente hosco, abatido, incitado entre las muecas de su amargura. Él llevaba ese mismo tiempo en el asilo sin reconocerla, sin hablar con ella ni con nadie, luchando siempre con los incontables enemigos de su propia vida. Llegaba la implacable asfixia de la muerte y así fue.

Un paro respiratorio cortó el cosquilloso hilo de oxígeno. Entonces la misma enfermera comprobó casi con el alba la rigidez de aquel cuerpo de varón después de intentar en vano devolverle la vida. Redescubrió espesa la piel negra y arrugada. Redescubrió que las uñas imperfectas de las manos encabritadas oscurecieron fuera de lo normal. Redescubrió una muerte más, sin saber quién era realmente el hombre que moría.

Con la aparición del sol, el cuerpo liviano entró a la deshabitada capilla del asilo, iba vestido de blanco y por primera vez en muchos años se abotonó a una camisa nueva.

Yo miré muy de cerca su cara como de cera, como de niño, como cara imposible de volver a encontrar a través del reducido vidrio de la urna de latón. Miré su pequeño rostro de ochenta y nueve años y recordé el último día de nuestras conversaciones. “Ya las palabras me vienen como si me van a ahogar”, me lo había dicho meses atrás en el sanatorio de Cumaná, donde ingresaba por tercera vez marcado por T.B.C. Pulmonar. Y en menos de un año, del sanatorio al asilo, del asilo al cementerio. “Ya las palabras me vienen como si me van a ahogar”, me había dicho Juan Jiménez en nuestra última conversación, donde recordó a Elías Jiménez, el hermano muerto en Los Bordones y recordó al único de los hermanos Jiménez que todavía quedaba vivo, Amalio Jiménez, también recordó de nuevo al gran Antero Vallejo, el padre venerado de Tataracual que tuvo en Nieves Jiménez a ese hijo Juan Jiménez, sin saber que en algún lado de aquel caserío, entre siglo y siglo, nacía el más famoso cantador de toda la inmensidad geográfica del oriente, adornado entonces por la serranía del Turimiquire.

Yo lo daba por muerto en 1975, cuando empecé a preguntar entre calles y caminos quién era ese Juan Jiménez de tanto renombre y dónde estaba sepultado. Todos me hablaban de las maravillas de aquel hombre y me narraban distintos episodios de su muerte. Que fueron dos los Juan Jiménez que existían, uno llamado Juan Antonio y otro Juan Elías, pero que ya estaban muertos. Que no se lograba diferenciar con exactitud el uno del otro. Que no había mujer que no se enamorara del hechizo de aquella voz dulce de la caña. Que fueron muchos los hijos regados entre el Valle de Cumanacoa y los distintos lugares en que dejó su encanto desde las rutas que llevaban del mar de Araya al mar de Paria.

Poco a poco fui completando una historia encadenada que me unía al cantor y con dedicación y sorpresa seguí sus pasos dentro de sus pasos, hasta que un día, sumado a tantos de los que dispuse para Juan Jiménez, entre informantes de Cumaná pude asegurarme que el famoso “canario” de Tataracual definitivamente no había muerto. Vivía en algún espacio de su atmósfera con sus años en contra.

Lo llegué a mirar por primera vez un carnaval de domingo mientras hablaba para sí frente a una comparsa callejera y gritaba ¡Mire Juan Jiménez la música! ¡Mire Juan Jiménez el baile!, se afirmaba él mismo, como si estuviera más allá de su espíritu, o como si necesitara nombrarse con el sello de su garganta para oír en su propia voz ese nombre triunfante de Juan Jiménez. Le pregunté ese domingo si era el Juan Jiménez de tanta fama, el verdadero Juan Jiménez de tanto hablar y respondió con una cantica, como para que no quedara duda en el encuentro.

¡Juan Jiménez el que canta
Juan Jiménez el que implora
le roba con la garganta
las niñas a la señora!

Yo soy el canario, me dijo, yo hice a Cumaná y Cumaná sin mí no es Cumaná, porque yo era la diversión, yo era la alegría de esas calles y de esos callejones y sin mí no hay alegría, no hay diversión, ¡Pero mire ahora!. Y me lo dijo hundiéndose las mejillas para descubrir aquella boca sin un solo diente. Ya Juan Jiménez se acabó, me dijo y pude entender como Juan Jiménez luchaba contra el vestigio de Juan Jiménez.

Cuando me propuse seguir su historia, recorriendo el propagado imaginario de un pueblo a otro pueblo, lo habían dado por muerto en las costas de Güiria, allá me habían dicho que murió embarcado hacia Trinidad y me aseguraron que después de su muerte solo se oía una cántica que el mar empujaba en las noches. En Cumanacoa me dijeron que era el hombre más bregador que se había conocido entre esas plantaciones de los cañaverales y en voz baja me hicieron creer que murió maldeojado, que murió de un maleficio en el camino de Las Fraguas. En las Fraguas existía la leyenda de que bajó un día de las montañas esas del Turimiquire y nunca más volvió porque se fue a morir donde estaba enterrado su ombligo. En Tataracual me demostraron que había nacido allí pero que se mudó a La Margarita y no volvió más al caserío intocado de los gigantescos pedregales. En La Margarita regresaban al tiempo de cuando lo habían oído nombrar por unos cantos que regó por esos caminos, y lo identificaban como un negro rebelde nacido en Chiguana. En Chiguana tenían noticias de Juan jiménez por una mujer que se llevó a vivir a Carúpano después de enamorarla en un baile. En Carúpano decían que no había dejado vestigios y que era un hombre nacido en Cariaco y muerto en Cumaná. En cada sitio donde preguntaba me ofrecían una versión diferente sobre el nacimiento y la muerte de aquel Juan Jiménez que hacía estallar de gozo las maracas con su canto.

Así seguimos, hasta el ya citado encuentro del carnaval de Cumaná, que fue la verdadera incursión para dar inicio al primer enganche con su vida real, anudándome y desanudándome a su fatiga, a su delirio fascinante, a su dolorosa agonía. Aquel hombre nacido a finales del siglo XIX y que el pueblo describió de manera sobrenatural era un varón de la vieja negritud que había trajinado por décadas entre calles, callejones, trochas y más trochas por las que anduvo tanto.

Se presentaba como un mendigo. Debía ser escuchado como un pájaro inconsolable y eso me propuse aquel año 1981: escucharlo. No tenía casa, nunca la tuvo. Su techo era la sombra de la ceiba más grande que llegó a plantarse en una calle entre el río Manzanares y el viejo mercado de Cumaná. Allí comía por la caridad de las tarantineras que lo admiraban. Allí se enfrentó a sus enfermedades, y empezaba el rugir de su moriencia lamentándose de la vida y de su suerte.

La tuberculosis pulmonar y una afección hepática avanzada estaban carcomiendo su cuerpo desde hacía mucho tiempo. Tosía, escupía con sangre, maldecía y me iluminaba con sus palabras en el sanatorio donde se desbarataba su vida, como si quisiera abarcar en un solo instante todo su pasado para que nada quedase en el olvido. Tomé apuntes, archivé su voz. Dentro y fuera del recinto hospitalario seguía escuchando las historias inimaginables del excepcional personaje de las tierras de oriente. Escogíamos siempre las sombras de espigadas ceibas que era su árbol preferido cuando evadíamos el sanatorio.

Encontré a un Juan Jiménez, nacido en Tataracual y fugado al despuntar el siglo XX con el canto que aprendió del pueblo, un Juan Jiménez entregado a las aventuras de las perlas. Buceador del mar entre Cubagua, Coche y Margarita. Trabajador de la tierra, conuquero entre Sucre y Monagas. Sembrador de café en Caripe. Buscador de sarrrapia, diamante, oro, caucho y balatá en Guayana. Salinero de las Salinas de Araya. Obrero del petróleo en Caripito. Albañil que hizo entre sus manos gran parte del cuartel de Cumaná y trazó calles y más calles donde su canto quedó entremezclado en las caminerías de la vieja ciudad. Enamorado, peleador, maturranguero como su padre Antero Vallejo, pero sobre todo cantor inigualable con un nombre de fama entre tantos lugares donde alzó su voz con toda la fuerza de una fiera.

De las tantas muertes de Juan Jiménez, de las tantas vidas regadas en cada lugar, creció la leyenda del canario que retumbaba con su canto entre la serranía y el mar del oriente. Canario Juan Jiménez de negrísima piel y claros ojos azules, ojos zarcos. Cantor jamás nacido entre las piedras de Tataracual. Cantor y más cantor con garganta habituada a la brega y al amor inaudito y a la fiereza del rebelde escondido en el sufrimiento de su última muerte, solo y en la miseria, así, convulsionado bajo la asfixia de los hechizos.

Un día de los pobres enterramos sus huesos y sus alas sin ningún tipo de ceremonial y del golpe de arpa atiborrado de dolor, quedó esta voz centenaria que nunca fue su voz, así, forcejeando contra el irreconciliable destino. El negro Juan Jiménez cerró sus inconfundibles ojos azules un miércoles 21 de octubre de 1981. Ese mismo miércoles riguroso lo enterramos en el cementerio de Cumaná. No hubo acto velatorio de veinticuatro horas. No hubo una flor, no hubo campanas que doblaran, no hubo madera en su ataúd, no hubo plañideras, ni siquiera una cruz para marcar el sitio del difunto. Fue sepultado bajo la tierra viva y polvorienta de la ciudad donde él hizo calles y callejones sin que ninguno de los tantos hijos que dejó supiera de su verdadera e inconsolable muerte.
Elizabeth Hernández como testigo y hermana y las fotografías de Rafael Salvatore, guardadas con celos por más de 30 años en copia de papel, únicamente pueden dar testimonio de una parte final de aquella vida a la que está referida este relato. ¡Juan Jiménez el que canta, Juan Jiménez el que llora!

Juan Jiménez, el cantador oriental
Credito: Rafael Salvatore



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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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